domingo, mayo 22, 2011

ELLOS NOS CUIDAN. CAPÍTULOS I Y II


I

Estela ya no soportaba el dolor de espalda. El asiento del autobús era estrecho y estaba roto, por lo que tenía que sentarse de lado. sin embargo, lo peor era el camino: una brecha trazada en la sierra, llena de rocas y baches, que no hacía sino subir y subir en espiral, como si a pura fuerza de necedad, pudiera llegar al cielo.

Había salido de Chilpancingo hacía cinco horas y faltaban otras tres más hasta la cabecera municipal de San Isidro; de ahí, serían dos horas en camioneta todo terreno —si tenía la suerte de encontrar alguna—, o cuatro horas a caballo, hasta llegar a su destino: el poblado de Ixcuintla de Galeana.

De cuando en cuando, sólo por alejar el aburrimiento, Estela se levantaba del asiento, hacía equilibrios en el pasillo del camión y buscaba en su maleta algún libro o papel de la escuela, únicamente para darse cuenta de que el cansancio y el zangoloteo no le permitían leer. Miró a la ventanilla, como viendo el paisaje. Se encontró con su imagen desdibujada en el vidrio; los ojos grandes, los labios que parecían dátiles, el cabello negro y ondulado enmarcándole el rostro. Era bonita, lo sabía, aún con la cara sin maquillar. Sin embargo, esa belleza la sentía inútil, e incluso renegaba de tenerla. Abrió su bolsa. Encontró entre sus cosas una edición de La divina comedia que le trajo recuerdos dolorosos, pues era la que le había regalado Víctor. Pensó en abrir la ventana y arrojar el libro al acantilado, pero se arrepintió y lo puso sobre sus piernas, viendo distraídamente los grabados que la ilustraban. Mejor no la tiro. la puedo necesitar para las clases, pensó.

Víctor Mendoza le había regalado el libro tal vez en algún arrebato de ironía, pues él la había llevado como Virgilio llevó a Dante, sólo que al revés: primero le enseñó el paraíso, y luego, después de año y medio, la dejó en lo más profundo del infierno. Él era comisionado sindical de zona en la primaria en donde ella era maestra, en la ciudad de México. A Estela siempre le gustó cómo se veía Víctor con sus trajes cruzados, y se fascinaba con las manos de él, largas y finas, como de pianista, con las que la abrazó un día, después de una junta de profesores. Poco después, ella lo recibía en su departamento, en la colonia Doctores, esperando que algún día él pasara la noche entera entre sus sábanas. Eso nunca sucedió, y ella se enteró de por qué cuando lo vio llegar a la escuela con su esposa y sus dos hijos. Esa vez Estela lo quiso dejar, pero Víctor le habló y la convenció con palabras que se le enredaron como víboras. Aceptó ser su amante, porque el hombre le prometió que no sería por mucho tiempo, que pronto se divorciaría. Así la mantuvo unos meses, hasta que ella, hastiada, le pidió que cumpliera su promesa. Ella ya se había cansado de ser la comidilla de la escuela, se había fastidiado de escuchar los murmullos y las risitas a su espalda, de ver la mirada de compasión de la directora. Víctor entonces cambió; ya no hubo palabras tiernas ni tratos suaves. La primera vez que la golpeó fue en casa de ella, después que la maestra se negara a calentarle algo de comida. Así, Estela comenzó a ocultar sus vergüenzas, primero con mangas largas, después con cuellos altos y lentes oscuros, y finalmente, con un silencio pesado, como de plomo. La profesora dejó de hablar con su familia, dejó de cruzar palabras con las demás profesoras, e incluso dejó de hablar con ella misma. Víctor se alejó por un tiempo de la escuela, y un día la directora la mandó llamar. Cuando entró en la oficina, se cruzó con su amante, el cual iba saliendo. Ni siquiera le dirigió la palabra.

—Siéntese, profesora Reyes —-le dijo la directora desde su asiento de cuero—. Tenemos que hablar asuntos que le interesan.

—Dígame, Lolita—. Contestó Estela, casi murmurando.

—He estado al pendiente de su desempeño, profesora, y me preocupa sobremanera. De algunos meses para acá usted ha decaído mucho, y algunas madres de familia se han quejado de usted. Dicen que se ha vuelto hosca, que de cuando en cuando maltrata a los chiquillos, que se queda dormida en las clases. ¿A qué se debe?

Estela clavó la mirada en la alfombra mientras escuchaba la respiración de la directora, un resoplido gordo, como su dueña, que asemejaba un bufido.

—He estado enferma —contestó.

—¿Y por qué no se había reportado antes? Le hubiéramos promovido unos meses de vacaciones, incluso un año sabático. En algo le podría haber ayudado. Ahora las quejas llegaron hasta el sindicato y exigen que usted sea removida.

Estela sintió un golpe de furia en sus entrañas, como una explosión, pero que no fue suficiente para desquebrajar el hastío que la envolvía.

—¿Quién le dijo eso? ¿Víctor Mendoza?

—Él fue el que me lo mencionó, pero está tratando de apoyarla. Antes que usted llegara, yo hablé con él. Me dijo que se acaba de abrir una plaza de profesora rural en un pueblo de Guerrero. Él cree que usted podría tomarla. así no perdería su trabajo, y nos ayudaría a nosotros.

—¡Así que me quiere mandar a San Juan de Quiensabedonde para que ya no le cause problemas!

La directora la miró en silencio, apretándose la nariz con los dos índices. Se quitó las gafas y se levantó de su silla. Fue hacia la puerta, se aseguró que estuviera bien cerrada, y regresó frente a Estela. Ya no se sentó.

—¿Puedo ser franca con usted, Estelita? —la maestra no contestó, lo que la directora tomó como un “sí”—. Desde hace tiempo sabemos que usted trae un enredo con Mendoza. Yo no me quise meter porque es muy su vida y la de él. Usted sabía que él era casado, pero nunca supo con quién. Su esposa es la hermana de la lideresa del sindicato, la senadora Zepeda —Estela levantó la mirada, y la cruzó con la de la directora—. Sí, Estelita. La senadora ya se enteró de los asuntos que tiene Mendoza con usted, y es ella la que quiere correrla. Mendoza, a pesar de todo, quiere apoyarla. Él cree que si usted se desaparece unos dos o tres años, va a poder regresar a su plaza sin ningún problema.

—Y por qué no viene él y me lo dice? ¿No tiene el valor? ¿Por qué anda usted de su corre-ve-y-dile?

—Oiga, oiga, Estelita. Estamos tratando de ayudarla. Yo nunca le dije que se enredara con él —la directora buscó en su escritorio un fólder membreteado y se lo entregó a la maestra—. Aquí están los papeles de su traslado. A fin de cuentas, usted tiene la última palabra; fírmelos si quiere, o hable con la senadora.

Ni siquiera se fijó cuando tomó la pluma. Firmó.

II

La profesora Estela había llegado muy tarde a San Isidro, por lo que tendría que esperar al otro día para llegar a Ixcuintla. El profesor de la Zona la recibió gustoso. Era un hombre moreno, en sus cuarentas, grueso, que siempre cargaba un pañuelo en donde recogía su copioso sudor. El hombre, llamado Osiel, la invitó a quedarse en su casa, con su familia, lo cual ella aceptó. En el trayecto, el dicharachero hombre le contó la historia de Ixcuintla.

“Ay, profesora, ahora sí se va a meter en donde la gente es bien brava. En Ixcuintla ni a policía llegan, y el ejército está ahí y a cada rato les matan soldados. ¿Sabe la historia del pueblo? Pues resulta que está en una meseta que está entre las tres sierras del sur, y fíjese que es bien raro, porque si usted va hacia el sur, se comienza a encontrar cocoteros y palmas, y plantas de costa. Si de Ixcuintla usted va hacia el norte, comienza a subir por la mixteca, y se comienza a encontrar mezquites y magueyes, y si se va hacia el oriente, pues se comienza a encontrar bosques de pinos y oyameles. Es muy bonito, en Ixcuintla usted puede encontrar un pino creciendo junto a un mezquite, o abrazado a una palmera.

”Fíjese, maestra, que la gente del pueblo también es bien rara. Según el gobierno, es una comunidad mixteca, gobernada por usos y costumbres, pero eso no es cierto del todo. Originariamente era un pueblo mixteco, pero cuentan que en el siglo XVIII atracaron tres barcos negreros en la costa, a 100 kilómetros de aquí, y los esclavos que llevaban se amotinaron. Cuentan entonces que los negros en su huida llegaron a Ixcuintla, en donde se fundieron con las gentes de ahí. Además, en 1863, durante la intervención, hubo una batalla muy grande en donde los juaristas vencieron a tres batallones de Maximiliano. Los franceses huyeron a la sierra y también llegaron a Ixcuintla. Ahí se encontraron muchachas que tenían los ojos rasgados y los labios carnosos, y qué eran recatadas como inditas, pero se movían en las danzas como negras, y ¿Qué cree? Pues que ahí se quedan los franchutes. En Ixcuintla no es raro encontrar niños y niñas con ojos grises o verdes, que bailan como negros y hablan mixteco. Ande pues, que la gente de ahí es bien desconfiada, pero es buena gente.

“De quienes si se tiene que cuidar allá es de los militares. En San Mateo Teotongo, que es un pueblo a 20 kilómetros de Ixcuintla, está un cuartel del ejercito. Dicen que andan buscando guerrilla, que se da muy bien en la región, y cuentan que hay grupos paramilitares. También tenga mucho cuidado porque por ahí ronda mucho narco. Dicen que en el cerro de la pelona, que está nomás saliendo de Ixcuintla, se da muy bien la hierba mala. Tenga cuidado cuando vea una troca toda bonita con placas del gabacho, o algún tipo con botas de cocodrilo y esclavas de oro, porque seguro es traficante. Fíjese algo simpático: ningún maestro ha durado mucho en Ixcuintla, todos renuncian o se van. Qué bueno que la mandan a usted. nomás aguante, que es gente buena, pero desconfiada”

La profesora cenó esa noche con la familia de Osiel. La esposa del hombre se llamaba Francisca. y tenía ojos grises y los labios carnosos, engarzados en su rostro indígena. “Si, es de Ixcuintla”, le contestó el profesor antes de que Estela preguntara. Antes de dormir, la maestra decidió caminar un rato por San Isidro. Era un pueblo pequeño, con una plaza principal que coronaba un quiosco hermosamente trabajado, y que estaba rodeado por framboyanes y mangos. Alrededor de la plaza, los muchachos rondaban en sus camionetas americanas mientras echaban piropos a las chicas. A Estela la chulearon varias veces, pues el vestido de algodón que llevaba le marcaba la cadera, haciéndola parecer más esbelta. Estela siempre usaba el cabello al hombro, suelto, y cuando algún aire tropical lo revolvía, éste parecía una llama azabache en su cabeza. San Isidro era hermoso pero, como en cualquier pueblo, también se veían ancianos pobres, jovencitos mutilados, o niños mal nutridos corriendo en las calles. Estela pensó con amargura en Víctor, y en la mueca que éste hacía siempre que veía escenas similares. “Mira nomás, pura gente huevona. Debería ponerse a trabajar para salir adelante”, acostumbraba decir el hombre, y ella acostumbraba apretar los labios y asentir con la cabeza. Pero Víctor ya no estaba. y ella, al otro día, iría a un pueblo enterrado en la sierra de Oaxaca que se tenía que acostumbrar a llamar hogar. Regresó a casa de Osiel, y se encontró a Francisca esperándola, cabeceando en una silla.

—Profesora —le dijo la mujer, parándose mientras se acomodaba el tirante del vestido—. Qué bueno que regresó. Sólo le quería decir algo. Tenga cuidado en Ixcuintla.

—Sí, Francisca. Ya me avisó tu esposo de la guerrilla y los narcotraficantes. No te preocupes, no pienso…

—No hablo de ellos, profesora —la mujer bajó la voz y se acercó al oído de Estela—. Nada más le encargo que, allá en Ixcuintla, nunca salga de noche.

—¿Y por qué?

—Por que allá hay tecuanes.




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