Tal vez sea de las primeras memorias que tengo
Era 1979, en la primera visita de Juan Pablo II a México. Mi abuela escuchaba con devoción cada movimiento del jerarca en el radio. En ese tiempo era una matrona de más de sesenta años que me cuidaba a mí, de menos de un lustro de vida. En eso, escuchó que el poltífice en su recorrido pasaría por Avenida Río Churubusco, una calle cercana a nuestra casa. Ella, rápidamente, me tomó y corrió las doce cuadras que nos separaban de la mencionada avenida en menos de cinco minutos y me cargó sobre sus hombros. Ya arriba, alcancé a ver a un hombre vigoroso, bien entrado en sus sesentas, que bendecía a los que bordeabamos la calle por la que pasaba. Todavía recuerdo su vestimenta blanca que brillaba con el intenso sol, , su capa moviendose por el viento, el automóvil descapotado, su sombrero rojo, pero sobre todo, la emoción tan grande de mi abuela, quien casi llorando, contó una y otra vez que el papa me había bendecido en persona.
Lástima, pero creo que no sirvio de mucho.
Crecí, y como todo adolescente, comenzé a hacer demasiadas preguntas. Me dí cuenta de que ese viejecillo sonriente era en realidad el monarca más absolutista que existe, el que tiene más súbditos (Solo poco más de mil millones de católicos alrededor del mundo), que apuntaló algunas de las dictduras más crueles del mundo moderno -Pinochet, los militares argentinos, entre otros etcéteras), que se pronunció siempre por la intolerancia, por negar al homosexual, al condón, a la igualdad de sexos en su propia institución.
Sin embargo, ahora que Juan Pablo II ha muerto, no puedo dejar de imaginarme a mi abuela -quien murió hace cuatro años-, recibiendolo con alegría en un lugar diferente a esta tierra, viéndolo con la misma devoción, con la misma alegría.
Por que el papa finado era ambas cosas: un político que cambió al mundo -abusando in extremis del lugar común-, que defendió causas dañinas, que fué enemigo de la libertad en contraposición al dogma, y al mismo tiempo, era un hombre con un encanto capaz de que una mujer de sesenta años corriera casi un kilómetro en menos de cinco minutos, solo para que su nieto lo pudiera ver.
Descansa en paz, pues, Karol.
Si vez a mi abuela, dile que sigue en mí.
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