martes, mayo 15, 2012

DE MAESTROS Y VERDUGOS

 
Siempre he pensado que hay cuatro profesiones que, en teoría, cualquier persona  es capaz de  ejercer: asesino, puta, vendedor y maestro.  Prácticamente todos tenemos lo necesario para matar a alguien (menos los ciegos y la gente sin miembros, incapaces de sostener una pistola, y eso, con sus asegunes), todos tenemos algún orificio que otro tenga interés en alquilar, todos podemos llegar a ofertar alguna mercancía y todos tenemos algún conocimiento que podemos transmitir a otras personas.
Esto, sólo en teoría, pues la realidad es otra. Hacen falta algo indefinible, pero muy concreto, para que una persona en particular las pueda realizar: sangre fría, necesidad de auto escarnio, capacidad de engaño y supresión de los escrúpulos… Qué se yo. En el caso específico del maestro, es necesario que la persona, además del conocimiento a transmitir, posea una generosidad natural que le impida el egoísmo intelectual;  es necesaria, también, cierta dosis de humildad, pues la verdadera vía del aprendizaje siempre tiene dos sentidos, y eso, por supuesto, hace que no toda la gente está capacitada para ponerse frente a un grupo.
En mi vida como estudiante me topé con docentes tanto buenos como pésimos. Esto fue especialmente marcado en las primeras dos escuelas a las que asistí: la primaria 5 de Mayo, en la Colonia Sinatel, y la Secundaria Diurna 148, en la Gabriel Ramos Millán, ambas de carácter público, aunque abismalmente distintas una de otra.  Ahí, en esos planteles, fue donde gocé y padecí a los más queridos y más odiados profesores de mi vida. Recuerdo, por ejemplo, de la primaria, a la maestra Nerey, una dicharachera anciana que me topé en tercero y que un día no tuvo mejor solución para combatir mi hiperactividad que amarrarme al pupitre ─anécdota que actualmente tanto mi madre como yo recordamos entre carcajadas, cuando cualquier pedagogo de la nueva ola pondría el grito en el cielo por semejante “maltrato”.  A mi mente viene también la infame Godzilla, o María Elena, que es como aparece en los bestiarios. Pequeña, menuda, de enormes gafas y con el cabello peinado en  permanente, Godzilla era la pesadilla de cualquier escolar. Cuando algo la descontrolaba, o cuando se topaba con la natural energía de un grupo de niños de diez años ella fue mi maestra de quinto grado, de inmediato su cabalgata interna de hormonas la obligaba a zarandear al compañero que tenía al alcance al tiempo que, como si fuera un mantra,  gritaba a todo pulmón sus más caros insultos. Aún recuerdo la serie, que nunca variaba: “Cínico, asqueroso, puerco, inmundo, desvergonzado…” Por lo general, María Elena se ensañaba con los chicos más morenos, lo cual le daba un cariz indudablemente racista a su furia. Desconozco cuantos de mis compañeros tuvieron problemas emocionales a partir de los maltratos de Godzilla. Quizá fue por ello que, para vacunarnos contra posibles traumas, mis amigos más cercanos y yo decidimos incluirla en nuestros juegos vespertinos: Con nuestras figuras de acción de STAR WARS® escenificábamos el aula escolar: El más carismático escogía a Han Solo, el más chaparro, a Yoda, el güerito, a Luke Skywalker, y a mí, el gordo del grupo, me tocaba ser el Guardia Gamorrean. La maestra estaba representada, indudablemente, por la reproducción en plástico del Monstruo Rancor, la  mascota de Jabba The Hutt.  Gracias a que la boca del juguete estaba articulada y podía moverse por medio de una palanca que se encontraba en la parte posterior del juguete, podíamos escenificar las retahílas de insultos y soliloquios esquizofrénicos de Godzilla y así burlarnos en la tarde de quién nos vejaba durante la mañana.
En la secundaria no me fue mejor. Tuve a mal asistir a un plantel enclavado en una zona con alto índice delincuencial, por lo que podrán imaginarse el catálogo de compañeros que tuve ─por cierto, uno de ellos, el Frankie, actualmente es el cappo di tutti cappi del oriente de la Ciudad de México. Por obvias razones, nunca he querido ir a saludarlo─. De esa etapa recuerdo al maestro Manuel Ojeda, hombre moreno y sospechosamente parecido a Díaz Ordaz que se la pasaba insultándonos con los sarcasmos y las ironías más afiladas. Era un cabrón, pero caía bien a pesar de su legendaria severidad y ojetez ─haciendo honor pleno a su apellido─, pues sabía cómo decirle a un alumno que era un estúpido o un huevón de la manera más fina posible. Esa manera tan peculiar de ser de Ojeda, aunque no nos sabíamos en ese momento, nos prepararía contra los golpes de la vida, y nos enseñaría a estar alerta de la doble función de las palabras.
También tuve una maestra de civismo, de la cual no recuerdo el nombre, que practicaba cierta peculiar costumbre: cuando estaba a solas en el salón recargaba su pubis sobre la esquina de la mesa y se masturbaba con el mueble. Siendo como era, muy bajita, la mesa le quedaba que ni mandada hacer para su auto satisfacción. Aunque todos sabíamos de su hábito, ninguno jamás intentó siquiera comentarlo, pues era una de las profesoras más crueles del plantel y no hubiera dudado en expulsar al indiscreto que descubriera su secreto. Sin embargo, todo tiene su fin: a cierto compañero se le ocurrió impregnar las esquinas de la mesa con tinta.  La pobre mujer perdió, además de un horroroso vestido de terlenka, su respetabilidad como docente.
Y todo por un mueble.
Otro de los maestros que sufrí por tres largos años era Oliva, el de dibujo técnico, hombre que, quién sabe por qué oscura razón, me agarró ojeriza desde la primera vez que me vio. Durante los tres años que fui su alumno padecí lo que luego se conocería como bulling: dibujos que me habían costado una semana tachoneados con pluma en mi cara, láminas con calificación reprobatoria por una pequeña mancha de grafito, promedios que con trabajos pasaron de seis y que, en varias ocasiones, llegaron a la ignominia del número rojo. Oliva, con su enorme nariz llena de pelos, sus trajes baratos y su rostro jamás sonriente, fue quien me alejó definitivamente de mi vocación como dibujante. El hombre, finalmente, al hacer eso, me preparaba sin saberlo para el mobbing al que estaría expuesto en mi profesión durante mi etapa adulta.
No sé si ir a agradecerle o a romperle la madre.
Por supuesto, también tuve grandes e infames profesores en la preparatoria y en la universidad; sin embargo, no quiero hacer referencia a ellos, pues en el fondo son los docentes que te topas en tus primeras escuelas los que pueden hacer que un chico tome confianza en sí mismo y salga adelante, o que se hunda definitivamente en la autocompasión que lleva a la tragedia.
En mi caso, afortunadamente, pesaron más los primeros que los segundos.

Omar Delgado
2012

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