martes, diciembre 25, 2007

Acteal

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Para Lydia Cacho, Raúl Vera y todos los Justos.

Recuerdo al yo de hace diez años.
Apenas terminaba de concluir mi primera carrera, ya me habían contratado en una trasnacional francesa y sentía que el mundo estaba en mi puño. Era yo banal, algo soberbio aún.
Lo cierto es que Acteal me despertó en todos los sentidos.
Así también, el país en ese entonces se encontraba en un periodo convulso que había iniciado el 1º de enero de 1994 con la aparición del Ejercito Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), el cual, con su sola existencia, cruzó una bofetada a todo el sistema político: México, el país del liberalismo social y del progreso salinista, ese que estaba en la antesala del paraíso del primer mundo, tenía zonas en donde la marginación y la pobreza eran equivalentes a la de ciertas partes de África. A pesar de nuestro norte, tan proyanqui y modernou, en nuestro sur millones de personas seguían viviendo en la pobreza extrema. Nosotros, mexicanos, tan pagados de nosotros mismos, en el 94 nos dimos de narices contra la realidad.
En el 97, las cosas se le habían complicado al EZLN: el gobierno de Ernesto Zedillo cambió la estrategia gubernamental, que privilegiaba el diálogo, por la de la represión: A mediados de ese año inició una escalada militar sin precedentes en Chapas. Meses antes de Acteal se había difundido la identidad del Subcomandante Marcos y las instancias de impartición de justicia había girado orden de aprehensión en su contra. En el estado sureño, día con día llegaban guachos a buscar a los líderes zapatistas y los distintos niveles de gobierno, tanto federal como estatal, fomentaban la división y el enfrentamiento entre los distintos grupos étnicos del estado.
Todo ese laboratorio del diablo tuvo su punto más álgido el 22 de diciembre, en el pequeño poblado de Acteal. Recuerdo que, con el ajetreo navideño y el aire tan saturado de informaciones contradictorias, las noticias de los hechos ocurridos fluyeron lentamente. Primero, se habló de un enfrentamiento entre grupos indígenas que disputaban un banco de arena; luego, se dijo que un grupo paramilitar armado se había enfrentado a una columna del ejercito zapatista. Los desmentidos de funcionarios comenzaron antes aún de que se conocieran los hechos en su totalidad: recuerdo a Emilio Chuayfett, en ese momento secretario de gobernación, exculparse a sí mismo y a sus compinches de los hechos. ¿Pero qué pasó? Nos preguntabamos todos.
La respuesta nos dejó marcados para siempre.
La noche del 22 de diciembre de 1997, en un pueblo perdido en la sierra de Chapas, 45 integrantes del grupo filozapatista "Las abejas", se encontraban orando en un templo. Más de la mitad eran niños; los otros, ancianos y mujeres. Un grupo paramilitar pagado por los terratenientes chapanecos llegó a dicha iglesia y abrió fuego a mansalva contra los indefensos feligreses. A los que las balas no les cortaron la vida, los ejecutores los remataron a machetazos. A los viejos los abrieron en canal; a las mujeres embarazadas les sacaron el niño a tajos y lo azotaron contra el piso, a los niños, los despedazaron...
El horror en su más pura expresión.
Acteal se convirtió, desde ese día, en uno de los nombres de la infamia. Aquel crimen tan espantoso tuvo como fin el causar miedo a las bases zapatistas, a quienes apoyaban al EZLN y, en general, a todos aquellos que se oponían al régimen. Los funcionarios priistas, desde el más pequeño munícipe hasta el presidente de la república, se apresuraron a elaborar diversas teorias (que por supuesto, los exhoneraban de toda culpa), de lo ocurrido en el pueblo chapaneco. "Conflicto intercomunictario", decía la lápida con la que quisieron cubrir el crímen.
Acteal fue la muestra de la profunda descomposición a la que había llegado el régimen priista, por lo que no es aventurado afirmar que la masacre en Acteal fue uno de los muchos factores que aceitaron la llegada del panista Vicente Fox al poder en el 2000, luego de más de 70 años de hegemonía tricolor. Muchos electores bienintencionados vieron en el guanajuatense una posibilidad de castigo a todos aquellos que hicieron posible terrores como Tlatelolco, el Casco de Santo Tomás, Juárez o el mismo Acteal.
Por desgracia, los engañaron.
A diez años del crímen, los culpables verdaderos estan lejos de ser castigados: Ernesto Zedillo, Emilio Chuayfett y Roberto Albores gozan del cálido manto de impunidad con el que los han cobijado los subsecuentes gobiernos panistas. A una década de distancia, en lugar de habernos convertido un país más democrático y justo, nos hemos vuelto un paraíso de impunidad e injusticia. De diez años a la fecha ha aumentado la cuenta de los agravios a la sociedad mexicana, desde el fraude y la imposición en el 2006 hasta la legalización tácita de la pederastría que la suprema corte proclamó al exhonerar a Mario Marín por el caso de la periodista Lydia Cacho. El país se tiñe de escarlata todos los días, el gobierno se viste cada vez más de dictadura. Los funcionarios, ahora panistas, son cada vez más cínicos y prepotentes, y el pueblo está cada vez más desprotegido e indefenso ante los abusos de quienes detentan el poder.
Y mientras, los muertos de Acteal siguen rondando su selvático cadalso, aún errantes. Esas ánimas dolientes, ávidas de justicia, siguen llorando su propia muerte. Siguen también, llorando por la suerte de cada vez más mexicanos. Esas mujeres, niños y viejos masacrados cada vez son más: crecen en número todos los días en los desiertos de Arizona, en las comunidades de Veracruz, en las calles de Oaxaca, en las carreteras de Sinaloa y Tamaulipas, en los baldíos de Ciudad Juárez, en las minas de Grupo México, en el famélico campo, en los hoteles de Cancún y Puerto Vallarta. Cada mujer asesinada en la frontera, cada activista detenido por cargos de terrorismo, cada anciana muerta por gastroenteritis verde, cada indocumentado perdido en el desierto, cada inocente muerto en algún reten militar, cada niño violado, cada víctima, siguen yendose a ese lugar manchado por la crueldad.
Siguen caminando hacia Acteal.
Omar Delgado
2007

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