I
Ahorita que la veo, quisiera tener
manos nomás para tocarla.
La doñita está mejor de
lo que el Chairas me había platicado: alta, de cabello rojo y largo, como de
terciopelo, y labios pintados de carmín, cómo dice la canción. Trae un vestido,
colorado también, que le deja los hombros destapados. Su piel es blanca, con
hartas pecas; hasta se antoja jugar timbirche con ellas, uniéndolas a punta de
lengüetazos. Pero lo mejor de todo es su sonrisa, bien cachonda, que nomás de
verla hace que Panchito se me ponga firmes.
Se me queda viendo un ratote, así como untándome los ojos.
—Me
gusta —le dice la doñita al Chairas, que está como pendejo mirándole las
nalgas—. ¿Estás seguro que puede…?
― ¡Uh, Doña Regina! No
lo conoce. Así como lo ve, ya le hizo cuatro chamacos a mi hermana. De hecho me
comentaron alguna vez que lo de su accidente le ayudó, que al ya no tener
brazos ni piernas toda la sangre se le va al…
—Bien,
bien —la seño le hace una seña y el Chairas se calla. Luego me habla a mí —¿Qué
fue lo que te pasó?
—Me
caí de un tren, señora.
—Si
—acompleta el Chairas—, fíjese que acá mi cuñado y yo íbamos camino al gabacho
en un tren de carga a pasarnos de mojados, y al llegar a Nogales, que se
resbala el muy tarugo y que lo desgracian las ruedas. Otro poco y no la hace;
hasta mi carnala me lo quería cobrar como nuevo. Lo bueno es que lo mero
importante le quedó sano. Fíjese que…
—Gracias
—la seño saca de su bolsa un fajo de billetes.
—Entonces
¿Sí juega el pollo, doña Reginita?
—Me
gusta el chico —le dice la seño dándole la marmaja. El cabrón nomás pela chicos
ojotes mientras la cuenta—. Ve con mi chofer y acompáñalo hasta que salga yo.
Después de que nos vayamos, entras por él. No antes, ¿entendido?
—Lo
que diga, señito —le contesta mientras sale del cuarto.
Lo primero que pienso es
que la señora, tan fina y distinguida, como qué no va con el hotel en el que
estamos. El cuarto huele bien pinche feo, como a cisterna enlamada, y las
sábanas hasta almidonadas parecen de lo tiesas. Lo único que está chido son los
dos espejotes que están en las paredes.
La doñita se acerca, se sienta en la cama y prende un cigarro gringo,
largo y de olor a menta, de esos que fuman los puñalillos de la Zona Rosa. Yo
me siento apenado, pues así, sin brazos ni piernas, no me puedo ni tapar mis
vergüenzas. El pinche Chairas nomás me trajo, me encueró y me dejó en medio de
la cama. ¡Híjole! Nomás de tenerla cerca y olerle el perfume se me comienza a
parar.
—
¿Cómo te llamas? ―me pregunta echando el humo
—Manuel,
pero me dicen “El Tercera Base”
—Me
agrada —dice mientras me acaricia los muñones de las piernas. Pasa sus dedos
entre las cicatrices, lo cual me da cosquillas, de esas que son como arañitas
que se van corriendo por todo el espinazo y llegan a la nuca. Se acuesta junto
a mí y se me arrejunta, y siento como sus chichitas se aplastan contra mi
pecho. Trae un perfume bien cachondo, así como de frutas maduras, que me pica suavecito
la nariz, muy diferente a esos que se untan las prostis de la Merced y que
hasta marean nomás de olerlos. La señito
echa su cabello para atrás y parece que le sale lumbre de la cabeza. Se
levanta, me da la espalda y comienza a bajar el cierre del vestido. Hasta
tiemblo cuando escucho el ¡ziiip!
II
Ese día amaneció como siempre. Ni
imaginaba lo que iba a pasar en la tarde.
Nos habíamos despertado
el Chairas y yo, almorzamos lo que había —frijolitos con huevo y tortillas—, y
nos salimos a chambear. Desde hace hartos años vivimos con la Leticia, mi
mujer, y mis cuatro chamacos, en una vecindad de la calle de Manzanares.
Siempre es un desmadre salir a esa hora. El Chairas me llevaba en el diablito,
junto con sus herramientas de jardinero, esquivando los puestos de fayuca y
cidis piratas, mientras las muchachas Putiérrez, que ya estaban en las esquinas
nos miraban fastidiadas. El Chairas estaba así como extraño. Ni siquiera les
echó piropos a las viejas, sino que andaba pensativo, callado, como que algo se
traía. Ya se me había hecho raro cuando, en la casa, le insistió mucho a la
Leti en que me bañara y me arreglara bien.
—
¡Ah, chinga! —le dijo ella—. ¿Y para que lo quieres tan cuco? ¿Te lo vas a
llevar al Teletón?
—Usted
no pregunte, carnala. Nomás hágalo.
El chiste es que cuando
llegamos a Reforma y Montes Urales, donde todos los días me deja el Chairas a
pedir, yo estaba rete intrigado. Me descargó del diablito y me recargó en mi
lugar de siempre, sacó el botecito donde me echan las monedas y lo puso junto a
mí. Le pedí que me dejara mi cachucha para el sol, pero ni me peló. Seguía
piense y piense. Ahí si ya no me aguanté.
—
¿Y ora tú, güey, qué te traes? —le pregunté así al chile.
—
¿Cómo cree qué me traigo algo, mi Tercera Base?
—Porque
te conozco, mosco. Tú no eres así. Ya suelta la sopa
—Bueno,
pos quería que fuera sorpresa, pero le voy a decir, mi buen: lo voy a llevar
con una vieja bien buena ―me contesta bien de las de acá.
—
¡No mames! Si bien que conozco tus gustos ―le respingo―, seguramente es una
gorda cabaretera de las que te encantan y de las que me has enjaretado más de
una vez
—No,
neto que no, mi Tercera Base ―el cabrón
me agarra del hombro y se sienta junto a mí―, es una seño pero bien chula, y
con lana. Es más, incluso nos va a pagar una buena feria para que te la piques
—Ya
estarás, pinche padrote. No mames…
—
¡Esa es la pura neta, cuñado! Es una seño a la que le hago su jardín
—Y
ahora resulta que quiere coger con un mochito como yo. ¡No mames! Ya me estoy
encabronando
—Bueno,
para que me creas, cuñado, te voy a contar como estuvo la movida. Ahí tienes
que una de las casas en las que podo el jardín es de un güey bien pesado del
gobierno, un subdirector, subsecretario o subnosequemadres. Su señora se llama
Regina, y está bien buenota. Además es muy buena gente, nada alzada. Fíjate que
la seño me agarró mucha confianza, me permite estar en su jardín, chambeando,
así sin pedos, y de vez en cuando va conmigo y me hace la plática. Un día, hace
como un mes, acabé de cortarle el pasto, y la busqué para que me pagara. Traté
de buscar a las azagatas, pero
como les he querido dar sus arrimones, se me esconden y nomás no las encontré.
Quise tocar el timbre, pero me di cuenta de que la puerta de la casa estaba
abierta. El chofer estaba por allá lejos, tragando camote, ligándose a una de
las micifuzas, así que me metí. Pensé: sirve
que conozco el cantón, y chance y hasta la veo en calzoncitos. Llegué a la
sala, y ahí me encontré a la señito, de espaldas a mí, viendo una película
pornocha. La doña estaba bien entrada, con su falda levantada, frotándose
aquello, y a mí se me alocó. Ya me disponía a llegarle para ver si iba a
Querétaro, cuando me puse a ver la película: eran puros güeyes coge y coge con
unas viejotas, bien buenotas. Las chamaconas de la película eran normalitas,
con unas chichotas y unas nalgotas, pero normalitas, pero los cabrones no: al
que no le faltaba un brazo, le faltaban las dos piernas, o de plano estaba
tamalito, como tú comprenderás. ¡Cámara!,
pensé ¡Doña Regina sí que es bien
perversa! En esas estaba cuando escuché un ruido y vi por la ventana que el
chofer se acercaba. Me salí ipsofacto en chinga, sin que me vieran, y después
regresé a cobrar la chamba, como si nada hubiera pasado.
A la siguiente vez que
fui, cuñado, estaba yo chambeando en el jardín, cuando la señito salió. Tenía
el ojo medio cerrado de un madrazo y unos moretones en la cara que ni el
maquillaje le tapaban
—Supe
que entraste el otro día a la casa. Te vi en el espejo frente a la televisión
—que me dice—. No me importa, solo quiero que me prometas que no dirás nada. Yo
te he tratado bien ¿verdad? —, y que me pone en la mano unos billetes. Harta pachocha,
mi buen.
—No,
doña Reginita ―que le digo―, le juro por Diosito que no voy a decirle a nadie,
y dispénseme por haber entrado así
—No
te preocupes —que me dice. Ya se iba cuando se me ocurre preguntarle.
— ¿Qué le pasó en la cara?
—Mi marido encontró la película —que
me dice, y que me enseña sus moretones de la espalda—, y como verás, no le
gustó.
Cuando sentí que el Chairas se la
había jalado demasiado le tuve que reclamar.
—No mames, cuñado. Ahora
resulta que hasta su confidente de secundaria me resultaste
— ¡A huevo! —que me grita
al oído el cabrón—, pero déjame te sigo contando: a partir de ese día me quedé
con el gusanito. Pensé que igual y a la
ruca se le antojaba darse un arrimón con algún mochito, y quién mejor que tú,
mi mero valedor, para hacerle el trabajito. Al final, la semana pasada, de plano le hablé a lo derecho cuando llegaba
de hacer ejercicio. Olía bien rico, mi buen, a sudor, pero no de estar
chambeando, sino de estar haciendo espinin y aerobis.
—Oiga, seño. ¿No se
enoja si le digo algo? —que le digo—, fíjese que tengo un amigo al que le
faltan los brazos y las patitas. Está carita, y era bien galán hasta su
accidente. Ahí por si se le ofrece conocerlo, me avisa.
La neta, yo esperaba que
me diera una cachetada y que llamara al chofer para que me sacara a madrazos.
Nomás se rió, así bien coqueta, y se
metió a la casa. Me quedé bien sacado de
onda. La neta ya me había arrepentido de haberle dicho reverenda mamada. Seguí
trabajando, pero andaba nervioso: esperaba que en cualquier momento llegaran
unos judas o los cuicos para darme una calentadita por andarme pasando de
lanza. El que llegó, como a las dos horas, fue su chofer. Yo lo había visto de
lejos, pero cuando se me acercó hasta se me frunció el chiquis-triquis: alto,
alto, gordo, gordo, y con cara de “si sueltas un pedo delante de mí, te lo
vuelvo a meter con un bat de beisbol”.
— ¿Cómo vas? —que me
dice.
—Aquí nomás chambeando, mi buen ―que le digo.
—Oye. La señora me
comentó de tu oferta —que me dice. Sentí que me zurraba, hasta guangas se me
pusieron las patitas.
— Nomás me la andaba
vacilando, mi buen ―que le digo.
—Qué lástima —que me
dice el gorilota—, porque ella está interesada.
— ¡Ah, chinga! —que le
digo. Hasta dejé de cortar el pasto—. ¿A poco si quiere conocer a mi compadre
el Manuel?
— Me mandó preguntarte
cuanto le cobrarías por presentárselo, y cuanto saldría el estar un rato a
solas con él. —que me dice.
—Dos mil del águila, mi
buen. Más lo que cobre el mochito —que me dice el cabrón, y que saca un sobre
de su saco y me lo da.
—Ahí hay mil pesos. Lo
demás te lo dará ella cuando le presentes al muchacho. La señora dice que ella
puede estar mañana a las cuatro de la tarde en el motel “Villa Ornelas”, de
Tacubaya. Te manda decir que lleves a tu compadre para que lo conozca. Doña
Regina no está bromeando, espero que tú tampoco.
—No mi buen, cómo crees
—que le digo. Abrí el sobre otra vez. Olí los billetes, nuevecitos —ahí vamos a
estar.
—Trato hecho ―que me
dice el chof y que se va. Alcancé a verle, apretada entre la timba y el
pantalón, una escuadra que nomás de verla se me aflojó el mastique. De repente,
se para, se da la vuelta y me dice, quitándose los lentes oscuros.
—Dos cosas. La primera
es que sean puntuales, la segunda, que sean discretos. ¿Entendido?
Me caí que ni le
contesté del pinche susto.
El Chairas acabó su
patoaventura, y yo como que seguía sin creerle ¡Ah, qué mi cuñado! Ya lo
conocía como era de mentiroso. Pensé que todo ese rollo se lo estaba
inventando. Pero antes de que pudiera reírme de él a gusto agarró su diablito
con su herramienta y se fue.
—Cámara, carnal —me
gritó desde la esquina, sin dejar de caminar a la parada del camión—, chambéale
duro, y nos vemos antes de comer.
Fue hasta que se subió
al camión, y este arrancó, cuando me di cuenta del solazo que iba a hacer.
— ¡Pinche Chairas! ¡No
me dejó mi cachucha!
Pasé toda la mañana
recargado en mi esquina, sude y sude, chambeando, haciendo la voz lastimosa
para que los trajeaditos y las mamis que pasaban sintieran feo al verme, así
tan jodido y asoleado —pinche Chairas— y me echaran algunos varitos en el bote.
Junté mis buenos centavos, pues para las dos ya tenía la voz toda rasposa y ni
me costaba trabajo hacer cara de “me está cargando la chingada”. En esas estaba
cuando llegó aquel cabrón, todo contento.
—Que cree, mi Tercera...
¡Ya la hicimos!
— ¿Con qué o qué?
—Pos con lo de la
señito. ¡Vámonos!, nomás comemos y nos vamos para el hotel —dijo el muy
móndrigo, mientras me subía al diablito.
III
La neta es que Doña Regina está bien mamacita.
Se quita el vestido y me
enseña su ropita interior, que parece de modelo de revista gabacha. Lleva un
brasier y una tanguita rojos oscuros, con sombritas negras y encajes con forma
de corazoncitos, bien bonitos. Además, la seño trae uno de esos que se llaman
ligueros. Yo no sé ni que decir, me quedo como menso. La veo y casi se me cae
la baba. Ella se da cuenta y se ríe.
— ¿Te gusta, Manuel?
― ¡Cómo no, señito!, si
está usted que se cae de buena.
—Me gusta gustarte —dijo
mientras se acerca a mí, se agacha y me agarra a besos. El primero es como de quinceañera, suavecito, tímido. Yo saboreo
el sabor de su boca, que es casi casi perfume de gardenias, como dice la
Santanera. Luego, me planta otro, pero este más cachondo: me mete la lengua, la
comienza a pasear por toda mi boca, por mis encías, por mis dientes. Hasta se
me paran los pelos del asterisco. Otro beso, y ahora Doña Regina me muerde los
labios, primero quedito, y después casi me hace gritar del dolor. Pasa sus
manitas por mi pecho, los dedos por
entre las costillas, llega a los hombros, a los muñones. Se endereza, se
sienta en mi pecho y se quita el brasier. Sus tetitas no son ni chicas ni
grandes, pero están redonditas y muy blancas, como jícamas. Las puntitas están
rosadas, casi del color de su piel, pero poco a poco se ponen más oscuras. Se
me acuesta encima, me muerde el cuello y yo siento que me caen gotitas de su
sudor. Poco a poco, Doña Regina va bajando, me da mordidas y lengüetazos como
de gato. Arrastra su cabello encima de mí, por mi cara, por mi pecho, y yo
siento que me está acariciando con terciopelo. Siento sus labiecitos de carmín
rodear a Pancho. Es toda una experta, no es de esas bruscotas que luego luego te lastiman con los
dientes, sino que es de las que lo hacen suavecito, saboreándolo; primero se da
gusto con la cabecita, luego baja por el tronco hasta llegar a la base, pasando
de vez en cuando, la lengua por la bolsa de los tompiates. Parece que tiene
tres lenguas la cabrona, siento que me voy a venir. La señito se da cuenta y me
aprieta el chóstomo, haciendo que se me pasen las ganas. Lo repite unas cuantas
veces más, y a la quinta ya me tiene berreando. De repente, sin decir agua va, se sienta en la cama y me cachetea
—Eres igual que todos
¿Verdad, cabrón? —me grita. Yo me saco de onda gacho—. Si pudieras, ya te me
echado venido encima ¿verdad, hijo de tu puta madre?
Doña Regina se para,
resopla. Se ve que está medio caliente y medio emputada. Se quita la tanguita
enseñándome sus pelitos rojos y bien recortados.
—¡Si
pudieras, vendrías y me la meterías!, ¿verdad? ¡Vendrías, me la intentarías
meter y cuando vieras que no se te para, me golpearías hasta dejarme en el piso!
—No, señito, no. Yo no
soy así. —le contesto todo espantado.
—¡Claro que no! Si tú
eres un caballero —la ruca comienza a caminar por el cuarto, alrededor de la
cama, sin dejarme de ver—. ¡Todos son unos caballeros hasta que tienen a la
mujer a sus pies, y entonces se vuelven unos hijos de la chingada!
—Doña
Regina. No es cierto, se lo juro —le digo. Ella se sienta en la sillita del
tocador.
—Tienes
razón, Manuelito, mi amor —me dice doña Reginita, mucho más tranquila. Saca un cigarro
de su bolsa y lo prende—. Estoy siendo muy mala contigo —estira la mano y
prende la grabadora que está en la mesita y luego luego se comienza a
escuchar una salsa rete suave. Se para y
me extiende los brazos.
—Sácame
a bailar —me dice.
—Señora,
no la amuele… No puedo.
—Ándale.
No seas sangrón, quiero bailar. Una salsita, aunque sea.
Yo que me encabrono.
—
¡¿Qué no ve que no tengo brazos ni piernas, pendeja?! ¿Cómo chingados quiere
que la saque a bailar?
—Hombres,
hombres. Siempre con sus excusas —me contesta la muy ojete y apaga el radio. Yo
ya estoy en plan de mandarla a chingar a su madre, de gritarle que se meta su
lana por ayayito y se la empuje hasta que le asome por la boca. Ella se sienta
a mi lado y me comienza a pasar las yemas de los dedos por el estómago.
—Bueno,
bueno. No seas enojón, Manuel. No sabes lo que yo he aguantado. No es nada
comparado a esto.
—Seño,
es que cuando se burlan de que uno este así, calienta.
—Lo
sé, perdón, mi Manuelito, perdón —se agacha y me comienza a besar el muñón de la pierna. Me lo mordisquea, pasa
su lengua por lo que me queda de muslo y la siento como un caracol en mi piel.
La manita se le escapa a mi chile, y lo comienza a menear. Yo me caliento otra
vez, y se me pone bien firmes. Se sienta en mí pecho y se comienza a mover. La
siento toda mojada.
—
¿Sabes? —me dice con voz quedita—, me gusta que un hombre no me pueda golpear,
me gusta que no pueda ir al baño, o a la cocina a tomar una cerveza, o que no
se irá en cuanto acabe de hacer el amor conmigo. Me gusta saber que, haga lo que le haga yo,
no me dejará.
La seño se levanta y,
echando su cuerpo hacia atrás, se encaja conmigo. Se deja caer suave,
metiéndoselo poco a poco. Está apretadita, calientita. Se pone a ronronear como
gato y arquea la espalda. Se lo clava
todo. Comienza a moverse y yo me tengo que aguantar para no venirme. Muevo los muñones, los estiro, como si de
pura necedad me pudieran crecer brazos para abrazarla. Ella sonríe.
—No,
mi amor. Yo soy la que te tengo a mis pies
La
neta, ya no tengo palabras. Nomás la veo encima de mí, gozándola sabroso. Yo
siento cómo estoy dentro de ella, cómo me aprieta y me moja, cómo baja y sube,
cómo me sorbe con su cosita, casi como diciendo “En una de esas te como entero”.
Siento tan chido que me gustaría meterme todito dentro de ella y nunca salir.
Echa grititos bien golosos, no son de esos berridos escandalosos y bien
falsotes de vieja de película pornosotros;
son de esos murmullos suavecitos que hasta sientes que se te meten por debajo
del pellejo. Si tuviera aunque sea una mano, le agarraría las nalgas y la
encajaría más a mí. Se pasa los dedos por el cabello, me lo pasa por la cara
y por el pecho, da una cabeceada y me
azota con él. Me quedo viendo a su ombligo, que de tanto que se mueve parece
que me habla. Ella y yo estamos en lo nuestro, como dicen en las novelas
“entregados el uno al otro”, sin pelar los ruidos de afuera. En eso, que entra
el Chairas, pálido como si hubiera visto un muerto.
—
¡No mames! —grita espantado—. Ya nos cayó el esposo de la doña. El pinche
chofer rajó, cuñado —la señito y yo nos quedamos fríos, sin saber qué hacer. El
Chairas se asoma por la puerta pelando chicos ojotes—. ¡Ay, güey! Ya viene el marido. ¡No mames! ¡Córrele,
cuñado!
—
¡Chinga tu madre! —le contesto al muy culero
Yo me imaginaba al
esposo de Doña Regina como un cabrón grandote, bien mamado y con cara de
judicial con hemorroides, pero no es así. El marido es un güey normal, más bien
ñango, de barbita rala y lentes, más chaparro que la doñita. Me estaría cagando
de la risa de él si no fuera por tres cosas: mi condición de tamal, los ojos de
loco que se carga el culero, y la escuadra calibre 45 con la que nos está
apuntando.
—
¿Qué es esto, Regina? ¿Por qué haces esto? —la doñita, espantadísima, ni
siquiera se puede bajar de mí— ¡Quédate ahí, pinche puta! —le grita el cabrón,
apuntándole a la cabeza.
—Santiago,
cálmate. No me mates, por favor.
—
¿Qué es lo que te pasa, mujer? —dice el cabrón viéndome con asco—. ¿Estás
enferma? Encima de que me engañas, lo haces con este pobre... Con este anormal.
—No,
Santiago, mi amor, déjame explicarte...
Y que el marido le suelta
una cachetada guajolotera.
—No
me expliques nada, me das asco.
—Vámonos,
Santiago, por favor —La seño se quiere levantar otra vez, pero el cabrón del
marido le pone la fusca en la frente. Y yo, ahí, debajo de ella. A pesar de que
se ve que el Santiago se quiere controlar, lo veo que tiembla del coraje. Yo
casi me estoy meando del puro miedo.
—No
te muevas de ahí, pinche puta—ella comienza a llorar, y trata de tomarle la
mano, pero el muy mierda que le agarra la quijada, le abre la boca y le mete el
cuete —Quiero ver cómo te mueves, pinche enferma. Quiero verte gozar—después me
habla a mí—, y tú, pinche indio, cuidado y pierdas la inspiración, porque te
mato.
Doña Regina se comienza
a mover. Yo le ruego a todos los santos que me permitan seguir paraguas: “San
Crispín, que no se me baje el pilín, Santa Teresa, que la siga teniendo tiesa,
San Pantaleón, que no se me doble el cabezón…” Veo que ella está llorando, y el
ojete del Santiago, nomás viendo todo. De repente, la señito se tranquiliza, se
comienza a mover más despacito, más cachondón. Se pone a chupar la cuarenta y
cinco de Santiago como si fuera una pistola de las otras. El cabrón se
queda como ido, nomás viéndola. Se nota a leguas que se comienza a calentar.
—
¿Qué haces, vieja dañada? —le grita el Santiago, quitándole la pistola de la
boca. Ella le agarra el chilam-balam,
pero él le mete un chingadazo. Ella grita tan fuerte que viene uno de los
encargados del hotel a asomarse, pero el muy puñal sale corriendo en cuanto ve
la pistola de Santiago. La doñita habla.
—Santiago,
mi vida. Esto no significa nada. A quien deseo, a quien amo es a ti. Ven para
acá ―le abre la camisa al marido para pasearle la lengua por todo el pecho en
tanto que con una mano le saca la mazacuata.
Para esto, la méndiga se comienza a menear conmigo dentro, más fuerte
cada vez. El Santiago ya no se resiste, la besa, le estruja las chichitas y el
culo y se comienza a encuerar. Yo, la puritita verdad, no sé si estoy caliente,
espantado o todas las anteriores. El
marido se sube a la cama y Doña Regina se zafa de mí y me tira al suelo de un
patín. Veo cómo me acerco al mosaico hasta que me meto tal putazo en la tatema que
me quedo privado…
IV
―Ah, no mames, cuñado
―me dice el Chairas―, si ni te fue tan mal.
―¿Sí, pendejo? ―le
contesto. Si tuviera con qué, le daba una patada en el rabo―. Tú no estuviste
media noche en el piso, sufriendo el pinche frio de la madrugada y esperando
que el culero del Santiago regresara a darme de plomazos.
Estamos otra vez en
Montes Urales. El Chairas se sienta al lado mío, tomando una coca y viendo a las oficinistas que van
llegando a su chamba. Yo, por mi cuenta, le doy una sorbida a la manguerita que
uso de popote. Lo bueno es que, para contentarme, el Chairas me disparó una
caguama y no un boing, como es lo normal.
―Aliviánese mi buen ―me
dice―, Después de todo, se cogió tamaño bizcochote que no cualquiera… Y además,
con paga.
―Sí, culey. Nomás la
mitad de lo que nos dijeron.
―Pues sí. El chofer se hizo rosca.
―Y además tu ocurrencia
nos metió en un chico pedote con tu hermana ¡Casi nos abre a la chingada a los
dos!
― Pero bueno, se le pasó
el coraje cuando le soltamos la mitad de la ganancia. Algo es algo, dijo el
Diablo…
― Tas pendejo…
Tan entrados estábamos en el chisme,
que no nos dimos cuenta de cuando se detuvo una camioneta de esas de harto lujo
en la esquina de la calle. Ninguno de
los dos la reconoció de principio, yo por andarle reclamando al Chairas y él
por andar viendo culos. Fue hasta que el
conductor se bajó y fue hacia nosotros que nos dimos cuenta que era el chofer
de Doña Regina.
―A
ver, ustedes ―que nos grita el culero al tiempo que mete la mano a su saco. El
Chairas, al verlo, sin decir nada, de bolón salta y sale corriendo calle abajo.
Yo me tiro y trato de arrastrarme a los praditos―. Espérate, espérate ―me dice,
tratando de alivianar el pedo. Me endereza, saca de su bolsa un fajo de
billetes y lo pone en mi botecito de las limosnas―. Esto te lo manda mi
patrona.
―
¿Qué es? ―le pregunto
―
¿Pues qué crees? ―me sonríe el güey mientras se quita sus lentes oscuros―. Lo
que faltaba de liquidar por el servicio.
―
Cámara, cámara ―dice el Chairas acercándose. Hijo de su chingada madre, hasta
parece que huele el dinero―, si ya decíamos que tú y la señito eran gente de
ley, mi buen.
―
Pues ya lo vez. Mi patrona es toda una dama ―el chofer se da la vuelta y camina
hacia la camioneta. Cuando está a punto de subirse, nos grita―Y, por cierto, me
mandó decirles que los ve el lunes próximo en el mismo lugar, a la misma hora.
―
Ahí estará, bañadito, perfumadito y hasta aceitadito si quieren―contesta el
pinche Chairas ojete.
Omar Delgado
2011
Omar Delgado
2011
No hay comentarios.:
Publicar un comentario