domingo, junio 13, 2010

AGRAVIADOS


Photobucket

El secuestro de Diego Fernández de Ceballos, político mexicano en el retiro, abogado reconocido y próspero dueño de haciendas, perpetuado el 14 de Mayo de 2010, puso en evidencia dos hechos incuestionables: la indefensión en la que está cualquier ciudadano mexicano, sin importar su posición económica, poder político o trascendencia histórica, está expuesto, y la profunda polarización que vive en el momento actual la sociedad mexicana.

Desde que se supo del probable secuestro del político, en diferentes foros de diarios, grupos de discusión, salas de chat e incluso en programas de los medios masivos de comunicación comenzaron a aparecer mensajes aplaudiendo el incidente y rogando por que el político apareciera hecho cachitos en cualquier carretera. federal Una cantidad variopinta de usuarios de todas las edades y regiones del país se sintieron, y se sienten, sumamente complacidos por la abducción —e hipotético martirio y asesinato—, del también conocido como Jefe Diego.

Y es que, hay que decir, en honor a la verdad, que esto para nada injustificado, pues el político queretano se ha ganado con creces la animadversión que se siente por él: desde sus inicios en la vida política de México, siempre auspiciado por el derechista Partido Acción Nacional, Diego Fernández se ha caracterizado por defender a ultranza las posiciones más conservadoras —la penalización del aborto, la negación de derechos políticos a los indígenas, la limitación de los derechos de las mujeres—, por sus pintorescas y denigrantes expresiones el viejerio, los encalcetinados, los maricones—, y por un descarado tráfico de sus influencias políticas que le ha facilitado ganar demandas millonarias contra el estado, Paraje San Juan— y obtener cuantiosas ganancias personales. Además, hay que tomar cuenta a sus poderosos contactos en el poder y a su posición de actor de primera fila en algunos de los procesos políticos más peliagudos de los últimos 20 años: el fraude de 1988 —y la quema de boletas subsecuente—, el proceso electoral de 1994 —en donde fue acusado de dejar libre el camino a otro candidato a cambio de unos terrenos de lujo en el fraccionamiento Punta Diamante, de Acapulco, Guerrero—, los video escándalos y el proceso de desafuero a Andrés Manuel López Obrador y, por supuesto, el cuestionado arribo al poder de Felipe Calderón en el 2006. En otras palabras, el también llamado Ardilla (Porque siempre se le encontraba en Los Pinos en tiempos de Carlos Salinas de Gortari) es, desde hace décadas, sólo por lo que sabe, un factor real de poder.

La reacción de júbilo de parte de un gran número de mexicanos a raíz del supuesto secuestro del político sólo puede ser explicada a partir del sentimiento de frustración social al que nos ha llevado la situación político-social del país y que se agravó notablemente a partir del traumático —y muy probablemente fraudulento—, proceso electoral del 2006.



Photobucket



El Sentimiento de Agravio Social


No se pueden entender ciertos fenómenos tales como el ensalzamiento del crimen o el surgimiento de figuras como el bandolero social sin entender las causas por las cuales la rebelión, el crímen y la ilegalidad se transmutan en valores. Para que esto ocurra, es indispensable que exista primero un Sentimiento de Agravio Social.

La sociedad surge como un proceso adaptativo por medio del cual el hombre buscó mejorar sus posibilidades a la hora de enfrentarse al entorno. Como ya lo han señalado expertos de la talla de Desmond Morris, el mono desnudo —homo sapiens—, es quizá el animal más indefenso que existe: no cuenta ni con uñas ni colmillos de depredador, ni con el vigor muscular necesario para huir; sus sentidos no son particularmente agudos y no posee mecanismos naturales —tales como exoesqueletos, pelambre espesa o caparazón—, que lo protejan aunque sea un poco de la intemperie. Es por ello que, buscando la supervivencia, los seres humanos conformaron clanes, tribus y demás con el fin de que, por medio del trabajo en equipo, unir fuerzas para poder obtener y aprovechar de manera más eficiente los recursos naturales necesarios para su subsistencia. En palabras de Jean Jaques Rousseau:

“[…] Como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, sino solamente unir y dirigir las que existen, no tienen otro medio de conservación que el de formar por agregación una suma de fuerzas capaz de sobrepujar la resistencia, de ponerlas en juego con un solo fin y de hacerlas obrar unidas y de conformidad.”[1]

El resultado de tal suma de fuerzas son las sociedades humanas. Ahora bien, para que estas permanezcan cohesionadas y funcionales es necesario que se conformen por medio de un contrato entre sus miembros, el cual tiene como fin:

“[…] Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con la fuerza común la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sino a sí mismo y permanezca tan libre como antes.”[2]

Este contrato (también llamado pacto social), es un conjunto de normas, implícitas y explícitas, encaminadas a regular las interacciones entre los miembros de una comunidad. Para que funcione será requisito indispensable:

“[…]La enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a la comunidad entera, porque, primeramente, dándose por completo cada uno de los asociados, la condición es igual para todos; y siempre siendo igual, ninguno tiene interés en hacerla onerosa para los demás. Además, efectuándose la enajenación sin reservas, la unión resulta tan perfecta como puede serlo, sin que ningún asociado tenga nada que reclamar, porque si quedasen algunos derechos a los particulares, no habría ningún superior común que pudiese sentenciar entre ellos y el público, cada cual siendo hasta cierto punto su propio juez, pretendería pronto serlo en todo; consecuencialmente, el estado natural subsistiría y la asociación convertiríase en tiránica e inútil”[3]

Es de notar que las leyes y normas que dan forma al pacto pueden ser, según el filósofo francés, a) políticas (que regulan la relación de los asociados con el aparato de gobierno), b) civiles (que regulan las relaciones entre los asociados), c) penales (que establecen penas y sanciones por faltas al contrato), y d) no escritas (dictadas por los usos y costumbres). La característica esencial de todas ellas es que deben ser aceptadas y acatadas por la mayoría de los asociados para que el pacto social sea viable y se mantenga vigente. Sin embargo, cuando éste se encuentra desgastado o es ya inoperante, ocurre que las leyes dictadas por los usos y costumbres se contraponen a las de los otros tres tipos. Es en esta circunstancia cuando se fermentan sentimientos de agravio y frustración que a la larga ocasionan el surgimiento de la figura del héroe fuera de la ley.



Photobucket


El llamado sentimiento de agravio social surge y crece como consecuencia de un pacto social injusto. Quien mejor lo explica es el sociólogo estadounidense Barrington Moore, quien en su obra, La injusticia: bases sociales de la obediencia y la rebelión, establece que un contrato social efectivo debe regular tres aspectos principales: a) el principio de autoridad, b) la división del trabajo y c) la distribución de los bienes derivados del mismo. La descripción y alcances de los mismos se explican a continuación.

Principio de autoridad: Moore observa que, para que se conformaran las sociedades, un segmento del grupo tuvo que asumirse —o imponerse—, como el administrador del contrato y, por lo mismo, como el dirigente de los demás miembros del grupo. Así pues, el principio de autoridad es el mecanismo ideológico por el cual el grupo dirigente justifica su posición. En general:

“Los humanos utilizan la autoridad para coordinar las actividades de un gran número de personas. Ella penetra en todas las esferas de la vida social y existe en todas las sociedades conocidas, hasta en las primitivas que carecen de jefes formales, aunque sea en un grado menor.”[4]

La autoridad actúa en varias esferas: en el aspecto administrativo; en el de las legislaciones vigentes para el grupo y en el aparato de impartición de justicia. La estructura y alcances de todas ellas deberán estar bien estipulados en el contrato social del grupo.

División del trabajo: Se entiende este concepto como la distribución de las labores necesarias para el mantenimiento y expansión de la comunidad, cuyas reglas estarán especificadas en el contrato social y serán aplicadas por los mecanismos de autoridad. Para ello, se requerirán de estructuras ideológicas, basadas tanto en las leyes como en las costumbres, que faciliten la aceptación de la manera en que las labores son distribuidas entre los integrantes de la comunidad. En base a lo anterior, Moore afirma que, cuando los argumentos que sustentan la asignación de labores son efectivos, incluso aquellos miembros menos favorecidos —los que ejercen los trabajos peor pagados y más degradantes o peligrosos—, estarán conformes con el contrato; en caso contrario, se generará y crecerá el descontento.

Distribución de los bienes. Este punto es quizá el más polémico de los tres, pues se refiere al reparto de los beneficios generados por la organización social. El sociólogo norteamericano apunta que en la distribución de los bienes convergen dos tendencias sociales contradictorias: por un lado, hay un sentimiento general de que el reparto de los bienes debe ser equivalente entre todos los integrantes de la comunidad; por otro lado, la jerarquización del valor para las distintas tareas da como resultado una distribución inequitativa del producto del trabajo. En general, en cualquier sociedad existen labores más apreciadas que otras —por norma, las que implican esfuerzo intelectual o capacidad de organización gozan de más consideraciones que las puramente físicas—, y por lo mismo son mejor retribuidas que los trabajos más rudos y manuales.



Photobucket


Además, existe un hecho ineludible: en todas las sociedades existe la tendencia a que el segmento dirigente, el cual ostenta el principio de autoridad, sea también el más beneficiado por el reparto. Para que este factor no conlleve a la inestabilidad del grupo, es indispensable que en el contrato social se incluyan argumentos lo suficientemente convincentes como para justificar los beneficios de la clase gobernante y que esta cumpla a cabalidad con las obligaciones que le emanan de dicho pacto.

Si el contrato social cumple eficientemente con estas tres condiciones, la mayoría de los integrantes del grupo estarán conformes, e incluso felices, con su situación. Sin embargo, cuando existe una falla en cualquiera de ellos, es probable que un segmento de la sociedad no esté de acuerdo con los acuerdos implícitos y busque modificarlos.

La primera y más frecuente causa de malestar social radica en la relación de sus gobernados con la clase dirigente. El principio de autoridad dota al segmento gobernante de amplios beneficios; sin embargo, también le genera compromisos para con los demás miembros de la comunidad. En ese sentido, se entiende que:

“Hay algunas obligaciones mutuas que unen a los gobernados con los que gobiernan, a aquellos que ejercen su autoridad con los que están sujetos a ella. Estas obligaciones tienen el sentido de que 1)cada una de las partes está sujeta al deber moral de llevar a cabo ciertas tareas como parte del contrato social implícito y 2) El fracaso de cualquiera de las partes para cumplir con esta obligación constituye la base para que la otra parte se oponga a la ejecución de su tarea”[5]

El estrato dirigente tiene obligaciones, explicitas o no, hacia sus gobernados, entre las que se enumeran la de protegerlos contra los enemigos del grupo, la de mantener la paz y el orden al interior del grupo por medio de la impartición de justicia, y la de asegurar la prosperidad del grupo a través de la administración eficiente, tanto de la división del trabajo, como de la distribución de los bienes derivados del mismo. Cuando no se cumple con alguna —o con todas—, de estas condiciones, el principio de autoridad se erosiona y la clase dirigente deja de tener legitimidad.

Esto tiene por lo general consecuencias funestas para el grueso del grupo. La autoridad, debido a la erosión de los argumentos que la dotan de su carácter legítimo, se transforma paulatinamente —o de manera abrupta, en el caso de sucesión violenta de gobierno—, en un medio por el cual una clase social defiende sus privilegios; la estructura de gobierno, pensada en un principio para beneficiar a todos, termina buscando únicamente su supervivencia y los mecanismos de impartición de justicia —tanto las normas legales como los aparatos judiciales—, son modificados para cobijar a la casta dirigente. El opositor se convierte en el enemigo, y por lo tanto, es sujeto de coerción y exterminio. El aumento de la brutalidad en las sanciones y la arbitrariedad en la impartición de las mismas ayudan a que fermente la frustración y el enojo en el grupo hasta extremos insostenibles.

Otras causas que aumentan el sentimiento de agravio tienen que ver con la división del trabajo. Algunos de los mecanismos sociales más importantes están enfocados para que cada individuo dé forma a sus intereses y los modifique de manera que le permitan aceptar con placer su parte en el contrato social, aún cuando las compensaciones materiales sean escasas. Además, los integrantes del grupo deben tener la impresión —ficticia o no—, de que gozaron de cierto grado de libre albedrío a la hora de escoger su parte en la división de labores, pues “Es de suponer que entre mayor sea el grado de obligatoriedad, menos exitoso será el acuerdo y menos genuino será el contrato”[6]

Por último, la repartición de los bienes producidos por la sociedad también abona en ciertas circunstancias el sentimiento de injusticia. Todas las sociedades, como ya se explicó, tienden a aceptar un cierto grado de desigualdad en el reparto, consecuencia principalmente de la legitimidad de la casta gobernante y de la estratificación de las labores considerada el pacto social; por ello, hay consenso en que, por ejemplo, un arquitecto reciba mayor retribución que un albañil, por ejemplo. Es por eso que si la clase dirigente de determinada comunidad goza de prestigio y cumple eficientemente con los compromisos a los que la obliga el contrato social, los demás miembros de la misma aceptaran que disfrute de mayor participación en el reparto; en caso contrario, se considerará que no tiene el derecho a sus privilegios y su actuar será fuente de descontento social.

Por último, hay que señalar que al individuo le indigna el desperdicio de los bienes que con tantos esfuerzos ha contribuido a producir. En especial, cuando se tiene una autoridad ineficaz, la ostentación y la frivolidad en su conducta resultan intolerables; este tipo de dispendio y exhibicionismo es un muy eficaz abono para el sentimiento de agravio que, tarde o temprano, fermentado por la indiferencia y el cinismo, derivará en insurrecciones, puebleadas, levantamientos y, finalmente, en revoluciones sociales. Además, si la autoridad, consciente de la licuefacción de su legitimidad, brutaliza los métodos de control social, crecerá lo que Barrington Moore ha llamado sentimiento de agravio social. Será en este campo de cultivo en donde surgirá, como predecesor a las grandes transformaciones y muchas veces como motor primario de ellas, el héroe que ejerce del lado opuesto de la ley.

Photobucket


Conclusiones

La reacción social que ocasionó el secuestro del llamado Jefe Diego debería de llamar profundamente la atención — y la preocupación—, de la clase dirigente en México. Es evidente que el hartazgo y el agravio están llegando a una masa crítica en el país y que, si no comienzan a cambiar las condiciones que los ocasiones—especialmente la desigualdad social y la impunidad aberrante que estamos padeciendo—, el país comenzará a desgranarse —si no es que en eso está—. De la guerra contra el narcotráfico pasaremos a la narcoguerrilla, a los municipios y regiones narco autónomos y, de ahí, a un baño de sangre al que no se le verá fondo en décadas.

Además, incluso desde el punto de vista del rebelde, podemos afirmar que estamos en una situación muy comprometida: por desgracia si en algo ha sido eficaz el gobierno actual es en pulverizar, atomizar y dividir cualquier atisbo de oposición legal y partidista, lo cual ha ocasionado un vacío en las propuestas ideológicas alternativas. Tal situación puede ocasionar que se den rebeliones sin sentido, caracterizadas por el caos y la sed de revancha social: puebleadas, amotinamientos, caracazos, mismas que serían reprimidas sanguinariamente por los —esos sí—, organizados y aceitados mecanismos de represión del sistema. Para que una situación como la que vive el país derive en un verdadero cambio social —y no sólo en un intento que sirva para inhibir una transformación auténtica—, es necesaria una columna vertebral ideológica que legitime el movimiento y que plante las semillas del nuevo régimen. Así como en 1810 las ideas de la ilustración inspiraron a los insurgentes, las doctrinas liberales y masónicas a los juaristas y las reivindicaciones campesinas, obreras y antireelecionistas al movimiento revolucionario, hay que construir una auténtica revolución de las ideas en la que se pueda asentar el cambio que viene.

Antes, por supuesto, de que la historia nos cabalgue encima.


Omar Delgado

2010




[1]ROUSSEAU, Juan Jacobo, El Contrato Social, México, Editorial Porrua, Colección Sepan Cuantos…, 2006,

p. 11

[2] Ídem

[3] Ídem

[4] MOORE, Barrington. La injusticia: bases sociales de la obediencia y la rebelión, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2007, p. 28

[5] Ibídem. p.32

[6] Ibídem, p.43

1 comentario:

Paulina Valdez dijo...

Pérate.

¿Que no viste que la t.v. nos va a enseñar a tener fé y esperanza en nuestro país, que una bola de ilustres y cultos pseudoconductores, pseudoperiodistas, pseudoreporteros y demás valiosos ejemplares nos darán esperanza y nos enseñarán a amar a nuestro México lindo y querido, que la Selección Mexicanan de futbol hará revivir el júbilo de las glorias que jamás ha tenido?

¡Ya no seremos el país del "ya merito".

¡NO!

¡México está reviviendo!

Al final de cuentas, qué importa que la "guerra contra el narco" traiga consigo efectos colaterales, qué importa que masacren chavales, estudiantes, vagales, adictos en recuperación; qué importa que una pareja de cónyuges asesinen a sus propios hijos si tiene el dinero suficiente y conocen a la gente indicada para resultar libres de culpa, qué importa todo eso cuando a mis hijas las ponen a ver el futbol en vez de recibir educación digna.

Total que el punto es que nada va a suceder. Al pueblo PAN y circo y todo seguirá tranquilo.

Esa es hasta ahora nuestra triste realidad: SOMOS UN PUEBLO SIN MEMORIA.



Tienes razón. Ha de suceder que, todos los nacidos en este país, toquemos fondo como sociedad. Creo que todavía estamos lejos de eso. Aún nos gana la indiferencia, el miedo, la resignación.

...

¡México casi mete gol!

Entonces, ¿decías?



Saludos, Lobo.
;)