viernes, octubre 18, 2013

TUS AMORES PERROS


 Desde la primera plana de La Prensa, esa publicación de altísima cultura, nos abofetea la imagen: el cadáver de un indigente, ya en el rigor mortis, acompañado fielmente de su perro, un criollo de color blanco con café. El encabezado no dejaba lugar a dudas: FIEL HASTA LA MUERTE. Ahí estaba, la gran historia: El animalillo, prototipo del guardián fiel, esperando inútilmente que su amo se espabilara para buscar algo de comer en la basura; el huérfano cánido que había perdido a su líder humano y que mostraba al mundo su duelo.
            Por supuesto, en las redes sociales, la imagen se hizo viral. Replicada una y otra vez en los muros de Facebook, enviada segundo tras segundo en tuits, el animalillo se hizo muy rápidamente una superstar mediática. De inmediato surgieron montones de asociaciones, congregaciones y samaritanos dispuestos a donar alimento, agua y medicina para que el can no pasara hambres ni fríos. Y más de uno, por supuesto, ofreció su hogar como refugio.
            Hasta ahí, excelente. Una sociedad movilizada por una noble causa. Entonces ¿Por qué el asunto me causa tanta incomodidad?
            Ah… Quizá porque al lado yacía un ser humano del que nadie se ocupó y que, para efectos de tanto bienhechor y bienpensante, tenía el mismo valor que una pila de periódicos o un costal de latas de aluminio, Ahí, junto al perro, estaba un hombre que murió en las calles de lo mismo que mueren todos los días teporochos, vagabundos y enfermos mentales: de hambre, de frío, de enfermedad y abandono. Un naufrago del asfalto que ni siquiera en la muerte logró adquirir un poco de importancia social, pues quedó como simple apostilla de la narración principal del noble can.  
            Esa historia tiene, a mi parecer, otras resonancias muy poco edificántes: muestra a una sociedad tan dispuesta a proteger a los animales como a ignorar a sus semejantes. Deja claro que hay un buen número de  hombres y mujeres que, al mismo tiempo que son capaces de gastar un tercio de sus ingresos en rescatar perros callejeros, muestran en la vida cotidiana una feroz indiferencia contra el pobre, el indígena, el marginado. Un grupo que, curiosamente, puede ejercer la empatía a voluntad.
            Peculiar grupo los Animal Lovers: sus esfuerzos por proteger a las mascotas es inversamente proporcional a su compasión por el género humano. Se pueden conmover hasta las lágrimas por las corridas de toros y las peleas de perros (negocios repugnantes, eso ni dudarlo), pero que al mismo tiempo pueden permanecer impávidos cuando se encuentra una fosa clandestina con más de setenta inmigrantes asesinados a sangre fría o, en un contexto mucho más inmediato, ante la miseria de los pobres urbanos.
            No critico, por supuesto, su compromiso con los animales (yo mismo tengo cinco perros), sino que me parece ilógico que exista tal dislocación en su conciencia.
             Hay algo muy siniestro en esas actitudes, un grado de sociopatía que se oculta detrás de esos esfuerzos frenéticos por impedir cualquier maltrato animal. El perfil de los protectores de animales (no de todos, aclaremos) me recuerda muchísimo al que manifestaban los nazis que eran juzgados en Nuremberg: hombres y mujeres perfectamente funcionales, buenos ciudadanos, amorosos padres y esposos que al llegar al lugar de trabajo no tenían ningún escrúpulo al enviar a millones de personas a las cámaras de gas.  No es muy distinto de ellos alguien que pide que se reprima con brutalidad a los manifestantes que se topa camino al trabajo mientras piensa en los perros que rescatará durante su fin de semana.
            Y no es que yo, por supuesto, sea perfecto: me fastidian en ocasiones los limpiaparabrisas que sin solicitarlo me llenan el vidrio de jabón y mando sin dudarlo a chingar a su madre a los indigentes que en el transporte público salen con la consabida frase “En lugar de estarles robando su cartera o su monedero, les vengo a pedir..”. Sin embargo, cuando veo alguien tirado en la calle, por lo menos me acerco para ver si sigue respirando…  Si lo veo con problemas, le hablo, trato de ver si está bien. Si veo un anciano o un minusválido, intento darle un poco de comida o agua, o si me encuentro con algún homeless ya muy desnudo, le busco algo de ropa vieja en mi armario para que no pase tantos fríos. No es que sea yo un gran ser humano. Es sólo que, pienso que de estar yo en una situación semejante, me gustaría que alguien me alivianara, o que por lo menos me hiciera sentir como un ser humano y no parte del mobiliario callejero.
            No resta sino concluir estas reflexiones con cierta frase áurea que me regalaron cuando compartí la imagen del perro en una red social. En los comentarios, un contacto muy orondo declaró: “¿Y qué? El indigente por lo menos puede buscar lo suyo [¿En serio? ¿Y qué tal si era un enfermo mental incapaz de trabajar o un anciano al que ya nadie emplea?. N. del A.]… La verdad prefiero al perro que al indigente, y no es indiferencia, es preferencia”
             Más preocupación por el prójimo, imposible.

Omar Delgado
2013.


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