En primer lugar, gracias por
acompañarnos en este recinto tan especial y simbólico, en donde nos acompañan
dos de las piezas prehispánicas que más ejemplifican la vocación del mexicano
hacia el horror: la Coyoxauqui, desmembrada por su propio hermano por querer
matar a Coatlicue, y la Tlazolteól, la terrible madre de garras de jaguar que
nos devorará a todos al final de nuestra existencia.
A
ellas, nuestras antiguas y terribles señoras, dedicamos estas palabras.
En las culturas antiguas, el
poeta era, también, el hechicero. Los árabes, por ejemplo, tenían a cierto
especialista que ellos denominaban Kahin,
quien no era sino el versador especializado en crear maldiciones, en vocalizar
de manera hermosa los más terroríficos deseos. El Kahin se alquilaba para maldecir al marido infiel, a la vecina
chismosa, e incluso a la comadre que nunca devolvía los tuppers. Sin embargo, a
la hora de los conflictos entre tribus, tal especialista era de las posesiones más
valiosas para el grupo, ya que el respeto que podía granjearse la aldea
dependía, entre otras cosas, de lo
atinado que la inspiración del Kahin,
y de su poder de convocatoria para enviar a los demonios a aporrear las puertas
de la comunidad enemiga.
Los hebreos, otra cultura del desierto,
empleaban los Kherpa, o maldiciones actuantes.
Estas podían esgrimirse sin ninguna razón, motivo o justificación; sólo hacía
falta que el maldiciente tuviera la voluntad de hacer daño. Eran los comandos con
los que los hechiceros (y cualquier persona furibunda), podían hackear el código
fuente de la creación para torcer la existencia de alguien y llevarlo por los
senderos de la desdicha. Varios de estos Kherpa
pueden leerse, muy diluidos gracias a las subsecuentes traducciones, en el libro
bíblico de los Proverbios (Digo, por si tienen interés).
Menciono
estos dos ejemplos para mostrarles el terrible poder que desde el inicio de la
humanidad se le confiere a la palabra. El poeta, el narrador, cuando sabe
utilizar el lenguaje, es capaz de mover las fuerzas más profundas del
inconsciente del receptor. La palabra es un instrumento capaz de evocar
paraísos o infiernos, y quien sabe utilizarla, puede inocularlos dentro de la
mente de quien lo escucha, o quien lo lee. Es el uso de los arquetipos
(símbolos narrados de carácter universal), lo que hace que un narrador sea
efectivo o no, pues estos artilugios, si son utilizados con precisión y
destreza, son capaces de manipular las emociones más profundas del ser humano:
el deseo y el miedo.
Si
un buen narrador de terror entiende lo anterior, será capaz de generar en la
mente de su lector una legión de pesadillas de las que no será fácil librarse,
pues el terror es una tinta indeleble que mancha de por vida el subconsciente.
Con esto, aclaro, no quiero decir que los narradores que se dedican al terror
sean capaces de corporizar los monstruos, fantasmas y seres de los que narran,
pero sí son capaces de crear el miedo a
estos seres. Bram Storker no creó al vampiro, pero si nos regaló la inquietud
que sentimos al ver una silueta afuera de la ventana; Horacio Quiroga no parió
ningún bicho hematófago, pero ni nos impuso el hábito de revisar las almohadas
cada vez que nos dormimos en cama ajena. En ese sentido, el poder de los
narradores de terror es muy similar al funciona de los Kahin: hechizan a quien se deja, les comparten sus propios temores,
los convidan alegremente, intuyendo quizá que dos personas que comparten miedos
de alguna manera son hermanos.
La
presente antología, “El Abismo. Asomos al terror hecho en México”, es un muy
loable esfuerzo. En primer lugar, por que fue
antologado por Rodolfo JM, quien además de ser experto en el tema es uno
de los escritores contemporáneos más interesantes, y por que en ella están
incluidos los más ilustres Kahin
contemporáneos: Bernardo Esquinca, Andrés Acosta, Karen Chazek, Rafael
Villegas, Cecilia Eudave, Toño Malpica, Rogelio Flores y varios más, quienes nos comparten en buffet sus más exquisitos temores. En
estas páginas ustedes podrán ver desfilar brujos dominicanos, fantasmas
atrapados entre este mundo y el otro y necromantes aficionados; niños muertos que
caminan y súcubos santificados, pintores
homicidas y perros antropófagos; asesinos seriales y adoradores del demonio;
bichos comehumanos y gourmets de vísceras mitológicas. Estos autores, como los verdaderos
maestros del género, son capaces de evocar tinieblas que se quedan ocupando la
mente del lector mucho tiempo después de que este leyó sus relatos.
Un
apunte más: los verdaderos maestros del terror, curiosamente, tienden a atraer
la pesadilla a sus propias vidas: Edgar Allan Poe vivió y murió atormentado por
la muerte de sus amadas y por el demonio del alcohol; H.P. Lovecraft tuvo que
enclaustrarse la mayor parte de su vida en su casa de Providence, hostigado por
los terrores cósmicos que había convocado; Horacio Quiroga optó por tomar
cianuro luego de una vida llena de tristezas y Guy de Mapaussant terminó sus días en un manicomio susurrándole
al Horla que lo acompañaba. Incluso Bram Stoker, quien en apariencia tuvo una
existencia apacible, sufrió los tormentos de un matrimonio conflictivo, quizá
la más extendida de las pesadillas. Yo, a todos los autores incluidos en este
libro, les deseo de corazón que tengan la maestría y la inspiración de Poe,
Lovecraft o Le Fanú, pero que sus vidas sean tan felices y prósperas como las
de Yolanda Vargas Dulche o Corín Tellado.
He dicho.
Gracias por su atención.
Para adquirir el libro, informes aquí
Omar Delgado
2012
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