Como la mayoría de las personas
que conozco, no he olvidado ese 11 de septiembre.
Me
veo a mí mismo manejando, a mis 26 años, el
tsuru que la compañía para la que trabajaba — y aún trabajo—, me había
asignado. Llegaba apenas a la oficina, pues rayaban las nueve de la mañana. Ya
me había acostumbrado a que los viajes dentro del vehículo fueran silenciosos y
reflexivos por la falta de radio. Fue cuando sonó el timbre de mi entonces
enorme teléfono celular.
—
¿Ingeniero? —me inquirió desde el otro lado de la línea el director regional de
la empresa.
—
Dígame, Juan Carlos —le respondí mientras esquivaba un autobús
—
Te comento que vamos a mandar tres patrullas para resguardar las instalaciones;
por favor, recíbelas e instruye a los policías de las políticas de seguridad
que aplicamos.
—
Claro, pero ¿Por qué? ¿Pasó algo?
—
¿No te has enteradote lo de las torres?
—
¿De qué torres?
—
Prende el radio cuando llegues a la central.
Colgamos. Yo aceleré y prendí un
cigarrillo —en ese entonces, aún fumaba—, y llegué a mi destino. De inmediato
los policías de la caseta, quienes me conocían desde dos años atrás, me
revisaron como si de la noche a la mañana me hubiera crecido una nueva cara.
Mochila, cajuela, incluso la revisión de bolsillos sobre el escritorio de vigilancia.
—
Usted disculpe, inge —me dijo el que me tenía más confianza—, son órdenes de
arriba.
—
Mientras, en el patio, seis miembros de la policía bancaria e industrial del
estado de México, perfectamente armados, tomaban posiciones dentro del edificio.
Yo, en ese momento, pensé que estaba en curso un golpe de estado en el país
—onda otro pinochetazo—, o, quizá más improbable, un levantamiento popular.
De
inmediato prendí el radio e intenté conectarme a Internet. En la estación que
escuchaba en aquel tiempo los locutores, que por lo general se comportaban como
adultescentes locuaces y valemadres,
ahora narraban los hechos con solemnidad de empleado de pompas fúnebres
“Estamos viendo cómo el segundo avión se impacta en la Torre Norte, en vivo”, “Que espanto.
Esperemos que la hayan desalojado”, “Eso ya no pinta como accidente, sino ya
parece un atentado en toda la forma”, “Nos informan que un tercer avión se
estrelló en el Pentágono”, “Otro al parecer, con rumbo a Washington, fue
derribado antes de llegar…”. Conectarme a Internet para engordar mi morbo fue
imposible —las líneas, que en ese momento eran de 64 K, estaban totalmente
saturadas—, por lo que tuve que ir a la caseta a ver la destartalada televisión
de los vigilantes.
Fue
en ella cuando puede ver, por primera vez, esas imágenes que ya pertenecen al
inventario mundial de la infamia: el avión de American Airlines penetrando la
Torre Sears Norte de Nueva York, violándola sin ningún recato, para luego
explotar dentro de ella. El impacto del segundo avión, el derrumbe de las
estructuras ya vencidas por los golpes y el fuego; las siluetas cayendo desde lo más alto de las torres, suicidas quienes prefirieron
inmolarse al asfalto que ser devorados por el fuego; gente cubierta de asbesto,
de polvo de cemento, niños y hombres crecidos llorando inconsolables…
Lo
cierto es que, al principio, no creí lo que pasaba. Las imágenes me recordaban
tantos churros Hollywoodenses que pensaba que en cualquier momento saldría de
entre los escombros Chuck Norris o Bruce Willis a darles en su madre a los
responsables. Poco a poco —como a la mayoría de los que lo vimos—, nos fue
cayendo el veinte de que esas muertes eran reales, que no eran dobles los que
saltaban al vacío, sino oficinistas y empleados de limpieza que, de seguro,
reventaron como huevos al llegar al piso; nos fue cayendo el veinte de que las
torres que se colapsaban tenían en su interior a millares de personas que en
segundos se convirtieron en carne machaca; que los bomberos muertos no tendrían
segunda toma, ni se escucharía el clack de una paleta de madera seguido del
grito de un energúmeno director que dijera “Corte, corte, se edita”.
Pero no... Era
the real life, y no mamadas.
En un principo, y lo reconozco no sin cierta pena, pensé "Se lo merecen por cabrones", recordanto la infinidad de intervenciones, atentados, asesinatos y dictaduras que habían sido responsabilidad del país las barras y las estrellas. En los siguientes días, hablando con mis conocidos y entrando a foros de dicusión, me dí cuenta que muchos pensaban igual que yo. Incluso circuló por la red un listado de los agravos que Estados Unidos habían ejercido contra otros pueblos del mundo, desde el despojo de Nuevo México, California y Texas, hasta la invasión a Irak de los noventas, pasando por los innumerables agravios a Cuba, Vietnam, Angola, Nicaragua, Panamá y muchos, muchos otros. Fue cuando me di cuenta de que, en realidad, no había casi país en el mapamundi que no tuviera razones para orquestar un atentado contra los Estados Unidos. Por otro, lado, pasando la mezquindad inicial, creo que muchos tomamos conciencia de que las víctimas de las Torres poco o nada tenían que ver con aquellos que dictan la política mundial, la economía del globo o las incursiones militares. Que aquello era también una tragedia enorme a nivel humano.
Además, creo
que en ese momento, la mayoría de los que vivimos ese momento como espectadores
en todas partes del globo apenas si intuíamos los cambios que conllevarían los
atentados del 11-S (ya llamado así desde ese momento por obra de esa manía de
los gabachos por sintetizar todo); pronto vimos que Osama Bin Laden, hasta ese
momento un borroso líder antinorteamericano, escalaba en el inconsciente
colectivo para volverse el non plus ultra de la maldad y la ojetez; un Darth
Vader de barba y turbante en la cabeza; vimos también como Afganistán, un país sin más gracia que estar lleno de chivos y fanáticos que dinamitaban Budas se convertía en la epítome del mal, en el
Salón de la Injusticia global.
Desde el principio, la narrativa que eligió el gobierno de los
Estados Unidos para explicar los ataques sonaba incongruente: Osama Bin Laden,
efectivamente, era un hombre acaudalado y un militante antioccidente con nexos con el terrorismo, pero era muy difícil que hubiera podido orquestar un atentado de tal
magnitud; resultaba ilógico que Afganistán, un país casi en la edad de piedra,
de repente se convertía en cuna de terroristas decididos y entrenados en la más
avanzada tecnología aeronáutica. Sin embargo, lo más incongruente era que
Estados Unidos, poseyendo los sistemas de detección aeronáutica y el ejército
mejor pertrechado del mundo, fuera incapaz de detectar que varios aviones
comerciales de repente se salían notoriamente de su curso y se dirigían a
locaciones estratégicas.
Por
supuesto que las explicaciones estuvieron de más. Pues
los atentados del 11-S, en lugar de servir para que los norteamericanos reflexionaran
acerca de su papel en el escenario internacional, fueron utilizados para justificar una
política mucho más agresiva e intervencionista.
Otros países tomaron la justificación de la “lucha contra el
terrorismo”, para ahorcar a sus disidencias locales y a los movimientos
altermundistas que en ese momento clamaban por la democratización del
orbe. Los poderes fácticos mundiales
—emporios financieros, empresas, ejércitos, iglesias incluso—, aprovecharon el
miedo derivado para hacer avanzar su agenda y acumular poder como nunca lo
habían tenido. El ciudadano común y su capacidad
de resistir, por el contrario, se retrajeron.
Poco
hay que decir de cómo pinta el mundo a diez años de los atentados. Sólo nos
resta repetir esa frase que se hizo habitual entre los neoyorquinos, que hacía
patente su espíritu de lucha y que ahora, los que seguimos pensando que este mundo
puede ser un lugar mejor de lo que nos quieren hacer creer, deberíamos hacer
nuestra.
United
we stand.
Omar Delgado
2011
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