jueves, mayo 10, 2018

CHILANGHADAS



Reseña del libro “Hadas en Chapultepec” 
de Medardo Landon Maza Dueñas

Cualquiera que se haya dedicado al oficio de las letras en México 
sabrá que, en general, los escritores del país se toman demasiado en 
serio, pues consideran que su obra puede tener un impacto social 
más allá del simple aporte estético de una buena novela o un 
excelente libro de relatos. Creen que la literatura puede cambiar la 
realidad, o bien cuajar los valores comunitarios con el fin de hacer 
de México un mejor país. Quizá por ello, la inmensa mayoría de los 
hacedores de literatura del país han despreciado con crueldad 
cualquier cosa que huela a subgénero. Por ejemplo, el policiaco 
apenas está siendo aceptado –y ejercido–, por un considerable 
sector de las letras mexicanas más por su probada rentabilidad que 
por sus virtudes estilísticas. La literatura fantástica, por otro lado, 
es ejercida por un pequeño grupo que se autoalimenta y que parece 
más una secta que un grupo de creadores. Ni que hablar de la 
literatura férrica, poblada de elfos, ogros, trasgos y orcos. En la 
inmensa mayoría de los casos, las editoriales y dictaminadores de 
concursos la desechan sin siquiera leerla.
La fantasía a la Tolkien, que se nutre de las mitologías nórdicas y 
celtas, pareciera ser un fenómeno tan extraño a la literatura 
mexicana que pareciera que el sólo mencionarlo suene a disparate. Después de todo, en la América Latina tenemos nuestra propia 
vertiente literaria fantástica: el realismo mágico, y además, contamos con una rica tradición oral en donde se pueden decantar todos los delirios nocturnos tales como fantasmas, duendes y diablos. Por otro lado, nuestra muy chauvinista manera de ver las letras haría que la mayoría de los escritores repudiara a los seres Tolkinianos por ser extranjerizantes y no endémicos a nuestra imaginación. Así, vapuleados por tiros y troyanos, los escritores férricos del país han vagado de puerta en puerta esperando alguien que aprecie su obra.
Es por eso que la obra de Medardo Lando Maza Dueñas (Texcoco, 1973), es al mismo tiempo excentrica que valiosa. En primer lugar, el autor texcocano no renunció a sus lecturas de infancia y juventud para poder nutrir su obra, sino que, más bien, las resignificó, mezclando seres provenientes de la mitología tolkineana con entidades de otros paises y mitologías, haciendo de su propio mundo férrico una verbena popular: Imps luchando contra nahuales, lloronas comadreando con elfas oscuras, chaneques sacándoles la cartera a borrachos trolls son habituales en sus páginas. Cualquiera pensaría que toda esta mezcla produciría una obra indigesta y malsana: muy por el contrario, gracias a la maestría de Maza Dueñas, quien sabe entretejer sus historias en narraciones de futbol, pregones de ropavejero y discursos políticos, su obra es altamente disfrutable. En lugar de crear un lenguaje propio, como lo hizo en algún momento el profesor Tolkien, Maza Duñeas se apropia del caló de las calles para inocularlo a sus guerreros, magos y demonios, lo cual los acerca al corazón mismo de la identidad mexicana.
Hadas en Chapultepec, libro que obtuvo mención honorífica en el concurso de relato Ignacio Manuel Altamirano, consta de dos historias largas que articulan, a su vez, una historia mayor. El protagonista es Merdo, un mördyn exiliado de la comarca de “El señor de los anillos” y obligado a caminar en el hervidero de seres sobrenaturales que habita el subsuelo de la ciudad de México: naguales, chaneques, tlaloques y alushes que sobreviven transando al mejor postor. Merdo pierde sus memorias y termina viviendo a espaldas de la Academia de San Carlos, en donde descubre que dos de sus compañeras de calle, un travesti valiente como un caballero, y una diáfana niña de la calle que habita entre los árboles, son más de lo que aparentan. Juntos, se dirigirán a una expedición dentro del corazón mismo del bosque de Chapultepec para participar en una cónclave que definirá el destino no sólo del mundo férrico, sino de todos los habitantes del globo.
Escrita con desparpajo no peleado con la precisión, Hadas de Chapultepec es una bocanada de frescura a un ambiente literario que, de tan cerrado en sí mismo, ya huele a acedo.
Imperdible su lectura.

Omar Delgado

2018

lunes, junio 30, 2014

PORQUE NO ME GUSTA EL SOCCER








A juzgar por los rostros de la mayoría de la gente, el día de ayer México vivió una vejación sólo comparable con la firma de los tratados Guadalupe -Hidalgo (que marcaron la pérdida de la mitad del territorio en el siglo XIX). Con dos goles a favor -uno producto de un penal-, el equipo mundialista de Holanda se impuso ante la escuadra nacional para así clasificar a la siguiente ronda de cuartos de final. La Selección Mexicana volvió así, humillada y ofendida, a quedarse en la rayita del triunfo, a pesar que su desempeño había sido sorprendentemente bueno.

Conforme pasaron las horas, se fueron develando hechos que indignaron y frustraron aún más a los mexicanos: el famoso penal que derivó en la eliminación de los mexicanos fue una farsa. Arjen Robben, mediocampista de la selección de los Países Bajos y aparente fauleado, aceptó que la susodicha falta nunca existió, que él, en una actuación digna de Marlon Brando, fingió que Rafa Marquez le había golpeado para que el árbitro marcara penal a los mexicanos y así remontar el empate en el que ambos equipos se encontraban.

En pocas palabras, un fraude descarnado.

Y tengo que decirles: Justamente por eso nunca me ha gustado el futbol, porque los chanchullos de este tipo son la norma, por que es un juego en el que, por lo general, no gana el mejor, ni el más esforzado, sino el que más eficazmente sabe engañar a los árbitros o, peor aún, el que puede comprar sus decisiones.

El también llamado balompié se ha convertido, con mucho, en el juego más popular de la historia moderna, muy por encima de otros, quizá más sofisticados y cerebrales como el Fútbol Americano (llamado Football por los estadounidenses, mientras que al otro lo llaman Soccer), el baseball o el basket ball. La popularidad de juego se debe, creo yo, a dos factores: A su simpleza: sólo hace falta un balón -o algo que lo emule-, algo para marcar una portería, y un grupo de entusiastas para convertir cualquier calle del mundo en el Maracaná, y a su velocidad: sólo hacen falta noventa minutos aproximadamente para definir una partida, muy alejadas de las dos o tres horas que tarda cada partido de Americano o de Beis.

Esa simpleza de reglas hace que cualquiera con aceptable condición física, desde un niño de cinco años hasta un anciano de ochenta, lo pueda jugar: el objetivo es meter el balón en la portería contraria con los pies y nunca se toca con las manos; si se toca con las manos, o si se tira a un rival a propósito, hay un castigo que puede ir desde un tiro de esquina hasta un tiro penal.

Quizá esa sencillez también lo haga tan vulnerable a las jugarretas como las de Arjen Robben: hay un árbitro y dos jueces de línea que tienen que ver las jugadas todo el tiempo; muchas veces, el árbitro tiene que tomar decisiones de las que no está seguro, y un jugador mañoso y experimentado puede hacerle ver cosas que no pasaron. En otras, el mismo árbitro actúa de manera misteriosa, por decir lo menos, como en aquel gol que le dio la victoria a la selección argentina en el mundial de México 1986 y que fue consecuencia de una claro golpe de mano por parte de Diego Armando Maradona. El también llamado “Pelusa” se excusó después con una actitud muy cercana a la de Arjen Robben “Fue la mano de Dios”.

El Fútbol es fascinante, eso ni quien lo dude. Sólo hace falta ver un buen partido por unos cuantos minutos para quedar prendado de su encanto que mucho tiene de cosmogónico -como bien lo intuyeron los mesoamericanos quienes, si bien no lo inventaron, si jugaban algo muy cercano al balompié actual-, sin embargo, todas las trinquiñüelas que hay alrededor, el uso populachero que hacen de él políticos corruptos de todas las tendencias; el carácter mafioso de la FIFA, los negocios sucios que se hacen alrededor -desde las apuestas hasta el Mercado de Piernas-, y la falsa sensación de hermandad -falsa por que dura lo que dura la victoria, por que no trasciende a esfuerzos colectivos más valiosos, y porque se utiliza casi siempre para que algunos de los peores energúmenos sociales saquen sus frustraciones a costa de otros-, hacen que no sea mi deporte favorito.

Y bueno, también porque yo era el niño gordo al que nadie escogía para jugar, pero eso es otra historia.

Omar Delgado
2014


miércoles, febrero 26, 2014

DE CRÍTICOS Y CANCIONES




En días recientes, el trabajo de dos críticos literarios ha levantado polémicas diversas. Por un lado, la opinión de Guillermo Espinosa acerca de la obra de cuatro jóvenes prosistas: Susana Iglesias con su Señorita Vodka (Tusquets, 2013), Fernanda Melchor con Falsa liebre (Almadía, 2013), Omar Nieto con Las mujeres matan mejor  (Joaquín Mortiz, 2013) y Carlos Velázquez con El Karma de Vivir al Norte (Ediciones Sexto Piso, 2013), y por otro lado, el cáustico análisis que hace Roberto Pliego de la más reciente obra de Valeria Luiselli  La vida de mis dientes (Sexto piso, 2013). Ambos textos se pueden leer acá y acá.
            Más que ahondar en lo dicho por ambos críticos, o aportar argumentos a favor y en contra de su trabajo, o en favor o en contra de las obras reseñadas  –eso ya lo están haciendo otros-, este texto tiene como intención reflexionar acerca de la actitud del escritor frente la crítica. Como se mencionaba con anterioridad, Los textos de Estrada y Pliego han ocasionado airadas respuestas por parte de los autores, de sus cercanos, e intensos debates acerca de la labor del crítico. 
            Si el lector investiga acerca de Pliego y  Estrada se dará cuenta que ambos saben de lo que hablan. El primero fue por muchos años director de la revista Nexos, mientras que el segundo cuenta con un doctorado de la universidad de Boston y es un erudito en Literatura Medieval.  Ambos, en su labor de análisis, son muy puntillosos con las obras que desmenuzan, y aunque sus estándares parezcan demasiado exigentes –cuestión que, por cierto, es su obligación-, es indudable que exponen sus argumentos de manera clara.
            El crítico literario es, desde siempre,  el más maltratado de los especímenes que habitan el ecosistema de las letras. En general, se le considera un novelista/poeta/cuentista frustrado cuyo talento no alcanza más que para vituperar el trabajo de otros –opinión en la que han coincidido varias de las plumas más notables de la literatura, maltratados en su momento por críticos literarios-. Por el otro lado, al novelista/poeta/cuentista se le considera –o se considera a sí mismo-, infalible y genial. A sus ojos, cada línea que surge de sus manecitas merece ser grabada con letras de oro en los muros de palacio –así sea su lista del mandado-, y cada cuento, historia o verso lo candidatea de inmediato para la posteridad. En  pocas palabras, el creador literario tiene una imagen demasiado etérea de su trabajo, consecuencia tanto de sus propias inseguridades –que se manifiestan en egos hipertrofiados-, como de un entorno que le hace pensar que su talento es innato, que no requiere esforzarse demasiado para producir genialidades y que, en conclusión, es un nuevo Rimbaud o un Mozart del siglo XXI.
            Para quien ejerce otras profesiones además de las letras –como el que esto escribe-, las evaluaciones de trabajo son habituales. El escrutinio, moderado a veces, intenso en otras, malaleche casi siempre, es totalmente natural en trabajos no directamente vinculados a lo creativo. De este lado de la realidad hay estándares que cumplir, horarios y metas de producción. Hay checklists que llenar y parámetros ineludibles que califican la labor del personal como buena o deficiente. Por lo mismo, en tales entornos laborales, una crítica no es tomada como un ataque personal, sino como una opinión que puede ayudar a ser mejores.
            Con los trabajos creativos se tiene un problema en ese sentido: al no tener parámetros objetivos y medibles para calificar un trabajo (cuantitativos, dirían los que saben), se tiene que recurrir a los subjetivos (cualitativos), los cuales no pueden ser demostrados con fórmulas matemáticas, sino que dependen más del bagaje de conocimientos y de los gustos del evaluador). En un análisis literario no hay manera en que un crítico nos muestre una gráfica que especifique el grado de efectividad de nuestra novela o el porcentaje de lirismo en nuestro plaquette de poesía, sino que hay que confiar en las lecturas y el gusto de quien critica. Y eso, el ego de la mayoría de los creadores, no puede soportarlo.
            Sin embargo, hay otros argumentos esgrimidos por los críticos que sí son cuantificables, o por lo menos, demostrables con argumentos. Es el caso de cuando una trama no se sostiene por las incoherencias, omisiones o descuidos del autor: si en una página los protagonistas huyen en un corvette rojo y en la otra van viajando en  ADO; si un personaje que por su construcción no puede tener un léxico demasiado elevado de repente sale con unas reflexiones culteranísimas para su condición –y sin justificación alguna-, o si el protagonista es demasiado brillante/sexy/amoral/ afortunado como para ser creíble –sin que sea parte de una narrativa fantástica-, la culpa es del autor. Y aun así, todos estos errores pueden llegar a perdonarse si el hechizo literario es lo suficientemente poderoso.
            Pero si no, tenemos un serio problema… Problema que el crítico tiene la obligación de señalar.
            Así que, críticas como las de Guillermo Estrada o Roberto Pliego en realidad son sanas, e incluso necesarias, pues más que pretender destruir la carrera de jóvenes promesas de las letras, les dan a estos autores la oportunidad de mejorar su trabajo. Una crítica bien fundamentada siempre será una herramienta de crecimiento si se cuenta con la humildad e hidalguía de recibirla.
        Y por supuesto, siempre serán preferibles a esas otras críticas homogéneas y aburridas, evidentemente negociadas por los departamentos de RP de las grandes editoriales,  que más que análisis literarios parecen salidas de folletos de supermercado. 

Omar Delgado
2014

miércoles, enero 15, 2014

AUTODEFIENDASE USTED MISMO





Para serles sincero, desconfío un poco de los grupos de autodefensa.
            Veo las fotos que aparecen en los medios impresos y digitales. Ahí están, con su armamento de última generación, sus camionetas BMW y Lobo, sus sistemas de radiocomunicación de punta.  Evidentemente, no se equiparon ellos solitos con sus sueldos de jornaleros: ahí alguien metió lana, y mucha.
            He de decirles que también desconfío un poco del doctor Mireles, su líder visible. Tan impostado, con la imagen tan cuidada de revolucionario 2.0 (su sombrero de ala ancha, chaleco antibalas negro, sus radios, sus botas. Un verdadero outfit rebelde que parece escogido por un asesor de imagen). Desconfío también de sus acercamientos a gobernación, su aparente cohabitación con una clase política que es, en el fondo, la responsable de la descomposición social que llevó a la Tierra Caliente a hacerle honor a su nombre. Lo siento: ya no soy el veinteañero que se emocionó con el Subcomandante Marcos y sus proclamas poéticas  El doctor puede tener buenas intenciones –démosle el beneficio de la duda-, pero es indudable que hay alguien que lo coachea desde lo oscurito.
            Además, ese armamento que traen dice mucho. Adquirir en México esa cantidad de armas tan sofisticadas sólo puede hacerse con la anuencia del Ejército. Recuerden: estamos en la época de la NSA y los satélites de espionaje.
Por otro lado, también  considero a estos grupo una respuesta lógica (sea de quien sea), ante el brutal dominio del crimen organizado en Michoacán.
            El mismo concepto de autodefensa me parece peligroso. Recuerdo muy bien que estos grupos, muy coincidentemente, se presentaron ante la sociedad más o menos en la época en la que Enrique Peña Nieto estaba en campaña presidencial. Esos tiempos en los que el actual mandatario prometía crear un Cuerpo de Gendarmería para combatir al imparable crimen organizado, herencia por igual de la inopia cómplice de Vicente Fox que de la imprudencia sociópata de Felipe Calderón.  El concepto de gendarmería siempre me sonó demasiado paramilitar, más cercano a las Camisas Negras de Mussolini  o a los Tonton Macoutes de Papá Doc que a los Carabineros de Chile.  Consideré que serían más bien grupos que se dedicarían a la persecución de la disidencia política y dejarían el combate al crimen en segundo plano.
            A pesar de mis reticencias y dudas, es indudable que el pueblo de Michoacán –como cualquiera en el país-, tiene el derecho irrestricto de organizarse en defensa de sus familias y patrimonio en caso que el estado se vuelva incapaz de garantizarles seguridad.  Siendo que hay regiones enteras en el país en donde el gobierno mexicano ha perdido todo control de la situación –Tamaulipas, Sinaloa, el mencionado Michoacán-, era lógico que en un momento dado la población se iba a arremangar las mangas y a hacer lo que los ineptos gobernantes se negaban a realizar: protegerse de los criminales.
            Los Caballeros Templarios, el grupo que actualmente controla Michoacán tiene características muy particulares que lo hacen especialmente pernicioso: no son un cartel como el de Sinaloa o el del Golfo, ni son un ejército mortífero y eficaz como los zetas. Son un grupo que actúa con la lógica de una secta religiosa –de ahí su cohesión- y que además aspira a ser más que un simple negocio: quiere adquirir funciones de gobierno en sus zonas de influencia. En los municipios en donde mandan –o mandaban-, los Templarios son señores de horca y cuchillo, dispensadores de su muy particular concepto de justicia y constructores de un pacto social que sustituye al del estado.
            Adelanto una hipótesis del origen de las autodefensas: queriendo ensayar otro tipo de combate al crimen, el naciente gobierno de Peña Nieto alentó en un principio el crecimiento de estos grupos. Finalmente, al ser del “pueblo”, tendrían mejor aceptación y apoyo entre la población, y con ellas, paulatinamente, Peña Nieto formaría sus tan sobadas gendarmerías. Considero que, quienes diseñaron la estrategia, no pudieron predecir que las autodefensas se les saldrían de control; no pudieron predecir que mucha buena gente, bien intencionada, valiente y desesperada, se uniría  a estos grupos y les cambiaría su naturaleza. Pronto los líderes quedaron rebasados, y las autodefensas comenzaron a tener una autonomía que el gobierno mexicano no estaba dispuesta a otorgarles.  Finalmente –utilizando la lógica de quienes están en el poder-, quienes combaten a las huestes Templarias pronto se darían cuenta que también podrán combatir al otro crimen organizado: el que se orquesta desde el gobierno. Y eso, señores, no podía tolerarse.  

            Es especialmente perverso que el estado mexicano ahora pretenda desarmar a las autodefensas que antes apapachó, justo en el momento en que los Caballeros Templarios están en retirada. Todo esto, con orquestada campaña mediática que incluyó –but of course- la transmisión mediática de un video editado en donde el doctor Mireles insta a entregar las armas a sus seguidores. Es como si, en lugar de salvaguardar la seguridad de la población, los gobernantes quisieran apoyar a los Caballeros Templarios.
             Todo esto tendrá, por supuesto, con un costo terrible: los narcotraficantes –quienes están en el monte, esperando que las cosas se calmen-, regresarán para hacer una masacre masiva con sus enemigos. Aquellos que formaban parte de los grupos anticrimen, ahora indefensos, quedarían a expensas de las legiones de la Tuta & company. Los templarios –o la mafia que los sustituya- sentará sus reales con todo en las sufridas tierras michoacanas y todo seguirá igual, aunque peor, pues la gente habrá aprendido que el gobierno, entre la gente y los criminales, se entiende mejor con los segundos.
            (Como si no lo supiéramos)
            Veo, sobre todo, un precedente terrible para el país: el inicio de pequeñas guerras intestinas que dejarán al país más ensangrentado de lo que está, pero que, sin embargo, traerán pingues ganancias a los que en este momento les venden armas a ambos bandos. Esos, por supuesto, serán siempre los ganones de esto.
            Mientras, los demás, tendremos que aprender a caminar pecho tierra.

Omar Delgado

2014

viernes, noviembre 08, 2013

LA DICTABLANDA QUE VINO

Fugaz crónica de la fugaz democracia mexicana.  



A mis 38 años, me tocó ser testigo de grandes cambios sociales. Mi generación, quizá como ninguna, fue privilegiada al vivir de cerca algunos de los procesos históricos más trascendentes de los últimos cien años (que es decir mucho en un siglo como el XX, tan generoso de holocaustos, guerras, bombas atómicas y tecnologías revolucionarias). Sin embargo, tengo que decir que tal condición no me satisface. Muy por el contrario, me entristece haber podido constatar que hubo un pasado que, en realidad, fue más luminoso que el futuro que se avecina. 
            A los doce años, por ejemplo, antes de que comprendiera a cabalidad el impacto de lo que pasó,  fui testigo indirecto del fin del régimen comunista y la caída del muro de Berlín. Por supuesto, Mijaíl Gorbachov se me apareció múltiples veces en la pantalla chica, junto con Margaret Tatcher, Ronald Reagan y Juan Pablo II, todos artífices del orden mundial que hoy vivimos (y padecemos). A mi edad, no eran sino ancianos que hablaban de asuntos que para mí eran inasibles; sólo después, cuando las lecturas me dieron los datos suficientes, pude comprender su influencia en el mundo. Como muchos jóvenes, me ilusioné con los postulados del socialismo justo cuando su principal baluarte, la U.R.S.S, se abría al capitalismo y tiraba las estatuas de Lenin y Stalin al basurero de la historia.
            Del lado de México me tocó vivir, por esas mismas épocas, el paulatino ascenso de la (efímera) democracia. En 1988 presencié la creación del Frente Democrático Nacional (FDN) y la construcción de la esperanza: finalmente, el nefasto PRI, el que sesenta años había empobrecido al pueblo (según la narrativa dominante en la clase media urbana), el que había matado a los jóvenes del 68, el que nos había recetado crisis tras crisis y devaluación tras devaluación; el de la mano extendida, el no estamos ni bien ni mal sino todo lo contrario, el del orgullo de mi nepotismo, finalmente parecía desquebrajarse ante el embate de un candidato que, además de tener un extraño carisma en negativo (el mismo que tienen, por ejemplo, las cabezas de la Isla de Pascua), era poseedor de un apellido magnético. Era, pues, hijo de un presidente que tuvo el buen tino de nacionalizar la industria petrolera y convertirse, así, en uno de los grandes superhéroes nacionales: Cuauhtémoc Cárdenas, hijo de Tata Lázaro. Además, había otro candidato de gran arrastre, un empresario sinaloense de nombre Manuel Clouthier, un Santaclós de traje al que apodaban Maquio.
            A la hora de la elección (misma que me pasó de noche, pues en ese momento era yo un puberto que recién entraba a la secundaria) ocurrió entonces como sigue ocurriendo ahora. Maquio, el popular candidato del PAN,  y Cuauhtémoc Cárdenas no se pusieron de acuerdo y atacaron por separado al inefable PRI, quien gracias a esa división pudo orquestar el fraude que impuso al priista Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) y retrasó doce años el proceso democrático.
            Hay que decir que el sexenio de Salinas se caracterizó por un alto y artificial optimismo: durante él empezó masivamente la desincorporación de las empresas paraestatales (TELMEX en primerísimo lugar) al tiempo que se firmó el Tratado de Libre Comercio de Norteamérica (llamado NAFTA o TLC por sus siglas en inglés y en español, respectivamente). Fue una época de propaganda positiva, en donde se retrataba a México como la próxima potencia mundial. Los clasemedieros, al ver que las fronteras se abrían y ya eran capaces de encontrar chocolates Milky Way en las tiendas, lloraron de alegría al pensar que estábamos a punto de ser norteamericanos de facto. Incluso el luego llamado Innombrable (Carlos Salinas), expropió un lema que había surgido durante las acciones tomadas por la sociedad civil en respuesta al temblor de 1985, y con él, creo el programa “Solidaridad”. Este no sería sino uno más de los rostros asistenciales-clientelares del sistema (mismo que después se volvería secretaría de estado).
            Acababa yo de entrar a la universidad cuando pasó lo inimaginable: el primer minuto de 1994, cuando ya nos veíamos cubiertos con la bendición de las barras y las estrellas, aparece en Chiapas el Ejército Zapatista de Liberación Nacional. De repente, ¡Oh, dioses! Ya no éramos un suburbio de San Antonio, sino un país latinoamericano con su propia guerrilla selvática. El también llamado Babalucas (otra vez Salinas), actuó como debía de actuar: envió al Ejército Mexicano a exterminar a los rebeldes. Sólo la repercusión internacional que tuvo el levantamiento y el escrutinio de muchos países interesados en el conflicto evitó que aquello terminara en un nuevo genocidio.
            El EZ… cuantas esperanzas trajo al país; casi tantas como desilusiones brindó después. Antes de volverse la caricatura que actualmente es, el EZLN representó en sus inicios una opción fresca de cambio, alejada de lo electoral, con estrategias innovadoras y, sobre todo, con una causa blindada contra toda crítica: mejorar la situación de los indígenas del país. Su líder, el carismático subcomandante Marcos de inmediato se hizo un mass media superstar que manejaba lo mismo el discurso marxista indigenista que la ironía y el conjunto de símbolos que formaban la resistencia New Age (que aparecería en todo su esplendor, años después, en Detroit). Por un tiempo, el EZ mantuvo a la clase política mexicana a salto de mata, no porque su estrategia bélica fuera efectiva –nunca lo fue, en realidad- sino porque su estrategia mediática, basada en el incipiente Internet, fue impecable.  Desgraciadamente, su propia soberbia lo desgajó: luego de la Caravana Zapatista del 2001, que culminó con una mujer indígena, encapuchada, hablando en el pleno de la cámara de diputados, Marcos le dio un portazo a todos los sectores que en algún momento apoyaron a su movimiento y comenzó a dinamitar las opciones electorales que en algún momento pudieron haber reivindicado y cumplido los Acuerdos de San Andrés.
            Ese mismo 1994 fue el cambio electoral, y el último del primer periodo de gobierno del PRI. Fue también el año de los grandes asesinatos políticos (Luis Donaldo Colosio, en primer lugar, pero también Francisco Luis Massieu y el Cardenal Posadas Ocampo), y de la devaluación que colocaría al Chupacabras (nuevamente, Salinas de Gortari), como el Lex Luthor de la historia mexicana reciente, el maquiavélico líder de un clan de corruptos que planeaba perpetuarse en el poder a través de otras personas y que tuvo que salir por patas ante el descontento y el caos social que su hacer había causado. “Los demonios andan sueltos”, declaró Mario Ruiz Massieu, hermano de uno de los asesinados, y efectivamente, así era el ambiente, azufrado, cargado de tensión e incertidumbre.  Memorables son las imágenes de Raúl Salinas de Gortari en su celda de Almoloya y el patético intento de CSG por hacer presión por medio de una huelga de hambre (Babalucas con chamarrita de borrega, una imagen como para tarjeta navideña).  Sólo la firmeza y malamadre de su sucesor pudieron obligarlo a abandonar el país.
            En  honor a la verdad, hay que decir que la presidencia de Ernesto Zedillo (que corrió de 1994 al 2000), se caracterizó por una paulatina apertura en lo político y en algunos aspectos de lo social. La oposición comenzó a hacerse de la gubernatura de varios estados (aunque, para ser precisos, el primer estado que gobernó la oposición fue durante el sexenio de CSG) y, al final el PRD, apoyando al eterno candidato Cuauhtémoc Cárdenas, ganó el gobierno de la ciudad de México, el segundo más importante del país. En ese tiempo ya uno podía marchar sin miedo a ser reprimido por las calles: la prensa escrita, e incluso algunos canales de televisión como el 40, comenzaban a ejercer una muy saludable crítica y los problemas de abuso de la autoridad policiaca, tan frecuentes en los sexenios anteriores, habían disminuido.
            Sin embargo, hubo el otro lado de la moneda: las matanzas de Acteal y Aguas Blancas no nos permitieron olvidar quienes eran los priistas, y la aprobación del FOBAPROA en 1998 representó el primero de muchos desfalcos y robos que sufrirían los ciudadanos (aún no llegaba la terrible era de los gasolinazos mensuales).

           
Sin embargo, lo que a Ernesto Zedillo le ganó un lugar en la historia fue su papel durante la alternancia. En el año 2000 Vicente Fox, candidato del Partido Acción Nacional (PAN), ganó la presidencia ante el asombro de toda la nación, y su triunfo fue respetado y ratificado por un sonriente Ernesto Zedillo.
            Fox inició su campaña mucho antes de lo que oficialmente lo permitían las leyes. Cuando aún era gobernador de Guanajuato, se fue formando la imagen de ranchero rebelde e intrépido que pelea contra el sistema. Esta propuesta sedujo a mucha gente, incluyendo a algunos que jamás hubieran votado por un candidato claramente vinculado a los sectores más reaccionarios de la sociedad. Vicente Fox, empresario zapatero y productor de legumbres, representaba para muchos mexicanos al self made man norteamericano, el hombre que se hace a sí mismo y crea su riqueza a contra corriente. En este caso, los publicistas del panista ubicaron muy bien a dónde dirigir sus baterías: el PRI, ese anquilosado partido, era el responsable, con su burocracia y su corrupción, de que personas trabajadoras e intrépidas como (aparentemente) Vicente Fox no pudieran prosperar. Muy pronto, con el guanajuatense, la sociedad mexicana se llevó el chasco de su vida.
            He de decir que el discurso que el PAN enarboló en el 2000, ese del Voto Útil y de sacar al PRI de Los Pinos, estuvo a punto de seducirme. Por un momento, me vi tentado a tachar el logo de Acción Nacional cuando voté en esa elección. Por fortuna, mi instinto me hizo elegir al una vez más candidato Cuauhtémoc Cárdenas. Mi elección, tengo que decirlo, aún me enorgullece. (O, por lo menos, no me llena de oprobio)
            En menos de dos años, las pifias, los errores, pero sobre todo, la escandalosa corrupción de Fox y sus allegados (su mujer y sus hijastros en primerísima fila), pronto quitaron la ilusión de la alternancia. Sin embargo, a pesar de todo, en el país se respiraba un ambiente de libertad como nunca lo había habido: las marchas multitudinarias en apoyo al EZLN, al naciente candidato López Obrador, e incluso las que intentaban ponerle un alto a la violencia jamás representaron un riesgo para quien asistía a ellas; el ejercicio de la crítica se realizaba sin miedo a ser encarcelado o levantado por el estado (eso sí, en algunas regiones, el narco no era tan tolerante), y en general en el país se respiraba la esperanza. Incluso se hablaba de una reforma migratoria integral que legalizara a los millones de mexicanos al otro lado de la frontera. Todo eso iba muy bien…hasta el 11 de Septiembre de 2001
            Las torres gemelas. Recuerdo que en el momento en que eran derribadas yo estaba en mi primer año en Iusacell como responsable de una central telefónica. Me llamó el director de mi división directamente y me alertó de que, en cualquier momento, podía haber ataques terroristas o manifestantes antiamericanos a la puerta. Incluso, asignaron seis guaridas armados para la protección de las instalaciones. De ese grado era el ambiente de paranoia que hubo. Por fortuna, en México la rebeldía anti imperialista no pasó a mayores, pero las consecuencias políticas, económicas y de seguridad internacional que ocasionaron los atentados aún las seguiremos sufriendo por décadas. El mundo, casi un paraíso luego de la caída del muro, se había convertido en un campo minado, un terreno agreste en donde asechaban los terroristas dispuestos a matar a cualquiera vinculado al gran Satán estadounidense.
            En México, la vida social se fue descomponiendo poco a poco. La inseguridad creció, primero poco a poco, y después, durante el sexenio de Calderón, exponencialmente. Lo más importante es que, a partir del 2006, debido a los infaustos hechos que ese año ocurrieron, la vida comunitaria en el país se pudrió. Durante el sexenio de Fox la figura del izquierdista Andrés Manuel López Obrador comenzó a imponerse como el seguro sucesor del empresario venido a político. Oriundo de Tabasco, López Obrador se había distinguido como luchador social  y, luego, cuando ejercía como alcalde de la ciudad de México, como un gobernante eficaz.  Fue durante su gestión en que aplicó la pensión universal para ancianos, los planes asistenciales para grupos vulnerables y la digitalización de los trámites de tesorería (lo cual los hizo mucho más eficientes). Por otro lado, AMLO creó la UCM (Universidad de la Ciudad de México, que luego alcanzaría su autonomía)  y el sistema de preparatorias del Distrito Federal. Estas acciones lo hicieron el político más popular del sexenio de Fox. Asustados con tal fenómeno, los sectores allegados al PAN y al entonces presidente le declararon la guerra a todos los niveles: primero, con campañas de desprestigio, luego con un proceso torcido de desafuero que casi lo elimina de la carrera presidencial, y luego, con una campaña de odio como jamás se había visto en el país.  En el 2006, a través de una estrategia de marketing como sólo se había visto en la Alemania nazi o en la España franquista, se vinculó al candidato Obrador con los peores desastres posibles: ascenso del socialismo, nexos con Hugo Chávez, comunismo, crisis, violencia… Al final, para curarse en salud, estos mismos sectores orquestaron un fraude que le dio la victoria por menos de un punto porcentual en los votos al candidato del PAN, Felipe Calderón.
            Si hay un sexenio que pueda llamarse negro, es el del michoacano. Impuesto a la fuerza, Felipe Calderón decidió legitimarse en el poder por medio de una guerra contra el narco que lo único que hizo fue cambiar la correlación de fuerzas entre carteles y expandir la violencia a niveles no vistos en el país desde la revolución. México pronto se convirtió en un matadero y las víctimas, cuando no eran policías o soldados, eran de inmediatos catalogadas como “delincuentes”. Al mismo tiempo, el grupo allegado al panista hizo de la corrupción un arte mayor: las fortunas de jóvenes secretarios y subsecretarios se hicieron noticia de todos los días ante el azoro y la furia del ciudadano común.  No ahondaré en detalles de todos conocidos; sólo diré que el ejercicio del poder del michoacano fue tan terrible que el elector prefirió regresar a lo que doce años antes había enviado a la basura eligiendo un gobernante emanado del Partido Revolucionario Institucional, Enrique Peña Nieto.
            Mención especial en el panteón del oprobio merece el ex mandatario Vicente Fox. Él, quien en el 2000 había presumido de haber sacado al “PRI de Los Pinos”, doce años después abiertamente hizo campaña para que el tricolor regresara al poder.  El vaquero de las botas, el self made man mexicano, encontró más cómodo acurrucarse bajo las negras alas de la corrupción.
            En este momento, Noviembre del 2013, estamos a menos de un mes de que el nuevo priato cumpla su primer aniversario, y las cosas, increíblemente, se pusieron peor que con Felipe Calderón (quien vive plácidamente en Estados Unidos, rodeado de cincuenta guardaespaldas pagados por el estado mexicano). Ahora no podemos manifestarnos sin el temor de que los provocadores –viejos conocidos de hace décadas-, inicien la violencia y justifiquen la represión policiaca (que ya se hizo sistemática), el crimen organizado es ya imparable, y el del orden común va en espeluznante aumento. Cada día que pasa, además, se pasan leyes e iniciativas que tienen como fin único saquear los pocos bienes de la nación que quedan (es decir, venderlos a particulares), se justifica un modelo represivo consistente en restar derechos al ciudadano de calle al tiempo que se blindan los privilegios de las clases acomodadas. En los estados del norte ya se habla de secesión, y en algunos estados sureños como Michoacán hay ya un cuadro de abierta rebelión social. Aquellos que pensaban que el PRI, con su dominio en las más sucias artimañas de gobierno, controlaría la situación, ahora se mesan los cabellos al ver la pradera arder.  Más grave aún: a todos los niveles, en todos lados, desde las escuelas hasta las oficinas, y desde el gobierno hasta la IP, la vida social se ha vuelto terriblemente áspera. Hay actualmente, por todos lados, una mística del poder por medio de la fuerza y del odio como motor válido para la conducta. Estamos, parafraseando un clásico, en la época del “haiga sido como haiga sido”.
            Otra vez, luego de ese periodo de quince años en donde, a pesar de todo, nos tocó vivir un periodo de libertad y de relativa tranquilidad, se ha ido para siempre. Ahora, estamos nuevamente en una dictadura disfrazada de democracia. Y lo peor es que quizá, ahora la dictadura vive dentro de nosotros.
            Cute.
Omar Delgado
2013





viernes, octubre 18, 2013

TUS AMORES PERROS


 Desde la primera plana de La Prensa, esa publicación de altísima cultura, nos abofetea la imagen: el cadáver de un indigente, ya en el rigor mortis, acompañado fielmente de su perro, un criollo de color blanco con café. El encabezado no dejaba lugar a dudas: FIEL HASTA LA MUERTE. Ahí estaba, la gran historia: El animalillo, prototipo del guardián fiel, esperando inútilmente que su amo se espabilara para buscar algo de comer en la basura; el huérfano cánido que había perdido a su líder humano y que mostraba al mundo su duelo.
            Por supuesto, en las redes sociales, la imagen se hizo viral. Replicada una y otra vez en los muros de Facebook, enviada segundo tras segundo en tuits, el animalillo se hizo muy rápidamente una superstar mediática. De inmediato surgieron montones de asociaciones, congregaciones y samaritanos dispuestos a donar alimento, agua y medicina para que el can no pasara hambres ni fríos. Y más de uno, por supuesto, ofreció su hogar como refugio.
            Hasta ahí, excelente. Una sociedad movilizada por una noble causa. Entonces ¿Por qué el asunto me causa tanta incomodidad?
            Ah… Quizá porque al lado yacía un ser humano del que nadie se ocupó y que, para efectos de tanto bienhechor y bienpensante, tenía el mismo valor que una pila de periódicos o un costal de latas de aluminio, Ahí, junto al perro, estaba un hombre que murió en las calles de lo mismo que mueren todos los días teporochos, vagabundos y enfermos mentales: de hambre, de frío, de enfermedad y abandono. Un naufrago del asfalto que ni siquiera en la muerte logró adquirir un poco de importancia social, pues quedó como simple apostilla de la narración principal del noble can.  
            Esa historia tiene, a mi parecer, otras resonancias muy poco edificántes: muestra a una sociedad tan dispuesta a proteger a los animales como a ignorar a sus semejantes. Deja claro que hay un buen número de  hombres y mujeres que, al mismo tiempo que son capaces de gastar un tercio de sus ingresos en rescatar perros callejeros, muestran en la vida cotidiana una feroz indiferencia contra el pobre, el indígena, el marginado. Un grupo que, curiosamente, puede ejercer la empatía a voluntad.
            Peculiar grupo los Animal Lovers: sus esfuerzos por proteger a las mascotas es inversamente proporcional a su compasión por el género humano. Se pueden conmover hasta las lágrimas por las corridas de toros y las peleas de perros (negocios repugnantes, eso ni dudarlo), pero que al mismo tiempo pueden permanecer impávidos cuando se encuentra una fosa clandestina con más de setenta inmigrantes asesinados a sangre fría o, en un contexto mucho más inmediato, ante la miseria de los pobres urbanos.
            No critico, por supuesto, su compromiso con los animales (yo mismo tengo cinco perros), sino que me parece ilógico que exista tal dislocación en su conciencia.
             Hay algo muy siniestro en esas actitudes, un grado de sociopatía que se oculta detrás de esos esfuerzos frenéticos por impedir cualquier maltrato animal. El perfil de los protectores de animales (no de todos, aclaremos) me recuerda muchísimo al que manifestaban los nazis que eran juzgados en Nuremberg: hombres y mujeres perfectamente funcionales, buenos ciudadanos, amorosos padres y esposos que al llegar al lugar de trabajo no tenían ningún escrúpulo al enviar a millones de personas a las cámaras de gas.  No es muy distinto de ellos alguien que pide que se reprima con brutalidad a los manifestantes que se topa camino al trabajo mientras piensa en los perros que rescatará durante su fin de semana.
            Y no es que yo, por supuesto, sea perfecto: me fastidian en ocasiones los limpiaparabrisas que sin solicitarlo me llenan el vidrio de jabón y mando sin dudarlo a chingar a su madre a los indigentes que en el transporte público salen con la consabida frase “En lugar de estarles robando su cartera o su monedero, les vengo a pedir..”. Sin embargo, cuando veo alguien tirado en la calle, por lo menos me acerco para ver si sigue respirando…  Si lo veo con problemas, le hablo, trato de ver si está bien. Si veo un anciano o un minusválido, intento darle un poco de comida o agua, o si me encuentro con algún homeless ya muy desnudo, le busco algo de ropa vieja en mi armario para que no pase tantos fríos. No es que sea yo un gran ser humano. Es sólo que, pienso que de estar yo en una situación semejante, me gustaría que alguien me alivianara, o que por lo menos me hiciera sentir como un ser humano y no parte del mobiliario callejero.
            No resta sino concluir estas reflexiones con cierta frase áurea que me regalaron cuando compartí la imagen del perro en una red social. En los comentarios, un contacto muy orondo declaró: “¿Y qué? El indigente por lo menos puede buscar lo suyo [¿En serio? ¿Y qué tal si era un enfermo mental incapaz de trabajar o un anciano al que ya nadie emplea?. N. del A.]… La verdad prefiero al perro que al indigente, y no es indiferencia, es preferencia”
             Más preocupación por el prójimo, imposible.

Omar Delgado
2013.


jueves, julio 25, 2013

RÁPIDA CRÓNICA DE UN ASALTO FRUSTRADO



(No, ésta no fue la llave china que me aplicaron)
6:58:11
Caminaba por una calle que desemboca a Av. Vallejo luego de una de esas noches de trabajo en la que uno no conoce asiento. Agotado, pero  satisfecho, pretendía tomar el Metrobus que me llevaría rumbo al sur, a la Colonia Condesa, en el centro del Distrito Federal. Pensaba en la novela que estoy corrigiendo, misma que, espero se convierta en la tercera que conozca imprenta, en los personajes y sus cuitas, en los tiempos verbales, la ortografía; también pensaba en el trabajo, en mi jefe, y en sus cada vez menos imaginativas tretas de hacerme sentir incómodo y obligarme a renunciar. Sí, ya me había quitado el automóvil utilitario dos veces a pesar de cubrir el turno nocturno; ya me había sobrecargado de labores, y me había escogido las más pesadas; ya me había impuesto estándares inalcanzables para evaluarme con el fin de desalentarme y hacerme desistir. Pobrecito, tan insignificante; seguro traga bilis al ver que, a pesar de todo, ni me amargo el ánimo ni pierdo la oportunidad de exhibir sus estupideces (labor que me lleva más tiempo que todo lo que me asigna).

6:58:15
Es cuando inicia: alguien me pasa el brazo por debajo del cuello. En un principio asumo que es una broma. Incluso trato de ver al atacante esperando ver una cara sonriente y amiga. Entonces pienso: Pero si por aquí no tengo ningún cuate. El abrazo no afloja; al contrario, se vuelve más intenso. Me cuesta trabajo respirar. Un chinero, pensé. Alzo el brazo y descargo mi codo sobre su estómago, una, dos, tres veces. A la cuarta, afloja un poco, me suelta, pero se afianza de mi cola de caballo y de la correa de mi portafolio ─que llevo cruzada al cuello─. Yo lo tomo de los hombros y le doy un golpe en el estómago. Trastabilla, pero no afloja, la correa me comienza a cortar la respiración. Jala otra vez y rodamos por el piso.
                                                                      (Ésta sí)
6: 58:25.
Quedo encima de él, lo observo bien. Es moreno, peinado a cepillo. La boca apretada, feroz. Los ojos, negros y predadores. Lleva una camisa de la selección nacional. Seguimos en el abrazo. Con la mano derecha le doy puñetazos en el riñón. Su tono muscular es el de un deportista. Seguro es un futbolista llanero que atraca en sus tiempos libres, uno que, frustrado por el juego de la Decepción Naconal, intentaba desquitar su coraje conmigo y, de paso, hacerse de unos pesos. Aprieta más la correa, se me nubla la vista. Estiro el brazo y alcanzo su rostro. Afianzo su oreja, la retuerzo, gruñe. Me concentro, visualizo en el rostro del atacante la cara lechosa de mi jefe. Con el pulgar, alcanzo su ojo izquierdo, lo siento acuoso, blando. Empujo el globo dentro de la cuenca. Grita, me suelta y nos ponemos en pie como si tuviéramos resortes en las rodillas. Seguimos trenzados. Sangra del ojo, yo suelto la correa de mi portafolios, se libera, corre con mi portafolios en la mano, pero a los dos pasos lo deja caer. Con la mano se cubre el rostro, entra a un callejón. Pienso en un momento en perseguirlo. Veo que mis lápices y plumas se han desparramado por el piso, los recojo. El instinto me alerta. Güey, vete de aquí… ¿Y si fue por un arma?¿Y si fue por su banda? Corro hasta llegar a Avenida Vallejo.  Distingo un camión que va hacia Politécnico, pienso por un momento en subirme a él, pero luego me tranquilizo. No hay pedo, ya pasó. Cruzo la avenida con rumbo al Metrobus mirando por encima del hombro a ver si mi atacante no me sigue. Nada. Acelero el paso.  
            Me amanece un día más de vida. Bienvenido sea.

Omar Delgado
2013