viernes, noviembre 08, 2013

LA DICTABLANDA QUE VINO

Fugaz crónica de la fugaz democracia mexicana.  



A mis 38 años, me tocó ser testigo de grandes cambios sociales. Mi generación, quizá como ninguna, fue privilegiada al vivir de cerca algunos de los procesos históricos más trascendentes de los últimos cien años (que es decir mucho en un siglo como el XX, tan generoso de holocaustos, guerras, bombas atómicas y tecnologías revolucionarias). Sin embargo, tengo que decir que tal condición no me satisface. Muy por el contrario, me entristece haber podido constatar que hubo un pasado que, en realidad, fue más luminoso que el futuro que se avecina. 
            A los doce años, por ejemplo, antes de que comprendiera a cabalidad el impacto de lo que pasó,  fui testigo indirecto del fin del régimen comunista y la caída del muro de Berlín. Por supuesto, Mijaíl Gorbachov se me apareció múltiples veces en la pantalla chica, junto con Margaret Tatcher, Ronald Reagan y Juan Pablo II, todos artífices del orden mundial que hoy vivimos (y padecemos). A mi edad, no eran sino ancianos que hablaban de asuntos que para mí eran inasibles; sólo después, cuando las lecturas me dieron los datos suficientes, pude comprender su influencia en el mundo. Como muchos jóvenes, me ilusioné con los postulados del socialismo justo cuando su principal baluarte, la U.R.S.S, se abría al capitalismo y tiraba las estatuas de Lenin y Stalin al basurero de la historia.
            Del lado de México me tocó vivir, por esas mismas épocas, el paulatino ascenso de la (efímera) democracia. En 1988 presencié la creación del Frente Democrático Nacional (FDN) y la construcción de la esperanza: finalmente, el nefasto PRI, el que sesenta años había empobrecido al pueblo (según la narrativa dominante en la clase media urbana), el que había matado a los jóvenes del 68, el que nos había recetado crisis tras crisis y devaluación tras devaluación; el de la mano extendida, el no estamos ni bien ni mal sino todo lo contrario, el del orgullo de mi nepotismo, finalmente parecía desquebrajarse ante el embate de un candidato que, además de tener un extraño carisma en negativo (el mismo que tienen, por ejemplo, las cabezas de la Isla de Pascua), era poseedor de un apellido magnético. Era, pues, hijo de un presidente que tuvo el buen tino de nacionalizar la industria petrolera y convertirse, así, en uno de los grandes superhéroes nacionales: Cuauhtémoc Cárdenas, hijo de Tata Lázaro. Además, había otro candidato de gran arrastre, un empresario sinaloense de nombre Manuel Clouthier, un Santaclós de traje al que apodaban Maquio.
            A la hora de la elección (misma que me pasó de noche, pues en ese momento era yo un puberto que recién entraba a la secundaria) ocurrió entonces como sigue ocurriendo ahora. Maquio, el popular candidato del PAN,  y Cuauhtémoc Cárdenas no se pusieron de acuerdo y atacaron por separado al inefable PRI, quien gracias a esa división pudo orquestar el fraude que impuso al priista Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) y retrasó doce años el proceso democrático.
            Hay que decir que el sexenio de Salinas se caracterizó por un alto y artificial optimismo: durante él empezó masivamente la desincorporación de las empresas paraestatales (TELMEX en primerísimo lugar) al tiempo que se firmó el Tratado de Libre Comercio de Norteamérica (llamado NAFTA o TLC por sus siglas en inglés y en español, respectivamente). Fue una época de propaganda positiva, en donde se retrataba a México como la próxima potencia mundial. Los clasemedieros, al ver que las fronteras se abrían y ya eran capaces de encontrar chocolates Milky Way en las tiendas, lloraron de alegría al pensar que estábamos a punto de ser norteamericanos de facto. Incluso el luego llamado Innombrable (Carlos Salinas), expropió un lema que había surgido durante las acciones tomadas por la sociedad civil en respuesta al temblor de 1985, y con él, creo el programa “Solidaridad”. Este no sería sino uno más de los rostros asistenciales-clientelares del sistema (mismo que después se volvería secretaría de estado).
            Acababa yo de entrar a la universidad cuando pasó lo inimaginable: el primer minuto de 1994, cuando ya nos veíamos cubiertos con la bendición de las barras y las estrellas, aparece en Chiapas el Ejército Zapatista de Liberación Nacional. De repente, ¡Oh, dioses! Ya no éramos un suburbio de San Antonio, sino un país latinoamericano con su propia guerrilla selvática. El también llamado Babalucas (otra vez Salinas), actuó como debía de actuar: envió al Ejército Mexicano a exterminar a los rebeldes. Sólo la repercusión internacional que tuvo el levantamiento y el escrutinio de muchos países interesados en el conflicto evitó que aquello terminara en un nuevo genocidio.
            El EZ… cuantas esperanzas trajo al país; casi tantas como desilusiones brindó después. Antes de volverse la caricatura que actualmente es, el EZLN representó en sus inicios una opción fresca de cambio, alejada de lo electoral, con estrategias innovadoras y, sobre todo, con una causa blindada contra toda crítica: mejorar la situación de los indígenas del país. Su líder, el carismático subcomandante Marcos de inmediato se hizo un mass media superstar que manejaba lo mismo el discurso marxista indigenista que la ironía y el conjunto de símbolos que formaban la resistencia New Age (que aparecería en todo su esplendor, años después, en Detroit). Por un tiempo, el EZ mantuvo a la clase política mexicana a salto de mata, no porque su estrategia bélica fuera efectiva –nunca lo fue, en realidad- sino porque su estrategia mediática, basada en el incipiente Internet, fue impecable.  Desgraciadamente, su propia soberbia lo desgajó: luego de la Caravana Zapatista del 2001, que culminó con una mujer indígena, encapuchada, hablando en el pleno de la cámara de diputados, Marcos le dio un portazo a todos los sectores que en algún momento apoyaron a su movimiento y comenzó a dinamitar las opciones electorales que en algún momento pudieron haber reivindicado y cumplido los Acuerdos de San Andrés.
            Ese mismo 1994 fue el cambio electoral, y el último del primer periodo de gobierno del PRI. Fue también el año de los grandes asesinatos políticos (Luis Donaldo Colosio, en primer lugar, pero también Francisco Luis Massieu y el Cardenal Posadas Ocampo), y de la devaluación que colocaría al Chupacabras (nuevamente, Salinas de Gortari), como el Lex Luthor de la historia mexicana reciente, el maquiavélico líder de un clan de corruptos que planeaba perpetuarse en el poder a través de otras personas y que tuvo que salir por patas ante el descontento y el caos social que su hacer había causado. “Los demonios andan sueltos”, declaró Mario Ruiz Massieu, hermano de uno de los asesinados, y efectivamente, así era el ambiente, azufrado, cargado de tensión e incertidumbre.  Memorables son las imágenes de Raúl Salinas de Gortari en su celda de Almoloya y el patético intento de CSG por hacer presión por medio de una huelga de hambre (Babalucas con chamarrita de borrega, una imagen como para tarjeta navideña).  Sólo la firmeza y malamadre de su sucesor pudieron obligarlo a abandonar el país.
            En  honor a la verdad, hay que decir que la presidencia de Ernesto Zedillo (que corrió de 1994 al 2000), se caracterizó por una paulatina apertura en lo político y en algunos aspectos de lo social. La oposición comenzó a hacerse de la gubernatura de varios estados (aunque, para ser precisos, el primer estado que gobernó la oposición fue durante el sexenio de CSG) y, al final el PRD, apoyando al eterno candidato Cuauhtémoc Cárdenas, ganó el gobierno de la ciudad de México, el segundo más importante del país. En ese tiempo ya uno podía marchar sin miedo a ser reprimido por las calles: la prensa escrita, e incluso algunos canales de televisión como el 40, comenzaban a ejercer una muy saludable crítica y los problemas de abuso de la autoridad policiaca, tan frecuentes en los sexenios anteriores, habían disminuido.
            Sin embargo, hubo el otro lado de la moneda: las matanzas de Acteal y Aguas Blancas no nos permitieron olvidar quienes eran los priistas, y la aprobación del FOBAPROA en 1998 representó el primero de muchos desfalcos y robos que sufrirían los ciudadanos (aún no llegaba la terrible era de los gasolinazos mensuales).

           
Sin embargo, lo que a Ernesto Zedillo le ganó un lugar en la historia fue su papel durante la alternancia. En el año 2000 Vicente Fox, candidato del Partido Acción Nacional (PAN), ganó la presidencia ante el asombro de toda la nación, y su triunfo fue respetado y ratificado por un sonriente Ernesto Zedillo.
            Fox inició su campaña mucho antes de lo que oficialmente lo permitían las leyes. Cuando aún era gobernador de Guanajuato, se fue formando la imagen de ranchero rebelde e intrépido que pelea contra el sistema. Esta propuesta sedujo a mucha gente, incluyendo a algunos que jamás hubieran votado por un candidato claramente vinculado a los sectores más reaccionarios de la sociedad. Vicente Fox, empresario zapatero y productor de legumbres, representaba para muchos mexicanos al self made man norteamericano, el hombre que se hace a sí mismo y crea su riqueza a contra corriente. En este caso, los publicistas del panista ubicaron muy bien a dónde dirigir sus baterías: el PRI, ese anquilosado partido, era el responsable, con su burocracia y su corrupción, de que personas trabajadoras e intrépidas como (aparentemente) Vicente Fox no pudieran prosperar. Muy pronto, con el guanajuatense, la sociedad mexicana se llevó el chasco de su vida.
            He de decir que el discurso que el PAN enarboló en el 2000, ese del Voto Útil y de sacar al PRI de Los Pinos, estuvo a punto de seducirme. Por un momento, me vi tentado a tachar el logo de Acción Nacional cuando voté en esa elección. Por fortuna, mi instinto me hizo elegir al una vez más candidato Cuauhtémoc Cárdenas. Mi elección, tengo que decirlo, aún me enorgullece. (O, por lo menos, no me llena de oprobio)
            En menos de dos años, las pifias, los errores, pero sobre todo, la escandalosa corrupción de Fox y sus allegados (su mujer y sus hijastros en primerísima fila), pronto quitaron la ilusión de la alternancia. Sin embargo, a pesar de todo, en el país se respiraba un ambiente de libertad como nunca lo había habido: las marchas multitudinarias en apoyo al EZLN, al naciente candidato López Obrador, e incluso las que intentaban ponerle un alto a la violencia jamás representaron un riesgo para quien asistía a ellas; el ejercicio de la crítica se realizaba sin miedo a ser encarcelado o levantado por el estado (eso sí, en algunas regiones, el narco no era tan tolerante), y en general en el país se respiraba la esperanza. Incluso se hablaba de una reforma migratoria integral que legalizara a los millones de mexicanos al otro lado de la frontera. Todo eso iba muy bien…hasta el 11 de Septiembre de 2001
            Las torres gemelas. Recuerdo que en el momento en que eran derribadas yo estaba en mi primer año en Iusacell como responsable de una central telefónica. Me llamó el director de mi división directamente y me alertó de que, en cualquier momento, podía haber ataques terroristas o manifestantes antiamericanos a la puerta. Incluso, asignaron seis guaridas armados para la protección de las instalaciones. De ese grado era el ambiente de paranoia que hubo. Por fortuna, en México la rebeldía anti imperialista no pasó a mayores, pero las consecuencias políticas, económicas y de seguridad internacional que ocasionaron los atentados aún las seguiremos sufriendo por décadas. El mundo, casi un paraíso luego de la caída del muro, se había convertido en un campo minado, un terreno agreste en donde asechaban los terroristas dispuestos a matar a cualquiera vinculado al gran Satán estadounidense.
            En México, la vida social se fue descomponiendo poco a poco. La inseguridad creció, primero poco a poco, y después, durante el sexenio de Calderón, exponencialmente. Lo más importante es que, a partir del 2006, debido a los infaustos hechos que ese año ocurrieron, la vida comunitaria en el país se pudrió. Durante el sexenio de Fox la figura del izquierdista Andrés Manuel López Obrador comenzó a imponerse como el seguro sucesor del empresario venido a político. Oriundo de Tabasco, López Obrador se había distinguido como luchador social  y, luego, cuando ejercía como alcalde de la ciudad de México, como un gobernante eficaz.  Fue durante su gestión en que aplicó la pensión universal para ancianos, los planes asistenciales para grupos vulnerables y la digitalización de los trámites de tesorería (lo cual los hizo mucho más eficientes). Por otro lado, AMLO creó la UCM (Universidad de la Ciudad de México, que luego alcanzaría su autonomía)  y el sistema de preparatorias del Distrito Federal. Estas acciones lo hicieron el político más popular del sexenio de Fox. Asustados con tal fenómeno, los sectores allegados al PAN y al entonces presidente le declararon la guerra a todos los niveles: primero, con campañas de desprestigio, luego con un proceso torcido de desafuero que casi lo elimina de la carrera presidencial, y luego, con una campaña de odio como jamás se había visto en el país.  En el 2006, a través de una estrategia de marketing como sólo se había visto en la Alemania nazi o en la España franquista, se vinculó al candidato Obrador con los peores desastres posibles: ascenso del socialismo, nexos con Hugo Chávez, comunismo, crisis, violencia… Al final, para curarse en salud, estos mismos sectores orquestaron un fraude que le dio la victoria por menos de un punto porcentual en los votos al candidato del PAN, Felipe Calderón.
            Si hay un sexenio que pueda llamarse negro, es el del michoacano. Impuesto a la fuerza, Felipe Calderón decidió legitimarse en el poder por medio de una guerra contra el narco que lo único que hizo fue cambiar la correlación de fuerzas entre carteles y expandir la violencia a niveles no vistos en el país desde la revolución. México pronto se convirtió en un matadero y las víctimas, cuando no eran policías o soldados, eran de inmediatos catalogadas como “delincuentes”. Al mismo tiempo, el grupo allegado al panista hizo de la corrupción un arte mayor: las fortunas de jóvenes secretarios y subsecretarios se hicieron noticia de todos los días ante el azoro y la furia del ciudadano común.  No ahondaré en detalles de todos conocidos; sólo diré que el ejercicio del poder del michoacano fue tan terrible que el elector prefirió regresar a lo que doce años antes había enviado a la basura eligiendo un gobernante emanado del Partido Revolucionario Institucional, Enrique Peña Nieto.
            Mención especial en el panteón del oprobio merece el ex mandatario Vicente Fox. Él, quien en el 2000 había presumido de haber sacado al “PRI de Los Pinos”, doce años después abiertamente hizo campaña para que el tricolor regresara al poder.  El vaquero de las botas, el self made man mexicano, encontró más cómodo acurrucarse bajo las negras alas de la corrupción.
            En este momento, Noviembre del 2013, estamos a menos de un mes de que el nuevo priato cumpla su primer aniversario, y las cosas, increíblemente, se pusieron peor que con Felipe Calderón (quien vive plácidamente en Estados Unidos, rodeado de cincuenta guardaespaldas pagados por el estado mexicano). Ahora no podemos manifestarnos sin el temor de que los provocadores –viejos conocidos de hace décadas-, inicien la violencia y justifiquen la represión policiaca (que ya se hizo sistemática), el crimen organizado es ya imparable, y el del orden común va en espeluznante aumento. Cada día que pasa, además, se pasan leyes e iniciativas que tienen como fin único saquear los pocos bienes de la nación que quedan (es decir, venderlos a particulares), se justifica un modelo represivo consistente en restar derechos al ciudadano de calle al tiempo que se blindan los privilegios de las clases acomodadas. En los estados del norte ya se habla de secesión, y en algunos estados sureños como Michoacán hay ya un cuadro de abierta rebelión social. Aquellos que pensaban que el PRI, con su dominio en las más sucias artimañas de gobierno, controlaría la situación, ahora se mesan los cabellos al ver la pradera arder.  Más grave aún: a todos los niveles, en todos lados, desde las escuelas hasta las oficinas, y desde el gobierno hasta la IP, la vida social se ha vuelto terriblemente áspera. Hay actualmente, por todos lados, una mística del poder por medio de la fuerza y del odio como motor válido para la conducta. Estamos, parafraseando un clásico, en la época del “haiga sido como haiga sido”.
            Otra vez, luego de ese periodo de quince años en donde, a pesar de todo, nos tocó vivir un periodo de libertad y de relativa tranquilidad, se ha ido para siempre. Ahora, estamos nuevamente en una dictadura disfrazada de democracia. Y lo peor es que quizá, ahora la dictadura vive dentro de nosotros.
            Cute.
Omar Delgado
2013





1 comentario:

Sex Shop dijo...

Muy buenooooo!!!!!!!!