En
días recientes, el trabajo de dos críticos literarios ha levantado polémicas
diversas. Por un lado, la opinión de Guillermo Espinosa acerca de la obra de
cuatro jóvenes prosistas: Susana Iglesias con su Señorita Vodka (Tusquets, 2013), Fernanda Melchor con Falsa liebre (Almadía, 2013), Omar Nieto
con Las mujeres matan mejor (Joaquín Mortiz, 2013) y Carlos Velázquez con
El Karma de Vivir al Norte (Ediciones
Sexto Piso, 2013), y por otro lado, el cáustico análisis que hace Roberto
Pliego de la más reciente obra de Valeria Luiselli La vida de mis dientes (Sexto piso, 2013).
Ambos textos se pueden leer acá y acá.
Más que ahondar en lo dicho por
ambos críticos, o aportar argumentos a favor y en contra de su trabajo, o en favor o en contra de las obras reseñadas –eso ya lo
están haciendo otros-, este texto tiene como intención reflexionar acerca de la
actitud del escritor frente la crítica. Como se mencionaba con
anterioridad, Los textos de Estrada y Pliego han ocasionado airadas
respuestas por parte de los autores, de sus cercanos, e intensos debates acerca de la labor del crítico.
Si el lector investiga acerca de
Pliego y Estrada se dará cuenta que
ambos saben de lo que hablan. El primero fue por muchos años director de la
revista Nexos, mientras que el
segundo cuenta con un doctorado de la universidad de Boston y es un erudito en
Literatura Medieval. Ambos, en su labor
de análisis, son muy puntillosos con las obras que desmenuzan, y aunque sus estándares
parezcan demasiado exigentes –cuestión que, por cierto, es su obligación-, es
indudable que exponen sus argumentos de manera clara.
El crítico literario es, desde
siempre, el más maltratado de los
especímenes que habitan el ecosistema de las letras. En general, se le
considera un novelista/poeta/cuentista
frustrado cuyo talento no alcanza más que para vituperar el trabajo de otros
–opinión en la que han coincidido varias de las plumas más notables de la
literatura, maltratados en su momento por críticos literarios-. Por el otro
lado, al novelista/poeta/cuentista se
le considera –o se considera a sí mismo-, infalible y genial. A sus ojos, cada
línea que surge de sus manecitas merece ser grabada con letras de oro en los
muros de palacio –así sea su lista del mandado-, y cada cuento, historia o
verso lo candidatea de inmediato para la posteridad. En pocas palabras, el creador literario tiene
una imagen demasiado etérea de su trabajo, consecuencia tanto de sus propias
inseguridades –que se manifiestan en egos hipertrofiados-, como de un entorno
que le hace pensar que su talento es innato, que no requiere esforzarse
demasiado para producir genialidades y que, en conclusión, es un nuevo Rimbaud
o un Mozart del siglo XXI.
Para quien ejerce otras profesiones
además de las letras –como el que esto escribe-, las evaluaciones de trabajo
son habituales. El escrutinio, moderado a veces, intenso en otras, malaleche
casi siempre, es totalmente natural en trabajos no directamente vinculados a lo
creativo. De este lado de la realidad hay estándares que cumplir, horarios y
metas de producción. Hay checklists que
llenar y parámetros ineludibles que califican la labor del personal como buena
o deficiente. Por lo mismo, en tales entornos laborales, una crítica no es
tomada como un ataque personal, sino como una opinión que puede ayudar a ser
mejores.
Con los trabajos creativos se tiene
un problema en ese sentido: al no tener parámetros objetivos y medibles para
calificar un trabajo (cuantitativos, dirían los que saben), se tiene que
recurrir a los subjetivos (cualitativos), los cuales no pueden ser demostrados
con fórmulas matemáticas, sino que dependen más del bagaje de conocimientos y de
los gustos del evaluador). En un análisis literario no hay manera en que un
crítico nos muestre una gráfica que especifique el grado de efectividad de
nuestra novela o el porcentaje de lirismo en nuestro plaquette de poesía, sino que hay que confiar en las lecturas y el
gusto de quien critica. Y eso, el ego de la mayoría de los creadores, no puede
soportarlo.
Sin embargo, hay otros argumentos
esgrimidos por los críticos que sí son cuantificables, o por lo menos, demostrables con argumentos. Es el
caso de cuando una trama no se sostiene por las incoherencias, omisiones o
descuidos del autor: si en una página los protagonistas huyen en un corvette rojo y en la otra van viajando
en ADO; si un personaje que por su
construcción no puede tener un léxico demasiado elevado de repente sale con
unas reflexiones culteranísimas para su condición –y sin justificación alguna-,
o si el protagonista es demasiado brillante/sexy/amoral/
afortunado como para ser creíble –sin que sea parte de una narrativa
fantástica-, la culpa es del autor. Y aun así, todos estos errores pueden
llegar a perdonarse si el hechizo literario es lo suficientemente poderoso.
Pero si no, tenemos un serio
problema… Problema que el crítico tiene la obligación de señalar.
Así
que, críticas como las de Guillermo Estrada o Roberto Pliego en realidad son
sanas, e incluso necesarias, pues más que pretender destruir la carrera de jóvenes promesas de las
letras, les dan a estos autores la
oportunidad de mejorar su trabajo. Una crítica bien fundamentada siempre será una
herramienta de crecimiento si se cuenta con la humildad e hidalguía de
recibirla.
Y
por supuesto, siempre serán preferibles a esas otras críticas homogéneas y aburridas, evidentemente negociadas por los departamentos de RP de las grandes editoriales, que más que análisis literarios parecen salidas de folletos de supermercado.
Omar Delgado
2014
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