lunes, noviembre 21, 2011

TRES REFLEXIONES ACERCA DE "EL CABALLERO DEL DESIERTO"





Este fue el texto que leí en la presentación en sociedad de mi segunda novela, titulada justamente "El Caballero del Desierto", que se llevó a cabo el 17 de Septiembre de 2011 en la Librería Gandhi de Miguel Ángel de Quevedo, en el sur de la Ciudad de México. Me acompañaron mis queridos amigos y maestros Sandro Cohen, Armando Alanís, y Rodolfo J.M, a quienes les agradezco sus palabras.

I
Comencé a escribir la novela que presentamos en esta ocasión movido —casi obligado—, por quien se convertiría en personaje involuntario de esta ficción: Sandro Cohen, mi amigo y maestro. En ese tiempo —alrededor de 2005—, la editorial que él dirigía en ese momento —Colibrí—, ya me había publicado el primero de mis trabajos novelísticos, Ellos nos Cuidan, como parte de un programa que tenía como fin nutrir las bibliotecas de Estados Unidos con textos enfocados al lector hispanohablante. Fue entonces cuando nació el insigne pollero, Pablo Disaki, y su contraparte/ complemento, el policía fronterizo Alexander Cohen. El avatar ficticio de Sandro, al igual que él, era un hombre recto y de buen corazón que un buen día se enfrenta ante la disyuntiva de su vida: ayudar a un delincuente o denunciarlo y dejar que un grupo de indocumentados muera a manos de un asesino. Evidentemente, Alexander Cohen, antiguo miembro de la policía fronteriza, decide actuar con rectitud sin medir las consecuencias, quedando así, curiosamente, como el verdadero protagonista de la novela.
            He de decir que el doble literario de Sandro se las ve muy duras en la ficción: camina en el desierto por días, le dan una tunda, lo balacean, lo encarcelan y lo estigmatizan como el criminal que nunca fue; en pocas palabras, lo dejan como aquel legendario caballo blanco: con todo el hocico sangrando. Conforme la escribía, tenía a veces que sacar fuerzas de flaqueza para poder imaginarme a mi gran amigo en tan amargos trances, tostado por el sol, sangrante de las comisuras de los labios, mugroso de tanto ser revolcado en el desierto, defenestrado… Y, finalmente, renacido.
            Por lo tanto, esta novela también es un homenaje al hombre al que pulió y cultivó con la paciencia y constancia de los verdaderos maestros mi vocación literaria, pues sin él, este trabajo, que tienen en sus manos, nunca hubiera nacido.
            Gracias, Sandro Cohen.

II
Hace cuestión de unos días leí en el periódico una noticia que me causó risa y encabrone de manera simultánea: un legislador de nulas luces pasó una iniciativa a las cámaras para penalizar hasta con cuatro años de cárcel la composición e interpretación de las canciones inscritas bajo el género de los Narcocorridos. El pelmazo en cuestión alegaba que este género musical fomenta la delincuencia e inspira a los niños jóvenes a pasarse del lado sombreado de la ley.  Esto me llevó a pensar que, de fructificar, es muy probable que mi próximo libro lo estemos presentando en el auditorio del Reclusorio Norte y mis presentadores sean el Charrascas, conocido atracador del metro La Raza, y el mohicano, narcomenudista que venía su mercancía bara bara en un puesto de jochos de Insurgentes Sur hasta hace un par de meses, cuando se peleó con el comandante de la zona.
            Y es que El Caballero del Desierto, es, también, un narcocorrido literario. Conforme lo iba escribiendo me dí cuenta que utilizaba las mismas pautas que utilizan los cantantes vernáculos para ensalzar a los paladines del crimen, que manejaba sus mismos símbolos y que me apropiaba su territorio lingüístico; que mis personajes habitaban, vivían y morían en ese medio ambiente tan enrarecido, sublime, peligroso y entrañable conocido como la frontera norte, mismo que no es sino un nuevo Reino de la Aventura, (término de Fernando Savater), en donde las leyes humanas y divinas se subvierten y en donde el héroe —sea cual sea su polaridad—, valida su condición.
            El Caballero del Desierto, al igual que los narcocorridos, construye una figura mitificada alrededor de un personaje común y corriente. Pablo Disaki, el ser humano que decide en algún momento de su vida se dedica a traficar personas al otro lado de la frontera, da lugar al Caballero del Desierto, el pollero legendario e invencible, de moral torcida pero intachable, y de procederes que hacen dudar del espíritu justiciero de las leyes. Quiero aclarar que esta novela de ninguna manera trata de ser —como lo afirmaría el diputado censor—, una apología de la delincuencia. Es, simplemente, y como toda manifestación artística, el reflejo de las preocupaciones de un creador ante su momento histórico, y su manera de lidiar con la realidad a la que se confronta.
            Y pensando en el brillante legislador de marras, emparentado con esos otros valientes procuradores de justicia que se dedican a perseguir tuiteros al tiempo que los Zetas florecen eu su jardín, si en un momento prosperara su desatino de penalizar los corridos del narco se tendría que encarcelar también a todos aquellos que leyeran El Mio Cid o El Lazarillo de Tormes, pues el narcocorrido, en el fondo,  extiende sus raíces hasta géneros tan variopintos como el Cantar de Gesta o la novela picaresca. Del primero de estos géneros adquiere su condición de epopeya, y del segundo, la ambigüedad moral de sus personajes, misma que hace que, sin quererlo, una parte del escucha —en el caso de los narcocorridos—, o del lector —en el caso de las novelas que tratan el tema—, simpatice con ellos. .Quizá por ello nos resultan tan vividos y poderosos los personajes que emanan de las canciones de Los Tucanes de Tijuana o Los Tigres del Norte, por que, en el fondo, Camelia la Tejana es prima de Rodrigo Díaz de Vivar y tía de el Periquillo Sarniento.
            Así que, si nos encarcelan a todos, pido litera.


III
Para concluir esta breve intervención, quiero manifestar que, al contrario de lo que he escuchado en diversos círculos, el género mal llamado Narconovela tiene cuerda para rato.
            Actualmente estamos viviendo en el país, además de una guerra que no pedimos, una transformación radical en los valores y símbolos sociales. En estos días, y aunque suene a chiste, considero que ya todo México es frontera, cada vez la forma de ser fronteriza —lo positivo y lo negativo—, se extiende y asienta cada vez más al sur, como si de repente el Suchiate quisiera matrimoniarse con el Bravo y el Colorado con el Usumacinta. Somos un país más fronterizo en gustos, música, vestimentas, medios de vida, pero, sobre todo, en ese espíritu alcahuete que hace posible la tolerancia cada vez más extendida de los valores delincuenciales dentro de la sociedad. En ese sentido, sería más apropiado comenzar a utilizar el término anglo Frontier, que no únicamente se refiere a una línea divisoria, sino también a ese espacio en donde dos comunidades disímbolas se unen para mezclarse en una tercera y en donde las leyes se vuelven relativas por la fuerza de las circunstancias. Por lo mismo, no podemos suscribir el género literario característico de este fenómeno al puro fenómeno del narcotráfico, ya que es mucho más complejo. El tráfico de drogas existe, efectivamente, así como el de personas —del cual trata el trabajo que les presento—, pero también existen las actividades honestas de gente que, a pesar de que convive un día sí y el otro también con estas actividades, deciden dedicarse a labores dentro de la ley.
            Es por eso que, a este género en el que trabajamos varios, no lo llamaría narconovela. Más bien, lo bautizaría como Thriller fronterizo, o bien, como novela negra norteña….
            Gracias, y buenas noches.
           
           

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