La convulsión de la tierra.
Tenía 10 años. Estba desayunandome unas Zucaritas con leche en la casa de mi abuela, en la colonia Miravalle -adjunta a la Portales, en la ciudad de México-. Mi madre se disponía a salir, arreglada y con un perfume de jazmín, a su trabajo en la compañia de Luz y Fuerza del Centro. Yo tenía 10 años, y todavía no había signos del prángana que sería veinte años después, vestía el uniforme de la primaria: rojo jitomate el swetear, caqui el pantalón, blanca la horrible chazarilla -los uniformes de escuelas públicas son la mejor fábrica de Darketos y pandrosos, sí señor-. A las 7:19 de la mañana, iba a dar una chucharada al cereal cuando sentí la primera sacudida del suelo. "ahorita pasa", dijo mi mamá. Y sí, así lo creíamos, pues no era el primer temblor que nos sorprendía en esa casa. Sin embargo, no disminuyó, se hizo más fuerte hasta alcanzar los 8.1 grados Rickter. Corrimos al marco de la puerta de una de las recamaras y nos abrazamos. Recuerdo que me sentía mareado, que todo a mi alrededor se hacía borroso y que yo temí que de un momento a otro mi mundo conocido -mi mamá, mi casa, mi abuela-, se difuminara. Ese instante me pareció largo, horriblemente etérno. Ni yo, no mi madre, ni mi abuela gritamos. -tanto era nuestro horror-, solo escuchabamos el crujir de las paredes mientras nos mordíamos los labios en espera de que el sismo se calmara.
Todo terminó, y yo, ya sin hambre, me dirigí a la escuela. En el camino, ví una barda derrumbada, y a un infortunado perro aplastado por ella. Pensé que los daños no habían pasado de eso, pero cuando llegúe a la primaria, los profesores estaban pálidos y temblorosos. Con el hilito de voz que le quedaba, la directora nos regresó a nuestras casas. Los alumnos, en nuestra insonsciencia de chamacos, gritamos de alegría y nos fuimos echando desmadre, festejando lo que para nosotros eran unas vacaciones sorpresa.
Cuando llegué a casa fue cuando comencé a darme cuenta de la magnitud de lo que había pasado: No había Televisa, y por el radio nos llegaban las noticias de que el centro de la ciudad, la colonia Roma, la unidad Nonoalco Tlatelolco habían sufrido daños espantosos, que muchos edificios se habían derrumbado con gente dentro, que el número de muertos era algo que nunca llegaríamos a saber. Mi abuela Amelia quiso telefonear a nuestra familia de Chihuahua, pero nos dimos cuenta de que el centtro telefónico de San Juan se había derrumbado y no se podían hacer llamadas de larga distancia. La ciudad de México, la segunda más grande del mundo, estaba totalmente incomunicada con el exterior.
¿Dónde están los muchachos?
Después, llegó la angustia: mi tía Hermila llegó histérica, gritando que el Conalep Balderas se había derrumbado. Mi primo Gerardo, su hijo, estudiaba en ella. Mi abuela, dura mujer de Jalísco, a la que nunca vi llorar, la consoló diciendo que probablemente viniera en camino. Pasamos horas muy ágrias esperándolo. finalmente llegó, con el espanto en el rostro. Esa mañana se había levantado tarde y no alcanzó a llegar a su clase de las 7:oo. El temblor lo sorprendió a dos cuadras de la escuela, y alcanzó a ver como el edificio se colapsaba con todos sus amigos y maestros dentro.
Ese día fue de estar en casa, esperando a todos mis parientes perdidos. Mi familia siempre giró alrededor del matriarcado de mi abuela Amelia, y para nosotros, los Delgado, su departamento-casa de la calle de Miravalle 824, interiór 6, era el ombligo del cósmos. Fueron llegando mis tíos: Juan el que trabajaba en la UAM; Demetrio y su esposa pretenciosa, Dolores -le cagaba que la llamaran Lola-, mi tía Chayo,esposa de Juan; Chuy, el soltero no-codiciado, con su calvicie temprana llena de sudor; mi otro primo, Rogelio, quien había ido con la novia para confirmar que estuviera bien. Todos acudian al llamado silencioso de aquella matrona, Amelia, quien ostentaba la serenidad de quien ha visto mucho en la vida. Para la noche, toda la familia nos encontrábamos ahí, acogidos en esa casa, pertrechados con baterias, radio que sonaba las 24 horas, latas de comida y, por supuesto, croquetas para los perros. Apenas dormimos.
A partir de ese día, y durante semanas, el sonido que inundó el aire fue el de las sirenas.
El miedo dentro.
El 20 de septiembre, viernes, estábamos todos en la casa, cuando nos sorprendió el segundo temblor. Ahí ni siquiera la pensamos: salimos corriendo a la calle, algunos en calzones. Recuerdo a mi tía Chayo cargando a sus perros, corriendo despavorida,y a su esposo Juan cargándoles el alimento y el agua. Ya habíamos visto las imágenes de Tlatelolco, del mítico Hotel Regis, de Televisa, todos convertidos en escombros. No quisimos arriesgarnos a dar un palomazo con Rockdrigo.
Un ensayo del fin del mundo.
Al otro día ya teníamos consciencia de que estabamos en medio de un apocalípsis en chiquito. Mis primos Gerardo y Rogelio -Yeyo y el Güero-, jóvenes y generosos, se fueron a ayudar como brigadistas, para angustia de mi colérica tía Hermila. Pronto, tuvimos de primera mano, gracias a ellos, noticias de la situación en los edificios colapsados: personas aplastadas, algunas todavía vivas, otras que murieron en el rescate, manos, piernas, torsos cercenados entre las piedras. En esos días, nos toco presenciar lo peor y lo mejor del ser humano: el gobierno mexicano atado de manos, absolutamente incapaz de otra cosa más que de mandar al ejercito para evitar pillajes; los robos, los saqueos a las ruinas. Recuerdo muy bien a las costureras de San Antonio Abad, cuyos patrones abandonaron entre los escombros. (esos distinguidos caballeros mandaron primero a rescatar sus máquinas de coser antes que a sus trabajadoras). Otra cosa que recuerdo es a los topos, hombres sencillos, muchos de ellos albañiles, que se jugaban la vida, metiendose entre los pedazos de edificio para rescatar gente; los llegúe a ver varias veces, llenos de polvo, sudorosos, arriesgando el pellejo por arrebatarle a la muerte a un semejante. Las imágenes eran elocuentes: en todos los edificios derrumbados, la gente hacía cadenas humanas para retirar el escombro, piedra a piedra; los automóviles particulares se volvieron ambulancias con un paño rojo en el toldo, y corrían por las calles tratando de llevar algún herido al hospital; el Presidente Miguel de la Madrid que balbuceaba incoherencias, y los funcionarios que minimizaban la tragedia cada vez que podían; Plácido Domingo, quien se quitó el frac y ayudó a rescatar personas en Tlatelolco, donde perdió a parte de su familia; los bebés del Centro Médico, que fueron rescatados aún después de días, algunos todavía en los brazos de sus madres muertas. Inspiraba la valentía de los hombres, mujeres, jóvenes, que buscaban víctimas entre edificios que se colapsarían de un momento a otro, que se paraban sobre escombros a punto de hundirse siguiendo el quejido de alguien; la ayuda internacional, los perros rastreadores de Canadá, los cuales se apropió no se qué funcionario; las casas de campaña que llegaron de Francia y que el PRI comenzó a repartir entre sus miembros -fueran damnificados o no-, las señoras de la colonia Guerrero, preparando comida en el Hotel Regis para los improvisados rescatistas; el estadio de Baseball del Seguro -hoy derruido-, habilitado como gigantesca morgue en donde la muerte, muy seguramente, se divertía dando home runs.
En esos días todo cupo dentro de la ciudad de México.
La visión de los muertos.
La imágen más pesadillezca que tengo del temblor se las debo a mis cabrones primos. El día 21 de septiembre los acompañe para recoger a la novia del Güero. Pasamos a una cuadra del Zócalo y pude ver los bultos de los cadáveres, cubiertos con lonaz, acostados en fila, en la plancha de contreto. El viento nos traía el olor a muerto. Ese día no pude dormir, ni muchos otros.
Una ciudad se rie para no llorar
Muy poco a poco, la ciudad fue regresando a la normalidad. Yo reinicié clases al mes y medio, solo para que mis compañeros me contaran los chistes más crueles del temblor: "¿Sabes por qué al temblor le dicen Salvo?: Por que arrasa con la raza"," ¿Qué decía Plácido Domingo mientras buscaba gente en Tlatelolco?: Quién es el que anda ahí" Afortunadamente, ninguno de mis amigos había perdido a nadie en el temblor. De otra manera, no lo hubieramos tomado tan de broma. A pesar de nuestra risa, de algo estabamos todos seguros: si volvía a temblar, nos cagábamos en los calzones.
El quinto sol
Los antriguos Mexicas pensaban que vivíamos en la quinta era de la creación -el quinto sol-, y que esta se acabaría con un terremoto. Además, en ese día aciago, unas bellas señoritas sin piel ni músculos llamadas Tziztimime bajarían del cielo a devorar a la humanidad. Ese día, hace 20 años, muchos también lo comenzamos a creer. Las Tzitzimime nunca llegaron -con el gobierno, ni falta que hacían-, pero lo cierto es que, desde aquel día, no soporto las pinches Zucaritas.
Omar Delgado. 2005
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