Recuerdo que en alguna fiesta cierto invitado cursi afirmó que el sexo
es el mejor regalo que los dioses hicieron a los hombres, que la capacidad de
que dos personas acoplen sus gónadas con el puro fin de darse placer es el más
bello don de la naturaleza.
Disiento. El mejor de los obsequios
que se nos dio como seres humanos no fue el sexo compartido, sino la noble
capacidad de darnos placer a nosotros mismos.
Sí, la masturbación, la hispánica
paja, la provinciana puñeta, la puberta chaqueta, es la prueba fehaciente de
que allá afuera, en otro plano, en el espacio exterior o en un nivel distinto
de la creación, hay un dios, ángel, demiurgo o extraterrestre cabezón que nos
aprecia aunque sea tantito.
Piénselo un poco el apreciado
lector: para el sexo consensuado entre dos personas, cualesquiera su sexo,
hacen falta una serie de rituales al cual más tedioso; para que una persona
convenza a otras de ser su compañero o compañera de lecho es necesario que siga
una serie de pasos engorrosos, de trámites de la epidermis que a la larga se
hacen insoportables. Desde los chocolatitos y las flores para la noviecita
cándida a la que uno se piensa atornillar por primera vez hasta los laberintos
de la seducción intelectual con la que los viejos faunos intentan acercarse a
la ninfa o al efebo; desde las horas de repeticiones gimnásticas que tienen
como fin moldear un torso y unos bíceps apetitosos hasta la demencial carrera
para obtener poder y dinero con los cuales convencer al sujeto de deseo, las estrategias
con las que buscamos acercarnos a ese otro anhelado son, aceptémoslo, un vía
crucis pagano. Incluso las relativamente más simples, tales como contratar a
alguna puta o gigoló —con quienes el intercambio es absolutamente transparente,
y quizá por ello más noble—, o el más socialmente aplaudido del matrimonio,
tienen su chiste, sus mínimos requerimientos: para el sexo mercenario necesitas
dinero, y para la matrimoniada hacen falta todos los rituales que la sociedad
exija en ese momento y lugar: los anillos, el lazo, y bailar la Víbora de la
Mar sólo para que te caiga encima la prima Robustiana, que pesa como ciento
cincuenta kilos y huele a ajo.
Horror.
En cambio, la masturbación está
al alcance de todos: la pueden ejercer el teporocho y el cautivo del separo más
infecto, el oficinista gris y el capitán de industria más poderoso. La chaqueta
es universal, verdaderamente democrática, no restringida a ningún color de
piel, credo, orientación sexual o capacidad intelectual. Es asequible a
cualquiera con alguna extremidad útil y unos órganos genitales capaces de ser
obsequiados con honores. Es por ello que Madame Puñette, de nombre castizo
Manuela Palma, es generosa dama de compañía que se manifiesta lo mismo en la
cloaca más lamentable que en el penthouse desde donde se mueven los dineros de
media humanidad. El banquero, lo mismo que el ropavejero, dejan a un lado de
cuando en cuando sus mercantilismos para retirarse y entrar a su privadísimo
spa que les provea de ese descansito del que todos tenemos necesidad de vez en
cuando.
La verdad, todos —y todas, dirían las feministas—, nos
la jalamos alguna vez. El niño, cuando por accidente o curiosidad descubre el
delicioso poder de su entrepierna, no ceja de utilizarlo sino hasta que una
mamá castrosa u otra figura de autoridad lo descubre y lo reprime. “Pinche
chamaco cochino, déjese ahí”, le gritan luego de darle de manazos. El infante
entonces aprende una terrible lección: que lo que lo hace feliz es, al mismo
tiempo, lo que lo llena de vergüenza, que un derecho tan, pero tan íntimo como
el autoplacer es también la mayor de las perversiones, fuente de pelosidades en
la mano y de cegueras prematuras. Por
lo tanto, relegará el ejercicio de sus chaquetas a los lugares más íntimos, al
cuarto de baño, al hueco entre sus sábanas, al armario de los trebejos, a la
clandestinidad. Y sólo mucho tiempo después, si tiene suerte, podrá, luego de
muchas meditaciones, lecturas y experiencias, podrá liberarse un poco de la
maldita culpa que le inocularon, esa que perversamente es motor de toda la
sociedad en la vivimos.
Quizá por ello, por la culpa, hemos
generado ingeniosas alegorías de la chaqueta. Masturbaciones socialmente
aceptadas en las cuales podemos darnos placer cuasisexual sin necesidad de que
el respetable se ria o hiperventile de la impresión. Por ejemplo, el yuppie que
hace rugir el motor de su Corvette en el semáforo ¿No está masturbando su ego?
La reina que se pasa horas arreglándose y admirándose, o que se vanagloria de
la envidia de quienes la ven llegar a la fiesta ¿No está friccionando el clítoris de
su vanidad? El político que
ante la cámara de televisión acepta con una sonrisa que sí hizo cierto delito,
pero que el ilícito no es punible porque tiene fuero ¿No está metafóricamente
eyaculándonos en el rostro? O los miembros de alguna mafia cultural que se la
pasan escribiéndose críticas favorables y dándose premios literarios entre
ellos ¿No están, en el fondo, en una rueda de masturbación conjunta, en el que el
de la derecha le jala el cuello al
ganso a su compañero y así
hasta cerrar el círculo?
Quizá si adoptáramos a la puñeta como
ejercicio sistemático y sin
tapujos este mundo sería un lugar más habitable. Miles de psicoanalistas,
psicólogos, laboratorios farmacéuticos especializados en medicina psiquiátrica
y charlatanes del New Age se quedarían sin trabajo si la gente,
en lugar de tener brotes psicóticos o caer en panic attacs,
corriera al baño a regalarse un orgasmo; muchos conflictos cotidianos podrían
resolverse ipso facto (Sí, señora, usted me chocó, pero
si me la jala aquí en el coche me quedo con mi golpe), los conflictos laborales
desaparecerían casi en tu totalidad (Pues mire, Godínez, no le vamos a dar la
liquidación de ley, pero aquí le dejo a las licenciadas de Recursos Humanos
para que le extraigan la ponzoña),
e incluso la chaqueta podría convertirse en instrumento de buen gobierno
(Senadora, que dice el Presidente que se ponga crema en las manos. Ya viene el
líder de la cámara a pactar el presupuesto del año entrante).
Sí, amigos, la Chaqueta haría de este
mundo un lugar mejor. O quizá todo esto que digo no es sino una monumental
jalada.
Omar
Delgado
2012
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