jueves, julio 09, 2009

MUERTOS QUE BAILAN



Recuerdo con claridad la primera vez que vi del video de Thriller, en un ya muy lejano 1985. A partir de entonces, y a pesar de las limitaciones cromáticas del cinescopio de la televisión de mi abuela, los desaliñados difuntos que lo protagonizaban se me quedaron bailando en la memoria: muertos aeróbicos que danzaban con brío a pesar de su condición putrefacta, que saltaban aún con el riesgo de que por el impacto se les desprendiera un brazo, que pelaban los amarillos dientes mientras se cernían sobre una inocente y suculenta negrita, encabezados ellos por un hombre que por esas épocas ya comenzaba su lenta transformación en Peter Pan: Michael Jackson.

¿Qué se puede agregar acerca de la figura del cantante, luego de su muerte? ¿Qué más puedo decir que no hayan dicho la miríada de bloggers, columnistas, comunicadores o simples chismosos que han comentado algo acerca de él? Casi nada. Lo cierto es que el autodenominado Moonwalker era, desde mucho antes de su deceso, una figura icónica de esta época, tanto por su innegable talento como por su turbulenta vida personal. Michael Jackson pasará a la historia por haber interpretado algunas de las canciones más emblemáticas de fin de siglo y por su dolorosa existencia, expuesta sin tapujos al escarnio público. Seguramente muchos pepsicólogos y pepsiquiatras ya estarán dilucidando los múltiples y enormes traumas del músico nacido en Indiana, su evidente no aceptación, su proverbial odio hacia la imagen que le lanzaba el espejo, sus enfermizos intentos de dejar de ser aquel negrito bailarín, de bastón y con bombín, del que hablaba Crí Crí. Seguro ahora muchos hacen leña de sus gustos eróticos ―deleznables, por supuesto―, de sus matrimonios de merengue o de la manera en la que –se dice-, concibió a sus tres hijos. Es probable que, en unas semanas, su insaciable familia, esa que se cansó de explotar su talento infantil, ahora pretenda embalsamarlo con el fin de habilitarlo de atracción principal en ese patético mausoleo- parque temático que es Neverland.

Sin embargo, hay que recordar que, antes que todo ello, en un tiempo anterior incluso de cuando el respetable se enterara de las madrizas que le acomodaba Mister Jackson Sr., hubo una imagen que se nos quedó en el inconsciente, una más entrañable y cálida que el gamberro que cantaba Bad o el protoelfo que se declaraba indeciso entre el Black or White: la del virtuoso danzante que, en ese ya muy lejano 1985, contagiaba con su ritmo hasta a los mismitos difuntos.

Omar Delgado
2009

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