miércoles, febrero 26, 2014

DE CRÍTICOS Y CANCIONES




En días recientes, el trabajo de dos críticos literarios ha levantado polémicas diversas. Por un lado, la opinión de Guillermo Espinosa acerca de la obra de cuatro jóvenes prosistas: Susana Iglesias con su Señorita Vodka (Tusquets, 2013), Fernanda Melchor con Falsa liebre (Almadía, 2013), Omar Nieto con Las mujeres matan mejor  (Joaquín Mortiz, 2013) y Carlos Velázquez con El Karma de Vivir al Norte (Ediciones Sexto Piso, 2013), y por otro lado, el cáustico análisis que hace Roberto Pliego de la más reciente obra de Valeria Luiselli  La vida de mis dientes (Sexto piso, 2013). Ambos textos se pueden leer acá y acá.
            Más que ahondar en lo dicho por ambos críticos, o aportar argumentos a favor y en contra de su trabajo, o en favor o en contra de las obras reseñadas  –eso ya lo están haciendo otros-, este texto tiene como intención reflexionar acerca de la actitud del escritor frente la crítica. Como se mencionaba con anterioridad, Los textos de Estrada y Pliego han ocasionado airadas respuestas por parte de los autores, de sus cercanos, e intensos debates acerca de la labor del crítico. 
            Si el lector investiga acerca de Pliego y  Estrada se dará cuenta que ambos saben de lo que hablan. El primero fue por muchos años director de la revista Nexos, mientras que el segundo cuenta con un doctorado de la universidad de Boston y es un erudito en Literatura Medieval.  Ambos, en su labor de análisis, son muy puntillosos con las obras que desmenuzan, y aunque sus estándares parezcan demasiado exigentes –cuestión que, por cierto, es su obligación-, es indudable que exponen sus argumentos de manera clara.
            El crítico literario es, desde siempre,  el más maltratado de los especímenes que habitan el ecosistema de las letras. En general, se le considera un novelista/poeta/cuentista frustrado cuyo talento no alcanza más que para vituperar el trabajo de otros –opinión en la que han coincidido varias de las plumas más notables de la literatura, maltratados en su momento por críticos literarios-. Por el otro lado, al novelista/poeta/cuentista se le considera –o se considera a sí mismo-, infalible y genial. A sus ojos, cada línea que surge de sus manecitas merece ser grabada con letras de oro en los muros de palacio –así sea su lista del mandado-, y cada cuento, historia o verso lo candidatea de inmediato para la posteridad. En  pocas palabras, el creador literario tiene una imagen demasiado etérea de su trabajo, consecuencia tanto de sus propias inseguridades –que se manifiestan en egos hipertrofiados-, como de un entorno que le hace pensar que su talento es innato, que no requiere esforzarse demasiado para producir genialidades y que, en conclusión, es un nuevo Rimbaud o un Mozart del siglo XXI.
            Para quien ejerce otras profesiones además de las letras –como el que esto escribe-, las evaluaciones de trabajo son habituales. El escrutinio, moderado a veces, intenso en otras, malaleche casi siempre, es totalmente natural en trabajos no directamente vinculados a lo creativo. De este lado de la realidad hay estándares que cumplir, horarios y metas de producción. Hay checklists que llenar y parámetros ineludibles que califican la labor del personal como buena o deficiente. Por lo mismo, en tales entornos laborales, una crítica no es tomada como un ataque personal, sino como una opinión que puede ayudar a ser mejores.
            Con los trabajos creativos se tiene un problema en ese sentido: al no tener parámetros objetivos y medibles para calificar un trabajo (cuantitativos, dirían los que saben), se tiene que recurrir a los subjetivos (cualitativos), los cuales no pueden ser demostrados con fórmulas matemáticas, sino que dependen más del bagaje de conocimientos y de los gustos del evaluador). En un análisis literario no hay manera en que un crítico nos muestre una gráfica que especifique el grado de efectividad de nuestra novela o el porcentaje de lirismo en nuestro plaquette de poesía, sino que hay que confiar en las lecturas y el gusto de quien critica. Y eso, el ego de la mayoría de los creadores, no puede soportarlo.
            Sin embargo, hay otros argumentos esgrimidos por los críticos que sí son cuantificables, o por lo menos, demostrables con argumentos. Es el caso de cuando una trama no se sostiene por las incoherencias, omisiones o descuidos del autor: si en una página los protagonistas huyen en un corvette rojo y en la otra van viajando en  ADO; si un personaje que por su construcción no puede tener un léxico demasiado elevado de repente sale con unas reflexiones culteranísimas para su condición –y sin justificación alguna-, o si el protagonista es demasiado brillante/sexy/amoral/ afortunado como para ser creíble –sin que sea parte de una narrativa fantástica-, la culpa es del autor. Y aun así, todos estos errores pueden llegar a perdonarse si el hechizo literario es lo suficientemente poderoso.
            Pero si no, tenemos un serio problema… Problema que el crítico tiene la obligación de señalar.
            Así que, críticas como las de Guillermo Estrada o Roberto Pliego en realidad son sanas, e incluso necesarias, pues más que pretender destruir la carrera de jóvenes promesas de las letras, les dan a estos autores la oportunidad de mejorar su trabajo. Una crítica bien fundamentada siempre será una herramienta de crecimiento si se cuenta con la humildad e hidalguía de recibirla.
        Y por supuesto, siempre serán preferibles a esas otras críticas homogéneas y aburridas, evidentemente negociadas por los departamentos de RP de las grandes editoriales,  que más que análisis literarios parecen salidas de folletos de supermercado. 

Omar Delgado
2014

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