No sé que tipo de escozor me dan estos festivalitos de rock, onda el Corona Music Fest o el Vive Latino. Me provocan la misma nausea que ver unos calzones con estampados del rostro del Che Guevara.
Esto lo comento debido a que tuve la oportunidad de ir al Coca Cola Zero Fest, el sábado pasado, en el autódromo Hermanos Rodriguez, acá en la ciudad de México.
Lo que pude ver es que, por lo menos el CCZF, me pareció un picnic musical diseñado para satisfacer lo mismo a adolesemos que a adultescentes forever young. El evento tenía una programación de bandas que, intentando ser plural, daba como resultado una mezcla algo indigesta entre el rock psicodélico de los Mars Volta, la musiquita color pastel de Belanova, el emo rock de My chemical romance y los poderosos taladros auditivos de Shashing Pumpkins. Además, complementaban el cartel bandas del calibre de La Gusana Ciega, Miranda y Kinky, las tres bastante decentes, cada una en su ambito y género. Como cerezita del pastel se presentó guapa Ely Guerra enseñando lo mejor de su repertorio clásico (y de sus atributos físicos, but of course)
Llegué con mi hermana al autódromo por aquello de las dos de la tarde, bajo un sol que amenazaba con volvernos bonzos a la menor provocación. Lo primero que noté es que el festival estaba dividido en varios escenarios, entre los que destacaban el rojo y el negro (es notable el ingenio de los organizadores para bautizarlos), separados uno de otro por una distancia de aproximadamente trescientos metros. Las presentaciones de los grupos se alternaban entre uno y otro, por lo que se armaba la estampida de búfalos en cuanto una banda terminaba su presentación. Lo cierto es que fue bastante ameno ver a muchos de los asistentes correr como cucarachas por todo el autódromo (con un conejo al frente eso hubiera parecido una carrera de galgos). Además de los dos escenarios musicales, los organizadores se montaron diversos performances en otro foro colocado ex-professo. Ahí se vieron ciertos números de danza contemporánea (muy endulcolorada y diluida, por cierto), algunas pantomimas circenses, y el sufrimiento de los sufridos botargas, quienes heróicamente aguantaron las casi doce horas del Fest en zancos y disfraz.
El clima fue algo que no favoreció al evento. Del luciferino sol del mediodía pasamos a una lluvia helada por aquello de las cuatro de la tarde, misma que ocasionó que muchos de los asistentes se aglutinaran bajo los escasos toldos que se habían instalado. Algunos vivales, por supuesto, comenzaron a vender impermeables de plástico a precio del Palacio de Hierro, haciendo su agosto a mediados de abril. Luego, por aquello de las seis, regresó el sol, por lo que el respetable decidió salir de sus guaridas y escuchar a sus grupos mientras oreaba su húmeda osamenta. Finalmente, cuando cayó la noche, el viento y la pertinaz lluvia convirtieron el autódromo en el frigorífico más grande de México, por lo que no sería raro que muchos de los asistentes hayan amanecido el domingo con una roquera pulmonía bajo su pecho.
El ambiente social fue otro hecho destacable, pues se dieron cita algunas de las tribus urbanas más representativas de la escena chilanga. En primer lugar, iban los ya célebres emos, muchos de ellos pubertos de secundaria acompañados por sus padres, todos con sus pantaloncitos y peinados tan característicos; luego, los rockers, quienes -debido a la inicial canícula-, se habían despojado de su representativa chamarra de cuero, acción por la que luego se andaban lamentando; tambien, bastantes fresillas se dieron cita para escuchar a la piernuda de Belanova y su musiquita azucarada. De entre todos, los más numerosos eran los emitos, quienes pudieron vivir la fiesta en paz gracias a que no se dieron cita sus némesis: los darkies y los Punks. Finalmente, tanto los vampiritos como los pelosparados tienen gustos musicales demasiado específicos -además de bolsillos bastante damnificados, la mayoría-, como para presentarse en un festival en el que, para pasartela decente, tenías que gastar el equivalente al PIB de Haiti.
Otro hecho remarcable fue la logística comercial del evento. Había puestos de alimentos y souvenirs por todos lados. Eso sí, todo a tarifa primermundista: Una hambugruesa prefabricada costaba no menos de 35 pesos (3 U.S.D.); una cerveza, por ahí de cincuenta (como 4.5 U.S.D.). Una playera de cualquiera de los grupos costaba -en todos los puestos de la kermesita roquera), entre 150 y 180 pesos. Por lo mismo, además del precio del boleto (699 pesos, o 70 U.S.D), uno se gastaba, sólo en comer y en un recuerdito, más de 500 pelucones.
Los grupos, para ser sincero, se la rifaron. Todos echaron lo mejor de su repertorio con bastantes ganas. -Hasta my Emichal romance, hay que admitirlo-, pero quienes se llevaron la noche fueron The Mars Volta, cuyo vocalista, el Cedric Blixer Zavala con un look muy a lo Amanda Miguel, desmadró el escenario al enredarse en una de las lonas, y The Smashing..., que cautivó a sus treintones fans con algunas de sus rolas más entrañables.
En fin, que fue una noche entretenida gracias al buen desempeño de los grupos y a las curvas de Ely Guerra y la Belanovita. Sin embargo, el festival no dejó de tener en ningún momento los brillos plásticos de una caja de hamster. Por desgracia, el espíritu transgresor de los primeros festivales multibandas, tales como Woodstock y Avándaro, se ha esfumado dentro de una caja registradora. Ahora, estos eventos han transmutado en gigantescas kermesses de parroquia en donde únicamente se puede adquirir la rebeldía encerrada en una taza o estampada en una remera.
Ojalá y que en alguno de ellos aparezca alguna encuerada que me haga opinar lo contrario.
Omar Delgado
2008
1 comentario:
Nada más por Smashing Pumpinks y My Chemical Romance hubiera valido la pena asistir al festivalito este cocaculero.
mmm... nah, mejor bajo las canciones del Limewire o del Ares y no le regalo mi lana a la Coca Cola.
Besos chilangos
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