jueves, marzo 15, 2007

Todos somos Gioconda

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Una de las teorías que se manejan acerca de la identidad de la Mona Lisa dice que el retrato es la representación femenina de Leonardo. De ser cierto, Da Vinci tuvo la puntada de pintarse a sí mismo —en su versión mujer—, y así obsequiarnos el retrato más famoso de la historia.
Lo cierto es que le quedó guapa, sea quien sea.
A partir de este hecho podemos deducir algo interesante: que el genio italiano estaba enamorado de si mismo. La Gioconda, entonces, no era sino la representación de lo que él deseaba ser.

Las demás personas no somos diferentes al inventor florentino. Nosotros también nos figuramos un modelo con las cualidades que deseamos en nosotros. Tambíen vamos cargando nuestra Gioconda particular, admirándola, deseándola, comparando con ella a todas las personas que conocemos y, muy en especial, a aquellas que percibimos como parejas potenciales. Odiamos a quienes sabemos diferentes a nuestra Mona Lisa; nos enamoramos de quien se acerca a ella.
Así pues, exigimos en el sujeto amoroso —no me gusta decirle objeto—, lo que creemos que no somos, pero deseamos ser. Buscamos a quien tiene la fuerza que nos falta, si somos débiles; la libertad que añoramos si nos sentimos prisioneros; la aventura que deseamos si nos concebimos como rutinarios. Buscamos en la amada o en el amado aquello que le deseamos arrebatar.
Finalmente, el amor no deja de ser egoísmo.
“No te amo por lo que eres, sino por lo que soy al estar contigo”, dice una frase atribuida a Gabriel García Márquez. Buscamos a nuestras parejas no por ellas mismas, sino por el efecto que causan en nosotros. El amar a alguien es fundirse en él, es beber de su escencia y compartirla; es también, el cambiar y asimilar a través del amante.
La atracción comienza por lo físico, eso es indudable. Buscamos a las personas que nos gustan, aquellas de las cuales nuestra piel puede sentirse ansiosa. Luego, viene el reconocimiento: comenzamos a saber de sus gustos, de sus cualidades y de sus defectos. En esta fase, mucho es artificio: nosotros vemos al otro a través de nuestra Gioconda, y el otro nos deja conocer lo que cree que és, o peor aún, lo que el deséa que creamos que és. La relación se concreta, y al principio, cuando las feromonas y las endorfinas abundan, todo es una danza de Monas Lisas. Pasa la novedad y comenzamos a ver al otro tal y como és. En dicha etapa también lo comparamos con nuestro autoretrato, pero sólo que en sentido inverso. Nos damos cuenta de cuan diferente es aquel o aquella a nuestra imago, a nuestro modelo.
Es en este momento cuando podemos decidir tomar nuestro cuadro, decir adios y seguír trajinando por el mundo haciendo comparaciones, cargando una pintura que con cada relación se deteriora más. Sin embargo, también podemos decidir quedarnos, aceptar al otro tal cual és y arrumbar nuestra Gioconda en el ático o bien volvernos pintores y relaborar el cuadro, hacerlo cercano a aquel al que acabamos de re-conocer.
Sin darnos cuenta, un día nuestra Mona Lisa ya no es nuestra, sino que es el retrato del otro.
La tragedia llega el día en que todo acaba. Cuando nos encontramos de nuevo en el camino, con el óleo hecho jirones, nos damos cuenta de que ya no la reconocemos. A nuestra Gioconda parece haberla pintado Picasso, Matisse o Tolouse- Lautrec. Podemos aferrarnos a esos retazos por el resto de nuestras vidas o podemos tirarla en el arrollo y seguir adelante.
Es entonces, en el momento de tirarla, cuando podemos amar al fin.

Omar Delgado
2007

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