jueves, julio 25, 2013

RÁPIDA CRÓNICA DE UN ASALTO FRUSTRADO



(No, ésta no fue la llave china que me aplicaron)
6:58:11
Caminaba por una calle que desemboca a Av. Vallejo luego de una de esas noches de trabajo en la que uno no conoce asiento. Agotado, pero  satisfecho, pretendía tomar el Metrobus que me llevaría rumbo al sur, a la Colonia Condesa, en el centro del Distrito Federal. Pensaba en la novela que estoy corrigiendo, misma que, espero se convierta en la tercera que conozca imprenta, en los personajes y sus cuitas, en los tiempos verbales, la ortografía; también pensaba en el trabajo, en mi jefe, y en sus cada vez menos imaginativas tretas de hacerme sentir incómodo y obligarme a renunciar. Sí, ya me había quitado el automóvil utilitario dos veces a pesar de cubrir el turno nocturno; ya me había sobrecargado de labores, y me había escogido las más pesadas; ya me había impuesto estándares inalcanzables para evaluarme con el fin de desalentarme y hacerme desistir. Pobrecito, tan insignificante; seguro traga bilis al ver que, a pesar de todo, ni me amargo el ánimo ni pierdo la oportunidad de exhibir sus estupideces (labor que me lleva más tiempo que todo lo que me asigna).

6:58:15
Es cuando inicia: alguien me pasa el brazo por debajo del cuello. En un principio asumo que es una broma. Incluso trato de ver al atacante esperando ver una cara sonriente y amiga. Entonces pienso: Pero si por aquí no tengo ningún cuate. El abrazo no afloja; al contrario, se vuelve más intenso. Me cuesta trabajo respirar. Un chinero, pensé. Alzo el brazo y descargo mi codo sobre su estómago, una, dos, tres veces. A la cuarta, afloja un poco, me suelta, pero se afianza de mi cola de caballo y de la correa de mi portafolio ─que llevo cruzada al cuello─. Yo lo tomo de los hombros y le doy un golpe en el estómago. Trastabilla, pero no afloja, la correa me comienza a cortar la respiración. Jala otra vez y rodamos por el piso.
                                                                      (Ésta sí)
6: 58:25.
Quedo encima de él, lo observo bien. Es moreno, peinado a cepillo. La boca apretada, feroz. Los ojos, negros y predadores. Lleva una camisa de la selección nacional. Seguimos en el abrazo. Con la mano derecha le doy puñetazos en el riñón. Su tono muscular es el de un deportista. Seguro es un futbolista llanero que atraca en sus tiempos libres, uno que, frustrado por el juego de la Decepción Naconal, intentaba desquitar su coraje conmigo y, de paso, hacerse de unos pesos. Aprieta más la correa, se me nubla la vista. Estiro el brazo y alcanzo su rostro. Afianzo su oreja, la retuerzo, gruñe. Me concentro, visualizo en el rostro del atacante la cara lechosa de mi jefe. Con el pulgar, alcanzo su ojo izquierdo, lo siento acuoso, blando. Empujo el globo dentro de la cuenca. Grita, me suelta y nos ponemos en pie como si tuviéramos resortes en las rodillas. Seguimos trenzados. Sangra del ojo, yo suelto la correa de mi portafolios, se libera, corre con mi portafolios en la mano, pero a los dos pasos lo deja caer. Con la mano se cubre el rostro, entra a un callejón. Pienso en un momento en perseguirlo. Veo que mis lápices y plumas se han desparramado por el piso, los recojo. El instinto me alerta. Güey, vete de aquí… ¿Y si fue por un arma?¿Y si fue por su banda? Corro hasta llegar a Avenida Vallejo.  Distingo un camión que va hacia Politécnico, pienso por un momento en subirme a él, pero luego me tranquilizo. No hay pedo, ya pasó. Cruzo la avenida con rumbo al Metrobus mirando por encima del hombro a ver si mi atacante no me sigue. Nada. Acelero el paso.  
            Me amanece un día más de vida. Bienvenido sea.

Omar Delgado
2013

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