Desde
la primera plana de La Prensa, esa
publicación de altísima cultura, nos abofetea la imagen: el cadáver de un indigente,
ya en el rigor mortis, acompañado
fielmente de su perro, un criollo de color blanco con café. El encabezado no dejaba lugar
a dudas: FIEL HASTA LA MUERTE. Ahí estaba, la gran historia: El animalillo,
prototipo del guardián fiel, esperando inútilmente que su amo se espabilara
para buscar algo de comer en la basura; el huérfano cánido que había perdido a
su líder humano y que mostraba al mundo su duelo.
Por supuesto, en las redes sociales,
la imagen se hizo viral. Replicada una y otra vez en los muros de Facebook,
enviada segundo tras segundo en tuits,
el animalillo se hizo muy rápidamente una superstar
mediática. De inmediato surgieron montones de asociaciones, congregaciones
y samaritanos dispuestos a donar alimento, agua y medicina para que el can no pasara hambres ni fríos. Y más de uno, por supuesto, ofreció su
hogar como refugio.
Hasta ahí, excelente. Una sociedad
movilizada por una noble causa. Entonces ¿Por qué el asunto me causa tanta
incomodidad?
Ah… Quizá porque al lado yacía un
ser humano del que nadie se ocupó y que, para efectos de tanto bienhechor y
bienpensante, tenía el mismo valor que una pila de periódicos o un costal de
latas de aluminio, Ahí, junto al perro, estaba un hombre que murió en las
calles de lo mismo que mueren todos los días teporochos, vagabundos y enfermos
mentales: de hambre, de frío, de enfermedad y abandono. Un naufrago del asfalto
que ni siquiera en la muerte logró adquirir un poco de importancia social, pues
quedó como simple apostilla de la narración principal del noble can.
Esa historia tiene, a mi parecer, otras
resonancias muy poco edificántes: muestra a una sociedad tan dispuesta a
proteger a los animales como a ignorar a sus semejantes. Deja claro que hay un
buen número de hombres y mujeres que, al
mismo tiempo que son capaces de gastar un tercio de sus ingresos en rescatar
perros callejeros, muestran en la vida cotidiana una feroz indiferencia contra
el pobre, el indígena, el marginado. Un grupo que, curiosamente, puede ejercer
la empatía a voluntad.
Peculiar grupo los Animal Lovers: sus esfuerzos por
proteger a las mascotas es inversamente proporcional a su compasión por el
género humano. Se pueden conmover hasta las lágrimas por las corridas de toros y las peleas de
perros (negocios repugnantes, eso ni dudarlo), pero que al mismo tiempo pueden
permanecer impávidos cuando se encuentra una fosa clandestina con más de
setenta inmigrantes asesinados a sangre fría o, en un contexto mucho más
inmediato, ante la miseria de los pobres urbanos.
No critico, por supuesto, su compromiso
con los animales (yo mismo tengo cinco perros), sino que me parece ilógico que
exista tal dislocación en su conciencia.
Hay algo muy siniestro en esas actitudes, un
grado de sociopatía que se oculta detrás de esos esfuerzos frenéticos por
impedir cualquier maltrato animal. El perfil de los protectores de animales (no
de todos, aclaremos) me recuerda muchísimo al que manifestaban los nazis que
eran juzgados en Nuremberg: hombres y mujeres perfectamente funcionales, buenos
ciudadanos, amorosos padres y esposos que al llegar al lugar de trabajo no
tenían ningún escrúpulo al enviar a millones de personas a las cámaras de gas. No es muy distinto de ellos alguien que pide
que se reprima con brutalidad a los manifestantes que se topa camino al trabajo mientras piensa en los perros que rescatará durante su fin de semana.
Y no es que yo, por supuesto, sea
perfecto: me fastidian en ocasiones los limpiaparabrisas que sin solicitarlo me
llenan el vidrio de jabón y mando sin dudarlo a chingar a su madre a los indigentes que en
el transporte público salen con la consabida frase “En lugar de estarles
robando su cartera o su monedero, les vengo a pedir..”. Sin embargo, cuando veo
alguien tirado en la calle, por lo menos me acerco para ver si sigue
respirando… Si lo veo con problemas, le
hablo, trato de ver si está bien. Si veo un anciano o un minusválido, intento
darle un poco de comida o agua, o si me encuentro con algún homeless ya muy desnudo, le busco algo
de ropa vieja en mi armario para que no pase tantos fríos. No es que sea yo un
gran ser humano. Es sólo que, pienso que de estar yo en una situación
semejante, me gustaría que alguien me alivianara, o que por lo
menos me hiciera sentir como un ser humano y no parte del mobiliario callejero.
No resta sino concluir estas
reflexiones con cierta frase áurea que me regalaron cuando compartí la imagen
del perro en una red social. En los comentarios, un contacto muy orondo
declaró: “¿Y qué? El indigente por lo menos puede buscar lo suyo [¿En serio? ¿Y qué tal si era un enfermo
mental incapaz de trabajar o un anciano al que ya nadie emplea?. N. del A.]…
La verdad prefiero al perro que al indigente, y no es indiferencia, es
preferencia”
Más preocupación por el prójimo, imposible.
Omar Delgado
2013.
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