domingo, marzo 19, 2006

La muerte en Huelga



Reseña de “Las intermitencias de la muerte” de José Saramago.

Casi siempre, en las obras de Saramago, el personaje principal no es una persona, sino una colectividad expuesta a una situación inaudita. En La Balsa de piedra fue el desprendimiento de la península ibérica del continente europeo; en Ensayo sobre la ceguera, la repentina pérdida de la vista de casi la totalidad de la población, y en el caso que nos incumbe, Las intermitencias de la Muerte, es la ausencia de decesos en un país anónimo.
Saramago es una figura pública altamente politizada. Durante los últimos años, desde que alcanzó la notoriedad que le dio el Nobel en 1998, ha apoyado la gran mayoría de las causas de la izquierda. Ha hecho patente su simpatía hacia el Ejercito Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), hacia Evo Morales o hacia los piqueteros argentinos, solo por poner tres ejemplos, lo que lo ha convertido en un autor que goza de una autoridad moral notoria, una voz que puede (y es) escuchada. Esta faceta de Saramago como figura política no es demasiado notable en su obra, pues ninguno de sus numerosos libros puede ser calificado como panfletario o tendencioso. Sin embargo, en la obra del escritor portugués si es palpable una inquietud de transmitir enseñanzas más profundas, de una ética muy personal, que sin embargo no afecta (y en muchos casos enriquece), la calidad literaria de sus escritos.
Se podría decir que Saramago es un escritor que pertenece a varias “familias literarias”. Por un lado, los planteamientos de carácter social que maneja en La balsa de piedra (donde expone de manera indirecta la viabilidad de que Portugal y España se unan a la Comunidad Económica Europea, siendo ambos países más cercanos a Latinoamérica), o La caverna (donde muestra las consecuencias de un sistema económico excluyente hacia los artesanos y los trabajadores tradicionales), lo emparentarían con escritores militantes (y geniales), tales como Pablo Neruda o Ernesto Sábato. Por otro lado, sus incursiones a la novela histórica en obras como Memorial del convento y Levantado del suelo lo acercan a otros escritores de este género, tales como Alejo Carpentier o Fernando del Paso, exponentes ambos de lo que se ha hecho costumbre catalogar como Novela histórica latinoamericana. Irónicamente, su más reciente trabajo lo aleja de ambas categorías. Lo anterior hace pensar que el lusitano está por crear su propia clasificación.
Las intermitencias de la Muerte, última novela del autor portugués, se aleja un poco del resto de su obra en lo referente al tratamiento del tema. Si bien Ensayo sobre la ceguera, Ensayo sobre la lucidez o La balsa de piedra están escritos en un tono más sobrio, incluso tenebroso. Las intermitencias... goza de una voz más lúdica. El autor hace más del sarcasmo y la ironía, lo cual es acertado, incluso necesario debido al tema tan sombrío que sirve como columna vertebral de la novela: la muerte.
El autor inicia la obra con una frase magistral, que sintetiza todo el conflicto: Al día siguiente no murió nadie. De ahí, comienza a desarrollar todas las posibles consecuencias de una repentino paro de labores de la huesuda: la alegría general, el pesar de los hombres y mujeres que viven de la muerte, la toma de conciencia paulatina, el horror de una colectividad que sabe que, pase lo que le pase, nunca morirá. El autor utiliza un tono sobrio, aunque no carente de ironía, para lograr una gran cantidad de reacciones en el lector. Hilarante es, por ejemplo, la reacción de los empresarios de pompas fúnebres, quienes obligan al gobierno del país a decretar obligatoria la exhumación de perros, gatos, canarios, peces dorados y demás fauna doméstica; lógica es la reacción de la iglesia y sus jerarcas, quienes admiten con resignación que cualquier religión se basa en el miedo a la muerte, y sin ella, no tienen razón de existir; sardónica es la creación de la maphia, grupo delictivo diferente a la mafia que se encarga, mediante pago previo, de llevar a los moribundos al país vecino para que puedan fallecer en paz, para descanso de ellos y de sus familias.
A pesar de la premisa fantástica, la historia nunca deja de ser verosímil, pues las reacciones de la gente (gobierno, habitantes, maphia, ejército) son creíbles a pesar de la increíble premisa. Saramago plasma, a través de la anécdota, toda la gama de reacciones que tiene el género humano ante la muerte: alegría, liberación, miedo, avaricia.
El libro cambia de tono cuando la muerte, retratada según la iconografía occidental, con guadaña y todo, se percata de las consecuencias de sus vacaciones y decide regresar. Sin embargo, La tía de las muchachas decide cambiar su modus operandi, pues comienza a mandar cartas de aviso a la gente, anticipando su llegada en una semana.
La dama de los ojos grandes cree que con ello hace un bien, pues se considera a sí misma alevosa por haberse estado llevando a las personas sin previo aviso. Sin embargo, se lleva una desagradable sorpresa cuando constata que la gente a la que le avisa, en lugar de despedirse de sus seres queridos y arreglar sus asuntos, se dedica al desenfreno y a la orgía. Repentinamente una de sus cartas es devuelta, por lo que la muerte, atónita y molesta, decide visitar al reacio para llevárselo a rastras.
En éste punto la historia se vuelve más intimista. El narrador, de ser una entidad fantasmagórica que revolotea por todo el anónimo país y que da cuenta de las reacciones de sus habitantes, se vuelve compañero inseparable de la Catrina. Ella busca al rebelde involuntario, lo conoce, se transfigura en mujer seductora, lo asecha, y finalmente, se convierte en muerte amadora. La última parte del libro, el enamoramiento de la flaca, está cerca de rozar el cliché. Sin embargo lo salva la pluma de Saramago, cuyo narrador, siempre sobrio y objetivo, en ningún momento se deja llevar por lo cursi, mas sí, por lo tierno. La imagen de la muerte rendida, regresando al lecho de quien antes fue su víctima, es una de las más hermosas del libro. Saramago cierra la novela de manera sucinta, pero genial, con la misma frase de inicio: al día siguiente no murió nadie.
Omar Delgado
2006

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