jueves, marzo 01, 2007

Letras muertas

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El Más allá en la literatura Mexicana

Somos un país muertero. Para comprobarlo, basta ver nuestros ritos más arraigados: los Cristos sangrantes de Semana Santa, la quema de los Judas el sábado de gloria, la devoción a los muertos en noviembre. Desde la época prehispánica muchos de los rituales y prácticas sociales de los pueblos autóctonos giraban alrededor de la muerte. Para las culturas más estructuradas de Mesoamérica (Léase Toltecas- Mexicas y Mayas). El momento más importante de la vida del individuo era, paradójicamente, el del óbito. La trascendencia del “alma” dependía de la causa de la muerte, y no de la conducta en la vida. Para las culturas del altiplano la causa de deceso más deseada era la muerte en batalla o en la piedra de los sacrificios —para las mujeres el equivalente era morir en trabajo de parto, otra batalla de la vida contra la muerte—, pues eso les garantizaba el acceso al Tonathiu Calli, la casa del Sol. Aquellos que fallecían por causas relacionadas con el agua —ahogamientos, rayo, gota—, eran admitidos en el edénico Tlalocan. Los muertos por enfermedad o por vejez debían enfrentar el camino que llevaba hasta el Mictlan, especie de averno en donde las almas languidecían hasta su extinción.

Los mayas buscaban, por otro lado, morir ahorcados por su propia mano. La guapa diosa Ixtab, patrona de los suicidas, esperaba a aquellos que se ahorcaban de las ramas de la ceiba para llevarlos al paraíso.

Fue durante la conquista, y más, después del lento proceso de evangelización, en que se agregaron a la visión indígena los conceptos de la culpa y del pecado. Ya no fue la causa de la muerte lo que determinaba la existencia ultraterrena, si no las faltas que se cometieran en vida. Los conceptos cristianos de Infierno, Purgatorio y Paraíso se fusionaron con las creencias autóctonas: El ya mencionado Míctlan, originalmente un lugar de reposo en el cual las almas NO eran atormentadas, pasó a poblarse de llamas y demonios verdugos mientras que el Tlalocan pasó a ser el buscado paraíso; casa de dichas a donde paraban los que seguían las órdenes de los españoles. En el mundo maya ya existía un concepto similar al infierno cristiano: el Xibalbá, reino del terrible Kshin, quien castigaba los pecados que se cometían contra los dioses.

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Me lleva el diablo
Parte medular de la visión de ultratumba mexicana es el Diablo, el chamuco mismo, patas de cabra, gestas, el Compadre. En las culturas mesoamericanas existían figuras que encarnaban el mal en el mundo, aunque no tenían la carga atemorizante ni ignominiosa del Señor de las Tinieblas. Para los Mexicas, las figuras más aproximadas serían los dioses Mictlantecutli y Tezcatlipoca; el primero, por su condición de rey del Mictlán; el segundo, por que era el que disponía caprichosamente de los destinos de los vivos. Dios de la noche y de los brujos, el señor del Espejo Humeante acostumbraba dar o quitar, favorecer o perjudicar; dicho dios, sin embargo, era capaz de ser generoso con quien le rendía las ofrendas necesarias.

Al darse la conquista espiritual de América, las características de estos dioses se agregaron a la figura del Lucifer que pregonaban los evangelistas, sólo que sin sus cualidades positivas.

Cabe decir que, tanto la figura arquetípica del Diablo como la del Infierno son dinámicas, cambian conforme lo hace la sociedad. En las leyendas que provienen de la época colonial el maligno aparece vestido de hidalgo o encomendero, de negro siempre. Se le representa como un hombre maduro, atractivo (una de las características de Tezcatlipoca). En los tiempos revolucionarios las leyendas retratan a Satanás vestido de charro (con botonadura de plata, but of course). Una característica de la figura del Diablo en las comunidades es que siempre aparece encarnando a una figura opresora, que representa el ejercicio de un poder autoritario e injusto (El encomendero, el caporal, el capataz de hacienda), por lo que el chamuco es también una manera de concebir la opresión.
El infierno, por otro lado, siempre ha aparecido en el imaginario colectivo como un lugar relacionado con el “pecado”: salones de baile, cantinas, cabarets, lupanares, siendo sus habitantes por supuesto, aquellos que rompían las normas sociales, muy especialmente las relacionadas con el sexo: Las prostitutas, los padrotes, los clientes de dichos lugares, las mujeres de moral relajada, los donjuanes de pueblo, los jugadores, los borrachos, los hombres y mujeres de poder.
Estas visiones del Infierno y del Diablo, que han sobrevivido y se han enriquecido por siglos, también aparece en la literatura mexicana de los siglos XIX y XX.

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Palabras infernales
Durante el siglo XIX aparecen en la literatura mexicana numerosas referencias al más allá. En los últimos años del virreinato aparece La portentosa vida de la muerte, obra satírica que rescata el concepto de la Danza Macabra medieval y la vuelve jocosa. En dicha obra, atribuida a un anónimo, la huesuda camina por el mundo, se emborracha y cotorrea. Más tarde, Manuel Payno escribe El Fistól del Diablo, obra de profundas resonancias morales en donde el Malo aparece como personaje central y omnipotente. Las calaveras como género periodístico aparecen durante la Reforma, apadrinadas por escritores de la talla del Nigromante, Guillermo Prieto y Vicente Riva Palacio. A través de ellas los periodistas —que desde ese periodo se convertirían en actores de primer orden en la política—, lanzaban flechas certeras y dolorosas en contra de los adversarios, conservadores y liberales por igual. En el terreno de la poesía fue Juan de Dios Peza quien se dedicó al tema sobrenatural. Dicho autor escribió varias obras en verso basadas en leyendas de la época colonial, destacando entre ellas La llorona y el Llano del Diablo. La primera, una versión del espectro nocturno que se lamenta de sus hijos, al cual el poeta le asigna nombre y apellido: Doña Luisa de Montesclaros; la segunda, la historia de una doncella cuya virtud derrota los embates de las fuerzas infernales. Ambas obras, escritas con el ampuloso estilo de la época, tienen una fuerte tendencia moralizante. Sin embargo, la atmósfera y la imaginería que Peza logra en ellas son trascendentes en la medida en que encapsulan los conceptos colectivos del mal y de la vida ultraterrena. Vicente Riva Palacio también hace lo propio al recrear la leyenda virreinal de La mujer herrada, en donde la amante de un sacerdote es convertida en mula y hecha herrar por dos demonios moros.

Ya en el siglo XX, se tienen dos obras que tratan como tema central al inframundo: Pedro Páramo y Macario. Cuando Juan Rulfo escribió su novela sabía lo que hacía. Además de ser un arriesgado —y genial—, experimento narrativo, la historia del Señor de Comala es también un compendio de los conceptos de la vida después de la muerte —vigentes todavía—, del México rural. El territorio literario de Rulfo —el mencionado Comala—, es un averno a donde llegan las almas atormentadas por sus propios rencores, en donde los vivos no tienen la seguridad de estarlo y los muertos se dan cuenta de su condición. Pedro Páramo es el amo de la nada, del polvo en donde anidan los espectros. Sólo se sostiene de los agrios recuerdos de su pasado. Los habitantes del pueblo se conciben muertos sin saber que hacer; pasan de la vida errante a murmurar en sus tumbas. En el saber colectivo del bajío sólo el muerto que se sabe muerto tiene oportunidad de trascender y el mundo está lleno de ánimas que desconocen su situación. Los espectros, tanto en la obra de Rulfo como en las leyendas de los pueblos de Jalisco, Michoacán y Colima, están condenados a repetir sus errores y sus trabajos, a buscar y escarbar la causa de su desazón. Cruel es el destino después-de-la-muerte que nos presenta don Juanito, en el que ni al morir se muere la memoria.

Por otro lado Bruno Traven nos presenta otro-lado más tangible. En su novela Macario nos muestra el diálogo del héroe homónimo con el Maligno, con Dios y con la Muerte. El primero aparece como un charro, un caporal que lo trata de comprar; el segundo, como un humilde muchacho; la tercera, que aparece en toda su miserable condición, es la única con la que el protagonista verdaderamente se identifica. El autor alemán se nutre de las consejas del México profundo, y retrata a sus personajes tal y como, desde hace siglos, los han representado las abuelas. De manera irónica Traven, un extranjero que llegó a nuestro país en calidad de refugiado político, es de los autores que mejor han desentrañado la relación del mexicano con su comadre la huesuda.
Finalmente, el más allá, el Diablo, las ánimas y otras construcciones de nuestro inconciente están presentes en la narrativa mexicana. A pesar de que por años dichos temas han sido despreciados por las academias y las famiglias literarias, la literatura fantástica en México goza de cabal salud. Somos y seguiremos siendo un país muertero. No en balde la novela más importante de la narrativa mexicana del siglo XX -y de toda las letras en habla hispana, hay que apuntar-, no es sino un relato de fantasmas. Narremos más Comalas, pues.

Omar Delgado
2007

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