lunes, febrero 14, 2011

NUEVA RÉPLICA A SOR FILOTEA

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Durante la noche, el convento de San Jerónimo, ubicado en el centro de la ciudad de México, se nutre con las voces que durante el día reverberaron entre sus paredes. Las risas de las universitarias, las cátedras de los profesores, los aromas de los platillos elaborados por los aspirantes a chefs, son absorbidos, bebidos quizá, por la piedra y la cantera del centenario recinto. Quizá en ello radique su fama de lugar encantado, pues es probable que tal alimentación diurna le de el vigor suficiente para convocar fantasmas una vez que llega el ocaso.

Espero que esta noche sea especialmente propicia a ese respecto, pues harán falta muchos ecos y palabras doctas para invocar a la más ilustre de las habitantes de este ex-convento. Busco a la llamada Décima Musa, a la Fenix de Nueva España, la más ilustre hija de Nepantla; esa que fue amada tanto por las cortes virreinales como odiada por aquellos eclesiásticos que encontraron insoportables su genio y hermosura, esa que se ha convertido en laica santona (junto con la cejona Frida), de grupos tan variopintos como las comunidades LGTB o los movimientos feministas. Primero voy al lugar en donde se encontraron sus restos y leo la la lápida que conmemora el hallazgo:

“En este recinto que es el coro bajo y entierro de las monjas de San Jerónimo fue sepultada sor Juana Inés de la Cruz el 17 de Abril de 1695”

Recuerdo un momento lo que afirman los libros de historia de su deceso. Ocurrió durante una de las epidemias que con frecuencia azotaban a la Nueva España y que tan diligentes fueron en ayudar a los peninsulares a someter a los indios. No se sabe con presición de que enfermedad se trató: algunos dicen que fue tifus, otros, que peste bubónica; lo cierto es que una de las comunidades a las que la infección atacó con más rabia fue a las monjas de San Jerónimo. Se dice que Juana Inés, en ese tiempo de cuarenta y cuatro años, se contagió al auxiliar a sus compañeras a pesar de la prohibición de la abadesa de exponerse a la enfermedad. Mucho se ha hablado de que tal desobediencia fue, en el fondo, un suicidio indirecto, pues Sor Juana para ese tiempo ya había sido despojada de sus libros (su más amada posesión), privada del derecho de escribir, y obligada a firmar con su sangre la infame ratificación de sus votos.

Encuentro la estatua que le mandaron esculpir (y que, luego constaté, no le hace justicia). Los gatos, inquilinos omnipresentes del claustro, me rodean curiosos. Eso me da una idea. Salgo del coro y voy recorriendo los diferentes recintos y patios de la actual escuela hasta que me topo con un lugar en donde los bichos no se atreven a entrar: la antigua cocina. Los gatos, como muchos animales, no soportan a las presencias de ultratumba, así que, en donde ellos no están, ella seguro ronda.

No me equivoqué. Apenas pasé el umbral siento como se me erizan los pelos de la nuca.. Avanzo palpando las paredes hasta que una sombra se desprende de una de las paredes. Conforme se acerca, se aclaran sus rasgos. Distingo el hábito de las jerónimas, el medallón pectoral, el rostro bello y triste que ni siquiera las mordidas de la epidemia pudieron erosionar. Definitivamente, al verla, puedo entender el porqué tres cortes virreinales la adoptaron como su musa consentida.

Buenas noches, sor Juana Inés

Ella me observa extrañada, quizá debido a la falta de costumbre (casi nadie que conozco acostumbra saludar espectros), o tal vez porque mis modales del siglo XXI le resultan peculiares. Luego de unos momentos, atina a devolverme el saludo con una inclinación de cabeza.

—Vengo a buscarla para mostrarle algo —continúo al tiempo que le despliego un periódico frente a los ojos. Ella, sin entender aún, comienza a leer el artículo que le pongo en las fantasmales narices. Lo primero que la hace sonreía —no se si por vanidad o por simple condescendencia—, fue el titulo: “¿Sor Juana a los altares?”[1]. Luego, conforme avanzaba la lectura, su mirada se hizo más más severa. En resumen, en el artículo de marras el historiador y eclesiástico Alejandro Soriano, propone a la poetisa y dramaturga como candidata a la canonización. El erudito considera que el texto con el que Sor Juana celebró sus 25 años como religiosa, titulado Protesta de Fe y Renovación de votos religiosos, tiene los suficientes méritos como para hacerla habitante permanente del santoral católico. Soriano, quien escribió la biografía La hora más bella de Sor Juana, afirma que dicho texto “[...] es una ratificación de sus votos religiosos de obediencia, pobreza, castidad y clausura, pero también es una declaración de la fe de la iglesia, que ella amaba y estaba dispuesta a defender con la vida”.[2].

Una vez que concluyó la lectura, esbozó un trazo de sonrisa.

¿Así que Sor Filotea sigue viva en otros rostros? —murmuró—, y además de todo, me intenta volver santa...

¿Quién? —le pregunté, más asombrado por escuchar su voz que por la pregunta en sí.

Sor Filotea... —la jerónima se volvió hacia mí—, ¿No lo recuerda vos? Ese fue el seudónimo con el que su ilustrísima Manuel Fernández de Santa Cruz, obispo de Puebla, me reconvino por mis alegatos contra Antonio de Vieyra en el año del señor de 1690.

Lo recuerdo bien, sor Juana. Usted antes había escrito una crítica de los alegatos teológicos de Vieyra y dicho texto llegó a manos del obispo de puebla, quien lo publicó sin su autorización bajo el título de Carta Atenagórica. No conforme con eso, le agregó un prólogo en el que, firmando como Sor Filotea, la regaña a usted por su hambre de saber y por su prestigio como escritora.

El espectro de la jerónima se ruborizó en la medida de lo posible.

No lo diga vos como si fuera cosa de gran mérito. Con mis lecturas e investigaciones quise alejarme aunque sea un poco de la ignorancia supina con la que venimos al mundo, y los textos que escribí fueron sólo favores y albricias para algunos buenos amigos.

Amigos como su la Condesa de Paredes, quien luego de que su marido concluyera su periodo como Virrey, en 1689, regresó a España y publicó las obras que usted le había obsequiado bajo el título de Inundación Cristiálida ¿Recuerda?

Recuerdo... Estoy muerta, no desmemoriada.

Me quedé frío. Pocas sombras son tan conscientes de su condición.

Pero, muerta o no, usted no puede negar su fama.

No, para desgracia mía. El reconocimiento que de mis obras hicieron en España me acarreó múltiples desventuras que no cesaron hasta que me vi obligada a escribir en 1695 esa Protesta de Fe , misma que tuve que firmar como La peor de todas[3]. Sólo así mis acosadores me dieron algún sosiego.

¿Se refiere a Fernández de Santa Cruz?

A él, y sobre todo, a su ilustrísima Antonio de Aguilar y Seijas, Arzobispo de este noble virreinato.

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La jerónima guardó silencio por unos momentos, chapoteando en sus recuerdos. Luego de algunos años como parte de la corte novohispana de los Marqueses de Mancera, la hasta entonces Juana de Asbaje toma los hábitos de la orden de San Jerónimo en 1668. Sin embargo, a pesar de su enclaustramiento, continuó siendo una de las figuras centrales del arte y de la política del virreinato. A lo largo de muchos años, recibió incontables visitas tanto de los Virreyes (primero los Marqueses de Mancera, y luego de sus sucesores, los Condes de La Laguna), como de religiosos como su amigo, Payo de Rivera, Arzobispo de Guatemala, o intelectuales de la talla de Carlos Siguénza y Góngora. Esto, además de su éxito como escritora en España, le acarreó los celos y, paulatinamente la persecución, de un sector de la Iglesia novohispana. En primer lugar, podemos mencionar a su confesor, el jesuita Antonio Nuñez de Miranda, que durante la mayor parte de su vida trató de disuadirla de continuar con sus actividades artísticas; en segundo lugar, el Obispo de Puebla, el mismo que en el prólogo de la Carta Atenagórica, escudado bajo la personalidad de Sor Filotea, intentó convencerla de que “[...] ciencia que no es del crucificado, es necedad y sólo vanidad[4]”. Sin embargo, quizá el más implacable de los perseguidores de Sor Juana fue Francisco Aguilar y Seijas, quien ocupó el cargo de Arzobispo de la Nueva España desde 1682 hasta 1698. Aguilar y Seijas, nacido en la Coruña, fue un hombre ascético y frugal que prohibió las corridas de toros y las peleas de gallos. Sin embargo, era también misógino al grado de no soportar la presencia de una mujer en la misma habitación. Este personaje, quizá irritado tanto por el éxito que la obra de Sor Juana Inés había alcanzado en España como por su influencia con la corte novohispana, le exigió en 1693 que renunciara a toda actividad ajena a sus obligaciones religiosas. Al ver que la monja se negaba a acatar la orden, el prelado ordenó, un años después, la confiscación tanto de su biblioteca como de su vasta colección de instrumentos científicos. Para rematar, presionó a Sor Juana para escribir y firmar la infamante Protesta con la que refrendó sus votos religiosos.

Resulta contradictorio que sea el texto con el que me sepulté intelectualmente el mismo por el que me quieren elevar a la categoría de santa. Si tan siquiera hubiera fundado alguna congregación como Teresa de Ávila o hecho algún discreto milagro...

O quizá no lo es tanto...

¿A qué os referís?

Lo que en el fondo están premiando es esa renuncia última al saber. En otras palabras, santificada sea la ignorancia.

Quizá...

La sombra comenzó a alejarse de mí con dirección a la puerta. La seguí. Salimos a uno de los patios del antiguo convento. De inmediato, los gatos que retozaban por ahí se alejaron entre silbidos de espanto. Ella se deslizaba sin que su hábito tocara el piso. Continuó hablando.

Como vos sabéis, para mi fue siempre menester gozoso el aprender. La lectura siempre me representó delicia y tormento. Desde que tengo memoria encontraba sentido a las series de letras que veía en los libros. Quizá en mi más tierna infancia no podía yo relacionarlos con fonemas ni con conceptos, pero ya intuía su sentido y propósito Mi primer maestro fue mi querido abuelo, don Pedro Ramírez, quien me introdujo a las maravillas de su biblioteca y me inoculó el amor por sus manuscritos habitantes.. El también fue quien me enseño a interpretar a Natura durante esos largos paseos que dábamos por la hacienda de Panoyapan. A los tres años acompañe a una de mis hermanas a recibir instrucción a La Amiga, escuela que se encontraba en el cercano pueblo de Amecameca. Quedé tan maravillada al escuchar las lecciones que me fue menester inventarle cierta mentira a la maestra para que me tomara como su alumna. No sé si ella haya creído mi pueril estratagema —dije que mi madre me había ordenado instruirme también—, pero aceptó enseñarme a leer. A partir de esa fecha el conocimiento fue mi dicha y mi maldición. Si no aprendía materias nuevas, si no adquiría noticias frescas, si diariamente no le arrancaba algunas palabras a los libros de mi abuelo, mi alma se enlutaba. Mi mente era una bestia insaciable que requería ser alimentada o me sometía a las más profundas melancolías.

¿Y la escritura?

Es menester que, cuando una persona ha consumido las suficientes páginas impresas, tiene que comenzar a parir las propias. Eso me lo enseño mi querido abuelo poco antes de morir.

La primera obra que usted escribió fue a los ocho años ¿no es así?

Poco después de la muerte de don Pedro yo, quizá tratando de honrar sus palabras y su memoria, escribí una loa que fue muy reconocida por la parroquia de Amecameca. Los mismos frailes dominicos del pueblo decidieron representarla durante las fiestas de Corpus. Algunos años después, a los once años, mi madre me mandó a la Ciudad Imperial[5], donde tuve la oportunidad de estudiar latín con el Bachiller Martín de Olivas, quien se encargó de ensalzar y exagerar mis pobres avances. Esos rumores llegaron a oídos de los virreyes, lo ilustres Marqueses de Mancera, quienes me mandaron llamar a su corte cuando yo aún no cumplía los catorce años.

Ahí fue cuando se convirtió en dama de la corte

Si. Cuando llegué a la corte de la Ciudad Imperial, me sentí deslumbrada. Por un lado, quería huir a encerrarme a la biblioteca de mi abuela, pero por otra, me emocionaba la oportunidad de convivir y conversar con los ingenios y los sabios más ilustres de la corte. Los excelentísimos virreyes de Mancera eran una pareja de múltiples talentos y aún más vastos intereses, y desde que nos conocimos me acogieron bajo su manto protector.

Se habla mucho de la relación que tuvo usted con la Marquesa de Mancera...

De repente el tono de voz de la jerónima se quebró sutilmente.

Hambrienta de saberes soy, su merced, y la belleza también es saber. Me basta con decirle a vos que tanto ella como mi amada Lysi, la siguiente virreina, me alimentaron con el fuego con el que forjé mis más queridos versos.

Por esas fechas también conoció a su confesor, el jesuita Antonio Nuñez de Miranda.

Si. fue él quien finalmente me convenció de dejar la vida cortesana y tomar los hábitos.

Según recuerdo, primero ingresó a la orden de las Carmelitas...

Estuve varios meses con ellas. Sin embargo, a pesar de su apego a Dios y su virtud yo no pude soportar no poderme instruir ni leer. Fue por ello que decidí entrar al convento de mi padre San Jerónimo, cuya regla era mucho menos rígida. Gracias a ello, pude hacerme de una discreta biblioteca.

De aproximadamente cuatro mil libros, además de múltiples instrumentos científicos y astronómicos.

Juguetes nada más.

Y durante sus años como monja jerónima, además de convertirse en la escritora más importante de la Nueva España, se volvió consejera de varios virreyes.

Eso es algo exagerado...

Además de la cercanía que tuvo con los marqueses de Mancera, fue amiga también del siguiente virrey, el arzobispo de Guatemala, Fray Payo de Rivera, y de los Condes de la Laguna.

No exagere el papel que tuvo esta humildísima servidora en los acontecimientos de ese entonces, su merced. Los quehaceres del gobierno nunca fueron de mi interés. Nuestras reuniones eran puramente tertulias literarias.

Sin embargo, creo que la cercanía que tuvo usted con el poder de los virreyes fue el factor que finalmente desencadenó la persecución en contra suya. ¿Usted qué opina?

Sabrá vos, que en aquellos tiempos vivíamos un tiempo bastante complejo en el que el Virrey y la Iglesia eran dos poderes independientes uno del otro, e incluso, en más de una ocasión, se encontraron confrontados. Aunque el Virrey tenía la venia de la Corona, el poder verdadero lo ejercía la iglesia. No olvide que la santa institución era, además de la dueña de la mayoría de las tierras y los bienes de la Nueva España, la beneficiaria de la fe de los creyentes. El Virrey era representante de un poder muy lejano, que además gobernaba por un periodo muy corto, de apenas cuatro años, y que podía ser removido fácilmente por la influencia de los arzobispos. Así pues, no le parezca extraña la acometida que los poderes eclesiásticos arremetieron en mi contra una vez que dejé de gozar del favor virreinal.

Además, gracias a las labores de la Condesa de la Laguna, quien se dio a conocer su obra en el Reino de España, usted adquirió una bien merecida fama al otro lado del océano. Era muy probable que el Arzobispo de México temiera que bajo sus propias narices se estuviera gestando una potencial Teresa de Jesús, capaz de restarle influencia.

No creo. Nunca fue mi deseo hacer política dentro de la Santa Iglesia.

Pero quizá ellos lo percibían así. Quizá tenían miedo...

¿Miedo de qué?¿De una humilde hija de San Jerónimo?

No, de la inteligencia, que es a lo que siempre temen los ignorantes.


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El espectro no contestó. Se dio la vuelta y se dirigió hacia su cripta. El cielo comenzaba a enrojecer, por lo que supe que no nos quedaba mucho tiempo. Entramos al coro y sor Juana observó por un momento el monolito al que le atribuyeron semejanza con ella. Quise romper, una vez más, el hielo.

—No le hace justicia...

—Este engaño no es colorido...

Se me ocurrió sacar un billete de doscientos pesos y enseñárselo.

—Aquí se ve un poco mejor.

Ella sonrió, sin poder ocultar un atisbo de vanidad.

—Cierto...

—¿Y qué opina usted de su beatificación?

—Esta, vuestra humilde servidora, en realidad jamás fue lejana a la Iglesia; por el contrario, siempre fue una mujer de fe. Desde mi primera obra, la Loa al Santísimo Sacramento, fue mi intención demostrar mi devoción. Estoy muy cierta que durante toda mi vida honré al Divino Padre de la mejor manera que pude.

—Y entonces, su confesor, y el Obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz, y el Arzobispo de México, Francisco Aguilar y Seijas, ¿por qué consideraron lo contrario?

El espectro hizo el gesto de resoplar.

—Hombres santos como ellos creen que la erudición cancela a la fe, que entre más ignorante es un pueblo, más puro será su amor por Dios. Por el contrario, esta humilde servidora vuestra considera que la inteligencia y el saber son los mejores vehículos para alabar al Altísimo. El día en que la Santa Madre Iglesia piense lo mismo, no tendré reparo en convertirme en una de sus santas.

Sor Juana casi se había difuminado entre los rayos de sol que ya entraban al coro. Con su último rastro de presencia, se despidió.

—Hasta entonces, no me rece vos..


Omar Delgado

2010



[1] ¿Sor Juana a los altares? Articulo publicado en el Semanario Desde la Fe, número 715, OEM.

[2] Op. Cit. p.3

[3] El texto de la Protesta de Fe dice: “Yo Juan Inés de la Cruz, religiosa profesa deste convento, no solo ratifico mi profesión y vuelvo a reiterar mis votos, sino que de nuevo hago voto de creer y defender que mi Señora la Virgen María fue concebida sin mancha de pecado original en el primer instante de su ser, en virtud de la Pasión de Jesucristo. Y asímismo, hago voto de creer cualquier privilegio suyo, como no se oponga a la santa Fe, en fe de lo cual lo firmé el 8 de febrero de 1694 con mi sangre (Juana Inés de la Cruz). Ojalá y todo se derramara en defensa de esta verdad, por su apor y de su hijo”. Además de lo anterior, la Décima Musa escribió de su puño y letra lo siguiente: “Aquí arriba he de anotar el día de mi muerte, mes y año. Suplico por amor de Dios y de su Purísima Madre a mis amadas hermanas las religiosas que son y en lo que hadelante fueren, me encomienden a Dios, que he sido y soy la peor que ha habido. A todas pido perdón por amor de Dios y de su Madre. Yo, la peor del mundo.

[4] Frase extraida del prólogo de la Carta Atenagórica, escrito por Fernández de Santa Cruz.

[5] Así se le llamaba a la ciudad de México durante el siglo XVII


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Este texto apareció en Enero de 2011 en el Diario de Tantoyuca, de Poza Rica, Veracruz.

2 comentarios:

Unknown dijo...

!Órale, friend! que gusto que admires tanto a esta gran mujer, inspiración de otras tantas a las que nos gustan las letras. Debo decirte que no eres el único que saluda espectros y a este en particular tampoco:pues en el tiempo en que estudié en el Claustro, como solía llegar al amanecer, siempre, al dirigirme a mi aula,la saludaba antes de subir las escaleras principales pues supongo que solía dar un paseo por todo el lugar por las mañanas cuando todavía todo se encontraba sereno. Finalmente debo decirte que a pesar de su condición eterea fue una gran compañera, cálida musa, sobre todo para el que pasó largas horas en la biblioteca del lugar. Sin embargo debo decirte que hasta me atrevo a afirmar que de cuando en cuando hasta debe salir de su hogar a influenciar espíritus jóvenes, pues yo solía abandonar la secundaria y prefería regresar a mi colonia,Santa María la Ribera, justamente a leer algo en la calma que me representaba la Biblioteca: Sor Juana Inés de la Cruz que ahí se encuentra.

juan cu dijo...

Respuesta a Sor Juana

Soneto de Juan Cu


“...porque a mis brazos duermes en mi lecho
tu voz callada encuentra que no había
quien te amara de amores satisfecho.

Soy tu deseo Juana que en mi ardía,
y en tu cabal mirada, yo sospecho
que no será amor, tu bizarría.
--De uno que sí te quería—Juan Cu


Cuanto fatal veneno, mía Adhara,
los buenos libros dejan su contexto
a los pobres lectores so pretexto
de escribirlos a quién se los pensara.

Y no habría porqué la queja clara
de aquéllos sus lecturas en el texto,
escribir con la mano al año sexto
las memorias que en mi yo preguntara…

Libros fueron impresos, dos, no más:
los que se escriben unos a los otros,
y los que se publican los demás.

Nuestra vida es un libro que jamás
muriendo está, sí el tiempo de nosotros,
escribe uno sólo, y nunca más.