Este fue el texto que leí en la presentación en sociedad de mi segunda novela, titulada justamente "El Caballero del Desierto", que se llevó a cabo el 17 de Septiembre de 2011 en la Librería Gandhi de Miguel Ángel de Quevedo, en el sur de la Ciudad de México. Me acompañaron mis queridos amigos y maestros Sandro Cohen, Armando Alanís, y Rodolfo J.M, a quienes les agradezco sus palabras.
I
Comencé a escribir la novela que
presentamos en esta ocasión movido —casi obligado—, por quien se convertiría en
personaje involuntario de esta ficción: Sandro Cohen, mi amigo y maestro. En
ese tiempo —alrededor de 2005—, la editorial que él dirigía en ese momento
—Colibrí—, ya me había publicado el primero de mis trabajos novelísticos, Ellos nos Cuidan, como parte de un
programa que tenía como fin nutrir las bibliotecas de Estados Unidos con textos
enfocados al lector hispanohablante. Fue entonces cuando nació el insigne
pollero, Pablo Disaki, y su contraparte/ complemento, el policía fronterizo
Alexander Cohen. El avatar ficticio de Sandro, al igual que él, era un hombre
recto y de buen corazón que un buen día se enfrenta ante la disyuntiva de su
vida: ayudar a un delincuente o denunciarlo y dejar que un grupo de
indocumentados muera a manos de un asesino. Evidentemente, Alexander Cohen,
antiguo miembro de la policía fronteriza, decide actuar con rectitud sin medir
las consecuencias, quedando así, curiosamente, como el verdadero protagonista
de la novela.
He
de decir que el doble literario de Sandro se las ve muy duras en la ficción:
camina en el desierto por días, le dan una tunda, lo balacean, lo encarcelan y
lo estigmatizan como el criminal que nunca fue; en pocas palabras, lo dejan
como aquel legendario caballo blanco: con todo el hocico sangrando. Conforme la
escribía, tenía a veces que sacar fuerzas de flaqueza para poder imaginarme a
mi gran amigo en tan amargos trances, tostado por el sol, sangrante de las
comisuras de los labios, mugroso de tanto ser revolcado en el desierto, defenestrado…
Y, finalmente, renacido.
Por
lo tanto, esta novela también es un homenaje al hombre al que pulió y cultivó
con la paciencia y constancia de los verdaderos maestros mi vocación literaria,
pues sin él, este trabajo, que tienen en sus manos, nunca hubiera nacido.
Gracias,
Sandro Cohen.
II
Hace cuestión de unos días leí
en el periódico una noticia que me causó risa y encabrone de manera simultánea:
un legislador de nulas luces pasó una iniciativa a las cámaras para penalizar
hasta con cuatro años de cárcel la composición e interpretación de las
canciones inscritas bajo el género de los Narcocorridos. El pelmazo en cuestión
alegaba que este género musical fomenta la delincuencia e inspira a los niños
jóvenes a pasarse del lado sombreado de la ley.
Esto me llevó a pensar que, de fructificar, es muy probable que mi
próximo libro lo estemos presentando en el auditorio del Reclusorio Norte y mis
presentadores sean el Charrascas, conocido atracador del metro La Raza, y el
mohicano, narcomenudista que venía su mercancía bara bara en un puesto de jochos de Insurgentes Sur hasta hace un
par de meses, cuando se peleó con el comandante de la zona.
Y
es que El Caballero del Desierto, es,
también, un narcocorrido literario. Conforme lo iba escribiendo me dí cuenta
que utilizaba las mismas pautas que utilizan los cantantes vernáculos para
ensalzar a los paladines del crimen, que manejaba sus mismos símbolos y que me
apropiaba su territorio lingüístico; que mis personajes habitaban, vivían y
morían en ese medio ambiente tan enrarecido, sublime, peligroso y entrañable
conocido como la frontera norte, mismo que no es sino un nuevo Reino de la Aventura, (término de Fernando
Savater), en donde las leyes humanas y divinas se subvierten y en donde el
héroe —sea cual sea su polaridad—, valida su condición.
El Caballero del Desierto, al igual que
los narcocorridos, construye una figura mitificada alrededor de un personaje
común y corriente. Pablo Disaki, el ser humano que decide en algún momento de
su vida se dedica a traficar personas al otro lado de la frontera, da lugar al Caballero del Desierto, el pollero
legendario e invencible, de moral torcida pero intachable, y de procederes que
hacen dudar del espíritu justiciero de las leyes. Quiero aclarar que esta
novela de ninguna manera trata de ser —como lo afirmaría el diputado censor—,
una apología de la delincuencia. Es, simplemente, y como toda manifestación
artística, el reflejo de las preocupaciones de un creador ante su momento
histórico, y su manera de lidiar con la realidad a la que se confronta.
Y
pensando en el brillante legislador de marras, emparentado con esos otros
valientes procuradores de justicia que se dedican a perseguir tuiteros al
tiempo que los Zetas florecen eu su jardín, si en un momento prosperara su
desatino de penalizar los corridos del narco se tendría que encarcelar también
a todos aquellos que leyeran El Mio Cid
o El Lazarillo de Tormes, pues el
narcocorrido, en el fondo, extiende sus
raíces hasta géneros tan variopintos como el Cantar de Gesta o la novela
picaresca. Del primero de estos géneros adquiere su condición de epopeya, y del
segundo, la ambigüedad moral de sus personajes, misma que hace que, sin
quererlo, una parte del escucha —en el caso de los narcocorridos—, o del lector
—en el caso de las novelas que tratan el tema—, simpatice con ellos. .Quizá por
ello nos resultan tan vividos y poderosos los personajes que emanan de las
canciones de Los Tucanes de Tijuana o Los Tigres del Norte, por que, en el
fondo, Camelia la Tejana es prima de Rodrigo Díaz de Vivar y tía de el
Periquillo Sarniento.
Así
que, si nos encarcelan a todos, pido litera.
III
Para concluir esta breve
intervención, quiero manifestar que, al contrario de lo que he escuchado en
diversos círculos, el género mal llamado Narconovela tiene cuerda para rato.
Actualmente
estamos viviendo en el país, además de una guerra que no pedimos, una
transformación radical en los valores y símbolos sociales. En estos días, y
aunque suene a chiste, considero que ya todo México es frontera, cada vez la
forma de ser fronteriza —lo positivo y lo negativo—, se extiende y asienta cada
vez más al sur, como si de repente el Suchiate quisiera matrimoniarse con el
Bravo y el Colorado con el Usumacinta. Somos un país más fronterizo en gustos,
música, vestimentas, medios de vida, pero, sobre todo, en ese espíritu
alcahuete que hace posible la tolerancia cada vez más extendida de los valores
delincuenciales dentro de la sociedad. En ese sentido, sería más apropiado
comenzar a utilizar el término anglo
Frontier, que no únicamente se refiere a una línea divisoria, sino también
a ese espacio en donde dos comunidades disímbolas se unen para mezclarse en una
tercera y en donde las leyes se vuelven relativas por la fuerza de las
circunstancias. Por lo mismo, no podemos suscribir el género literario
característico de este fenómeno al puro fenómeno del narcotráfico, ya que es
mucho más complejo. El tráfico de drogas existe, efectivamente, así como el de
personas —del cual trata el trabajo que les presento—, pero también existen las
actividades honestas de gente que, a pesar de que convive un día sí y el otro
también con estas actividades, deciden dedicarse a labores dentro de la ley.
Es
por eso que, a este género en el que trabajamos varios, no lo llamaría
narconovela. Más bien, lo bautizaría como Thriller fronterizo, o bien, como
novela negra norteña….
Gracias,
y buenas noches.
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