lunes, julio 30, 2007

Ferias del libro

Photo Sharing and Video Hosting at Photobucket




Si a alguien hay que reclamarle acerca de que escribo, es a un simpático señor llamado Juan Colotla.

Y si fumo como camión materialista, también a él deben dirigirse las quejas.

Viví mis doce primeros años en un amplio departamento de la colonia Portales, criado por mi abuela y rodeado de mis tías solteras y mi madre, soltera también. En general, me formé con pocos modelos masculinos (Lo cierto es que mis tíos maternos no podían ser calificados como ejemplares), así que me fue necesario pepenar los que tenía a mi alcance: mis tíos políticos. Entre ellos había notables diferencias: mientras José era un vendedor serio y barbón, Poncho era un pícaro que más de una vez salió en calzones de alguna casa, perseguido por un marido celoso. Sin embargo, de todos ellos, el más importante en mi formación fue Juan, el esposo Rosario, la más joven de las hermanas de mi madre.

Hombre moreno, de lentes dorados y palabras algodonadas. La vida de Juan, por sí sola, merece una pluma mejor que la mia para ser narrada: hijo de un próspero sastre del barrio, decidió estudiar ingeniería mecánica automotríz, profesión que abandona después de darse cuenta de que le incomodaban los dedos llenos de grasa y las compañias beodas. Juan es un abstemio total, por lo que el medio de los mecánicos, tan lleno de adoradores del frasco, le fastidió sobremanera.
Decidió irse a hacer camino a Canadá, en específico, a Toronto, donde trabajó en uno de los hoteles más elegantes de dicha ciudad. Ahí, es preciso decirlo, se codeó con personajes de la talla de Jaques Costeau, a quien el mismo describió como "un viejito muy agradable... pero que hablaba como si siguiera dentro del agua". Al año de residir allá, regresó sólo para casarse con mi tía y llevarsela al norte.
Cuatro años estuvieron en los nortes hasta que a mi tia le dió una crisis nerviosa debido a la lejanía de la familia, así que decidieron regresar. Ya en México, Juan encontró trabajo en el departamento de difusión urante los ochentas, el trabajaba en Difusión Cultural de la universidad autónoma metropolitana (U.A.M); entre otras cosas, se encargaba de llevar las publicaciones de la institución a las ferias del libro del país. Yo, que en esos tiempos era un moco de siete años, me comenzó a llevar a dichos eventos. Cuando estudiaba la secundaria, después de clases, iba a ayudarle a las oficinas de la calle de Medellín, en la colonia Roma, en donde, todavía por esas fechas, existía un Tomboy (el tatarabuelo de los McDonalds), donde acostumbraba comer antes de inciar mi jornada laboral.

Lo cierto es que, además de en la Casa del Tiempo (Que era en donde estaba la oficina), pasé mis primeras aventuras laborales entre las cajas de libros en el Palacio de Minería, en el pasaje Zócalo- Pino Suarez, e incluso en las ferias de los estados, como las de Hidalgo o la FIL de Guadalajara. Yo me dedicaba a hacer inventarios y a vender libros que nunca había leído y que sin embargo me comenzaron a interesar. Fue ahí donde leí mi primera novela gotica: El Monje, de Lewis, que me tuvo como seis días sin dormir; también leí a Micrós y sus crónicas del méxico del siglo XIX, o los Relatos de una vida sin rumbo, del escritor vagabundo Chen Fou (Chino al que no le dijeron que Coopelala); también ahí me encontré la joyita titulada La estructura de la novela, de Edward Muir, la cual, a pesar de apenas entenderle, también devoré con gula.
Sin embargo, mi naciente acervo literario no se detenía ahí: gracias a las buenas relaciones que habíamos cultivado mi tío y yo entre los demás expositores (y a lo impreciso de los inventarios de aquel tiempo), podíamos intercambiar los textos que vendíamos por otros, más suculentos. Gracias a aquellas transas literarias me hice de algunos textos que aún conservo, tales como los Grabados de Posada o la colección completa de Calabozos y Dragones, de Timún Mas. En aquellos tiempos todavía existían algunas de las editoriales que actualmente son historia, tales como Novaro o Posada, empresas mexicanas que desaparecieron, bien por la muerte de sus dueños originales, bien por la incapacidad de los herederos, bien ante la aplanadora de las trasnacionales españolas en los años 90´s.
Sin embargo, la mayor parte de mi formación no provino de los libros, sino de todas las experiencias que acumulé en el tiempo que trabajé con Juan. Ahi conocí a los que serían los primeros gandallas con los que tuve que lidiar en mi vida laboral: los cargadores al servicio de mi tío, quienes me trajeron de bajada por años (Y a los que, por supuesto, les ajusté cuentas en cuanto crecí); mis primeros amorcillos entre las vendedoras de las ferias, (Fue en una feria del Pasaje en donde me dieron mi primera cahcetada al besar sin querer a una expositora más grande que yo... que además era Taekwandoka), las primeras chingas de cargar cajas de cincuenta kilos en el lomo, pero sobre todo, el amor a las letras. Mi tío siempre fue un hombre culto y un lector obsesivo, y tuvo el tino de guiarme a través del berenjenal que a veces es la oferta editorial en México. Gracias a él jamás caí en bazofias a la usanza de Cañitas o Juventud en Éxtasis. Gracias a sus consejos, descubrí al Marqués de Sade a los 12 años (¡Uta! Ahora entiendo muchas cosas), a Nietzsche, al Gabo y a Tolkien. (Aunque tambien,lo confieso, a J.J. Benitez) En verdad, algunos de los recuerdos más caros que tengo de mi infancia tuvieron como escenario, bien las mesas de las ferias del libro, bien la extensa bibilioteca de mi tío.
También por ese tiempo se formó mi carismática forma de ser, y para muestra, un botonazo: Estaba yo en un estant que había puesto la universidad en la estación La Raza del metro, cuando llegó una mujer de unos treinta y cinco años, guapetona, acompañada por un chico con retraso mental. Ella me preguntó un precio y yo le respondí con un "Sí, señora".
- ¡¡Señorita, si me haces favor!! -me gritó la muy cabrona.
- Y con ese pinche caracter, no me extraña -le respondí.
Evidentemente, la señito se fue mentándome la madre de la mano de su acompañante (¿Sobrino, primo?). Sin embargo, la cereza en el pastel la puso uno de los cargadores, quien le gritó frente a la multitud:
- Ya no se amargue, vieja culera, o los hijos le van a salir igual de mensitos...
Crecí y, como todos los adolescentes, me fuí alejando de las figuras importantes de mi infancia, entre ellas, de Juan. Cuando yo tenía 16 barrosos años, el y mi tía tomaron la decisión de irse a Ciudad Juárez a vivir y yo los dejé de frecuentar. Sin embargo, siempre que escribo, lo hago pensando en esas cajas de libros de la UAM, en esos ejemplares nuevecitos, con perfume de papel nuevo y tinta. En ese tiempo, nunca me imaginé que mi nombre estaría, años después, en la portada de un libro.
Gracias, tío.
Omar Delgado
2007

No hay comentarios.: