Siempre he pensado que hay cuatro profesiones
que, en teoría, cualquier persona es
capaz de ejercer: asesino, puta,
vendedor y maestro. Prácticamente todos
tenemos lo necesario para matar a alguien (menos los ciegos y la gente sin
miembros, incapaces de sostener una pistola, y eso, con sus asegunes), todos
tenemos algún orificio que otro tenga interés en alquilar, todos podemos llegar
a ofertar alguna mercancía y todos tenemos algún conocimiento que podemos
transmitir a otras personas.
Esto, sólo en teoría, pues la
realidad es otra. Hacen falta algo indefinible, pero muy concreto, para que una
persona en particular las pueda realizar: sangre fría, necesidad de auto
escarnio, capacidad de engaño y supresión de los escrúpulos… Qué se yo. En el
caso específico del maestro, es necesario que la persona, además del conocimiento
a transmitir, posea una generosidad natural que le impida el egoísmo
intelectual; es necesaria, también,
cierta dosis de humildad, pues la verdadera vía del aprendizaje siempre tiene
dos sentidos, y eso, por supuesto, hace que no toda la gente está capacitada para
ponerse frente a un grupo.
En mi vida como estudiante me
topé con docentes tanto buenos como pésimos. Esto fue especialmente marcado en
las primeras dos escuelas a las que asistí: la primaria 5 de Mayo, en la
Colonia Sinatel, y la Secundaria Diurna 148, en la Gabriel Ramos Millán, ambas
de carácter público, aunque abismalmente distintas una de otra. Ahí, en esos planteles, fue donde gocé y
padecí a los más queridos y más odiados profesores de mi vida. Recuerdo, por
ejemplo, de la primaria, a la maestra Nerey, una dicharachera anciana que me
topé en tercero y que un día no tuvo mejor solución para combatir mi
hiperactividad que amarrarme al pupitre ─anécdota que actualmente tanto mi
madre como yo recordamos entre carcajadas, cuando cualquier pedagogo de la
nueva ola pondría el grito en el cielo por semejante “maltrato”─. A mi mente viene también la infame Godzilla, o María Elena, que es como
aparece en los bestiarios. Pequeña, menuda, de enormes gafas y con el cabello
peinado en permanente, Godzilla era la pesadilla de cualquier
escolar. Cuando algo la descontrolaba, o cuando se topaba con la natural
energía de un grupo de niños de diez años ─ella fue mi maestra de quinto grado─, de inmediato su
cabalgata interna de hormonas la obligaba a zarandear al compañero que tenía al
alcance al tiempo que, como si fuera un mantra,
gritaba a todo pulmón sus más caros insultos. Aún recuerdo la serie, que
nunca variaba: “Cínico, asqueroso, puerco, inmundo, desvergonzado…” Por lo
general, María Elena se ensañaba con los chicos más morenos, lo cual le daba un
cariz indudablemente racista a su furia. Desconozco cuantos de mis compañeros
tuvieron problemas emocionales a partir de los maltratos de Godzilla. Quizá fue por ello que, para vacunarnos
contra posibles traumas, mis amigos más cercanos y yo decidimos incluirla en
nuestros juegos vespertinos: Con nuestras figuras de acción de STAR WARS®
escenificábamos el aula escolar: El más carismático escogía a Han Solo, el más
chaparro, a Yoda, el güerito, a Luke Skywalker, y a mí, el gordo del grupo, me
tocaba ser el Guardia Gamorrean. La
maestra estaba representada, indudablemente, por la reproducción en plástico
del Monstruo Rancor, la mascota de Jabba
The Hutt. Gracias a que la boca del
juguete estaba articulada y podía moverse por medio de una palanca que se
encontraba en la parte posterior del juguete, podíamos escenificar las
retahílas de insultos y soliloquios esquizofrénicos de Godzilla y así burlarnos en la tarde de quién nos vejaba durante la
mañana.
En la secundaria no me fue
mejor. Tuve a mal asistir a un plantel enclavado en una zona con alto índice delincuencial,
por lo que podrán imaginarse el catálogo de compañeros que tuve ─por cierto, uno de
ellos, el Frankie, actualmente es el cappo
di tutti cappi del oriente de la Ciudad de México. Por obvias razones,
nunca he querido ir a saludarlo─. De esa etapa recuerdo al maestro Manuel Ojeda,
hombre moreno y sospechosamente parecido a Díaz Ordaz que se la pasaba
insultándonos con los sarcasmos y las ironías más afiladas. Era un cabrón, pero
caía bien a pesar de su legendaria severidad y ojetez ─haciendo honor pleno a
su apellido─, pues sabía cómo decirle a un alumno que era un estúpido o un
huevón de la manera más fina posible. Esa manera tan peculiar de ser de Ojeda,
aunque no nos sabíamos en ese momento, nos prepararía contra los golpes de la
vida, y nos enseñaría a estar alerta de la doble función de las palabras.
También
tuve una maestra de civismo, de la cual no recuerdo el nombre, que practicaba
cierta peculiar costumbre: cuando estaba a solas en el salón recargaba su pubis
sobre la esquina de la mesa y se masturbaba con el mueble. Siendo como era, muy
bajita, la mesa le quedaba que ni mandada hacer para su auto satisfacción. Aunque
todos sabíamos de su hábito, ninguno jamás intentó siquiera comentarlo, pues
era una de las profesoras más crueles del plantel y no hubiera dudado en
expulsar al indiscreto que descubriera su secreto. Sin embargo, todo tiene su
fin: a cierto compañero se le ocurrió impregnar las esquinas de la mesa con
tinta. La pobre mujer perdió, además de
un horroroso vestido de terlenka, su respetabilidad como docente.
Y todo
por un mueble.
Otro de
los maestros que sufrí por tres largos años era Oliva, el de dibujo técnico,
hombre que, quién sabe por qué oscura razón, me agarró ojeriza desde la primera
vez que me vio. Durante los tres años que fui su alumno padecí lo que luego se
conocería como bulling: dibujos que
me habían costado una semana tachoneados con pluma en mi cara, láminas con
calificación reprobatoria por una pequeña mancha de grafito, promedios que con
trabajos pasaron de seis y que, en varias ocasiones, llegaron a la ignominia
del número rojo. Oliva, con su enorme nariz llena de pelos, sus trajes baratos
y su rostro jamás sonriente, fue quien me alejó definitivamente de mi vocación
como dibujante. El hombre, finalmente, al hacer eso, me preparaba sin saberlo
para el mobbing al que estaría
expuesto en mi profesión durante mi etapa adulta.
No sé
si ir a agradecerle o a romperle la madre.
Por
supuesto, también tuve grandes e infames profesores en la preparatoria y en la
universidad; sin embargo, no quiero hacer referencia a ellos, pues en el fondo
son los docentes que te topas en tus primeras escuelas los que pueden hacer que
un chico tome confianza en sí mismo y salga adelante, o que se hunda
definitivamente en la autocompasión que lleva a la tragedia.
En mi
caso, afortunadamente, pesaron más los primeros que los segundos.
Omar Delgado
2012
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