En ese cajón de sastre que es el
subgénero del realismo sucio pueden diferenciarse dos escuelas principales: por
un lado, las narrativas autoreflexivas y sombrías, de final abierto que podrían
llamarse Carverianas, y las celebraciones a la jodidez y al valemadrismo que
tan bien supo contar la pluma de Bukowsky. Tanto en unas como en otras subyace
una gran cantidad de amargura, sólo que, mientras que las primeras se
vanaglorian de ella, las segundas la ocultan detrás de una risa sardónica y
varios envases vacíos de cerveza.
Se
puede considerar una tercera categoría: la del jodido al que no le pesa su
condición y que pone en juego sus más refinadas artes del engaño y la tranza
para salir adelante en el día a día citadino: no finge desinterés como los
émulos de Bukowsky ni se azota como los de Carver; no se lamenta ni se siente
orgulloso de su condición de superviviente, sino que únicamente da cuenta de
ella.
Este
último enfoque es, curiosamente, el más antiguo, pues surge directamente de las
novelas de picaresca española. Mientras que los dos primeros deben sus
características a su origen norteamericano, la tercera es puramente latina.
Quizá por eso la diferencia de tono, pues tanto las ficciones Bukowskianas y
Carverianas están situadas en un ambiente en donde, por lo menos en teoría, es
posible escapar de la sordidez y dejar de ser looser, la tercera categoría
tiene como escenario una sociedad en donde lo jodido es patente de corso, en
donde no hay más opciones de existencia, por lo que no vienen al caso ni las
actitudes autocompasivas propias de Carver ni las bravatas de cínico fingido de
Bukowsky. En otras palabras, en este último enfoque del realismo sucio no hay
amargura simplemente porque no existe paraíso perdido que añorar.
Rogelio
Flores (Ciudad de México, 1976), y sus personajes pertenecen a esta última
categoría de pícaros. Sus cuentos son celebraciones de lo marginal, carcajadas
de lo sórdido. A sus personajes se les aprecia incluso una vena épica en el
sentido de que cada uno de ellos es heroico en su aguante, en su estoicidad, en
su capacidad de agandallar a los demás, en su generosidad de puta buena. Su
primera colección de cuentos, Adiós Princesa (Ficticia, 2005), se
caracteriza por ese espíritu veinteañero que navega por lo marginal, no como
turista, sino como habitante e hijo de las tenebras urbanas; en sus páginas
vibra esa rebeldía necesaria para la supervivencia de los paridos de la calle,
de aquellos a quienes todos, menos el asfalto, les han vuelto la espalda. Desde
el adolescente ciego que se rebela contra su maestro hasta el offcie boy que
rasca en su pecho hasta encontrar su lado salvaje, pasando por el chichifo de
la guarda o la princesa de genes casi-divinos que deambula en Garibaldi, todos
los personajes de Flores tienen algo de semidioses, de Perseos y Sigfridos de
las calles para los que la vida no es una rutina, sino la renovación diaria de
su mito personal.
Ese
mismo enfoque que se degusta en Adiós Princesa vuelve en Rocanrol
suicida (Versodestierro, 2011), más añejado y robusto. En la segunda de sus
compilaciones de cuentos se pueden apreciar a protagonistas más viejos,
conscientes de los efectos del paso del tiempo, que tienen aire de príncipes
exiliados, de reyes depuestos por alguna súbita rebelión. No es azar que la
mayoría de los personajes de Rocanrol ya sobrepasen la treintena y se muevan en
la noche como tapires viejos que olfatean a los nuevos predadores, más
sanguinarios y rápidos; son ellos guerreros ya descascarados, boxeadores viejos
y anquilosados que intuyen la caída que les espera.
En
Adiós…, pero más claramente en Rockanrol… , se percibe que los
relatos de Flores, más que ser cuentos en sí, pudieran ser parte de una
narrativa más grande ―quizá una novela―, sin embargo, esto de ninguna manera
les reta mérito. Muy por el contrario, son como aquellos rostros tallados de
los retablos barrocos que, si bien al verlos de manera individual se intuye que
pertenecen a una obra mayor, son, en sí mismos, un prodigio de detalle y
perfección.
Muy estimable la obra de
Rogelio Flores. No hay que perdérsela.
Omar Delgado
2011
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