Dentro de ese gran
narrativa comiquera que es la historia de México, existen múltiples personajes
que la simpleza del discurso y la idealización social han encasillado dentro de
los trajes de héroes o villanos. Ahí está, por ejemplo, el estoico Cuauhtémoc frente
al enloquecido y codicioso Hernán Cortés; el inamovible (hasta en el
peinado) presidente Juárez luchando contra el evil empire del Emperador Maximiliano de Habsburgo
o el chaparrín demócrata
Madero dándole de patadas en las pantorrillas al tirano del mal Porfirio Díaz.
Por
supuesto que, conforme pasan los tiempos, la revaloración de las figuras
históricas se modifica. Esto se debe tanto al hallazgo de mayor información
como al cambio de polaridad ideológica que sufre paulatinamente una sociedad.
Así, Cortés, antes considerado un genocida criminal y primo hermano de Vlad
Tepes, ahora es estudiado por sus notables cualidades como político y
estratega, e incluso, por sus dotes como novelista. Maximiliano de Habsburgo ha crecido
como una figura de ideas progresistas que quería instaurar un gobierno
funcional para México, y Porfirio Díaz en los últimos años se ha convertido en
el gran modernizador del estado nacional. Actualmente gran parte de la
intelectualidad mexicana considera a don Porfis el mandatario que rescató
a México de la edad de piedra y que lo insertó de lleno la época industrial, y
cuya labor fue interrumpida por los zarrapastrosos revolucionarios que pedían
oiga usted, cosas tan sin importancia como la justicia social y la repartición
de la riqueza.
Sin
embargo, hay figuras que ni el más hábil de los cosmetólogos podría embellecer.
Seres capaces de crispar al
historiógrafo más pragmático. Existen varios de estos especímenes en la
historia nacional, pero ninguno que brille con la luminiscencia putrefacta de
Victoriano Huerta.
El
llamado Chacal de Lecumberri, entre otros bellos epítetos, es
culpable, principalmente, de haber orquestado, junto con otros generales porfiristas
y con el embajador de Estados Unidos de Norteamérica, el golpe de estado
conocido como la Decena Trágica (12-22 de febrero de 1913), así como
el asesinato a traición del presidente depuesto, Francisco I. Madero, y de su
vicepresidente José María Pino Suarez. Más aún, también se le atribuye la
autoría intelectual de otros crímenes igual de detestables, como el de Gustavo
A. Madero o el de Belisario Domínguez, ambos ejecutados con una refinada
malicia. Fue tan deleznable su conducta que logró lo que ningún jefe
revolucionario había obtenido: la unión de todas las facciones rebeldes en su
contra.
Hasta
en sus fotografías, don Victoriano destila (nunca mejor dicho), maldad
absoluta: bajo, moreno, con expresión de mojón seco, usando siempre unos
espejuelos opacos que protegían sus ojos de las luces brillantes, dipsómano,
adicto a la cannabis; el hombre es material idóneo para un drama Shakespeano,
para una óperas bufa, o para crear alguno de esos sanguinarios coroneles
sudistas que aparecían frecuentemente en El Libro Vaquero. Lo curioso es que, si don Vicky se
hubiera manejado con más mesura, o si su facción hubiera ganado la partida al
ejército constitucionalista, no sería considerado el Lex Luthor nacional, sino una de sus glorias más
grandes.
Y
es que Huerta fue en sí mismo un personaje notable. Nació en 1850 en la
ranchería de Agua Gorda, en Colotlán, estado de Jalisco (por cierto, si quiere
usted joder a algún cuate jalisquillo, puede preguntarle por el único
presidente que ha sido nativo de ese estado. Efectivamente, es don Vicky), y fue hijo de indígenas huicholes.
Desde muy pequeño demostró una gran inteligencia. Cuando tenía 15 años, el
general Donato Guerra llegó a Colotlán y solicitó entre la comunidad a alguien
que pudiera hacer de su secretario. Victoriano, uno de los pocos que sabía leer
y escribir, se ofreció, e hizo tan notable labor que el general Guerra le
otorgó una beca para el Colegio Militar. Tozudo, Victoriano obtuvo notas
sobresalientes al estudiar como ingeniero militar, tanto que el mismo
presidente Juárez lo elogió, diciéndole durante su ceremonia de recepción, que
“[…] De indios que se educan como usted, la patria espera mucho”.
(Por cierto, si quiere trolear a su amigo indigenista y EZLN fan, coméntele que los únicos tres presidentes de raíz indígena que ha tenido el país fueron Juárez, Huerta y Porfirio Díaz)
Huerta
se desempeño notablemente como ingeniero topógrafo. En 1890 fue ascendido a
coronel y desplazado a combatir las rebeliones yaquis y mayas, a los que
combatió con la ferocidad que luego le conocería el Apóstol de la
Democracia. Su labor fue tan notable que el ejército le concedió el grado
de General Brigadier, la medalla al mérito militar y lo nombró miembro de la
suprema corte militar.
Sin
embargo, sus andanzas en el sudeste le hicieron desarrollar cataratas, por lo
que en 1907 solicitó un permiso para ir a trabajar a Monterrey con su amigo
Bernardo Reyes, en ese entonces, gobernador de Nuevo León. Hasta 1910, año en
que estalla de la revolución, se desenvolvió como jefe de obras públicas, y
mucho de la traza de la llamada Sultana
del Norte proviene de su
labor. Cuando en 1910
estalla la rebelión, se incorpora al ejército porfirista; luego, cuando gana
Madero, se pliega del lado de los rebeldes. Poco a poco se va ganando la
confianza del flamante presidente al tiempo que seguía apoyando a los
opositores: su cuatacho Bernardo Reyes, Félix Díaz, sobrino de Don Porfirio,
Aureliano Blanquet y Manuel Mondragón, corrupto funcionario militar y padre de
la starlet de la cultura Nahui Ollin. Durante los hechos de la decena
trágica, logra convencer a Madero de que está de su lado y es nombrado
secretario de guerra. Y de ahí, su ascenso al salón de la infamia es de todos
conocido.
Victoriano
Huerta, en realidad, no distaba en sus haceres de otras figuras históricas
tales como Venustiano Carranza o Álvaro Obregón (ni mucho menos de los métodos
de otros prohombres actuales). Si acaso, era mucho más tosco a la hora de
deshacerse de sus enemigos. Le faltaba mano izquierda. Quizá si hubiera
permitido la salida de Madero y Pino Suarez a Cuba (como estaba previsto); si
nomás hubiera encerrado a Gustavo A. Madero para luego suicidarlo sutilmente, o
si hubiera dejado a Belisario Domínguez hablando de a loco en lugar de mandarle
arrancar la lengua en el Panteón de Xoco, don Vicky hubiera quedado como el
gran demócrata, (y el senador chapaneco, como el Noroñas de principios de siglo). Después de
todo, y en honor a la verdad, el cuartelazo que depuso a Madero fue celebrado
por prácticamente toda la sociedad mexicana: en las crónicas de la época se
habla de las verbenas que se organizaron luego de que Huerta asumiera el poder.
Además, los más connotados intelectuales de su tiempo, tales como Federico
Gamboa, (Autor de Santa), y Salvador Díaz Mirón, lo apoyaron sin restricciones (aunque
no publicaban en Letras Libres). Con
un poco más de mesura, y con una frase del tipo “haiga sido como haiga sido”,
don Vicky hubiera quedado como el mandatario fuerte, el que trajo la paz luego
del desmadre revolucionario, al que no le tembló la mano y el que logró la
estabilidad que es tan cara para los inversionistas que vienen a generar
empleos.
Pero
en lugar de eso, luego de ser derrotado por los constitucionalistas, murió en
el exilio, con el hígado destrozado por la cirrosis, el 13 de enero de 1916.
(Y
es que Harvard aún no becaba sociópatas)
Omar Delgado
2013
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