lunes, junio 28, 2010

TERRORES DE OJOS RASGADOS


Lo sobrenatural en la cultura japonesa


Photobucket

Onyrö

Cuando algún occidental piensa en el Japón, de inmediato se le vienen a la mente imágenes de tecnología y electrónica; microchips, Sony, Sanyo; precisión, orden, trabajo. Se evoca con facilidad el estereotipo del taka taka vestido de bata que, armado de microscopio trabaja con las nanomáquinas que en unos años nos curarán el cuerpo y nos resolverán la vida, con los superconductores que convertirá la fibra óptica en algo tan arcaico como el cable telegráfico o con el celular de última generación que nos hará capaces de controlar el tráfico aéreo de todo un país vía blackberry. O bien, pensamos en el japones ejecutivo, de traje azul marino, tiburón de las finanzas, capaz de engullirse cientos de empresas pequeñas al día acompañandolas con ligeros sorbos de sake. Jamás pensaríamos que esas milimétricas y calculadoras mentes son capaces siquiera de ocuparse un minuto de lo sobrenatural.

Es por eso notable encontrarnos con que la cultura japonesa es —o por lo menos fue hasta hace poco—, una de las más supersticiosas del globo. La mezcla de religiones que conviven en el archipiélago —shintoismo, budismo, taoísmo—, y su cotidiana indefensión ante los fenómenos naturales tales como tsunamis, terremotos y erupciones volcánicas hacen que el taka promedio sea proclive a arrendar su destino a un gran número de potencias cósmicas: dioses, demonios, gautamas, inmortales, y que también sea capaz de ejecutar los más complejos y largos ritos con tal de ganarse el favor de los seres que tienen mejor posición en el organigrama del universo. Los nipones son imaginativos y vastos en sus seres sobrenaturales, muchos de ellos con equivalentes similares en otras culturas tan alejadas como la mesoamericana, la eslava o la céltica.

Así pues, la noche japonesa esta plagada de monstruos, fantasmas y duendes dispuestos a cazar, a embromar o a perder al caminante incauto, al trasnochador, al parrandero y al que le va a freír el teppanyaki a la esposa de otro. Como en cualquier otra parte del globo, dichos terrores nocturnos que tienen la función de moderar las conductas antisociales, de controlar a los miembros más rejegos del gurpo y de educar a los chiquitines en la pedagogía del espanto. En la mitología nipona, a todos estos seres, inscritos en una categoría intermedia entre los dioses y los hombres, se les llama yokai, y lo mismo pueden ser maléficos que amigables; otros pueden ser indiferentes y otros, incluso, matrimoniarse con un mancebo o con una doncella. Algunos yokai nunca pertenecieron a la raza humana; otros son nativos del inframundo y otros fueron alguna vez hombres que, quizá por alguna horrible muerte —los asesinados y algunos suicidas—, por actos de brujería y maldad, o incluso por pasiones obsesivas y enfermizas, se convirtieron en espectros errantes.

Es de tal importancia El Más Allá en la cultura japonesa, que en capítulo IV de El Romance de Genji, obra escrita por Murasaki Shikibu, y que ya tratamos aquí, se relata el ataque de un furioso aparecido:


“[…] ─¡Oh, señor! ─dijo ella─, tengo tanto miedo y me siento tan grotesca que me he tendido así. No me atravo a imaginar lo que debe sufrir mi pobre ama.
─No os inquieteis por su terror ─dijo, y rechazándola, se inclinó sobre la postrada forma.
La joven dificultosamente respiraba y al tocarla supo que su cuerpo estaba laxo. No le reconoció.
Algún condenado, un mal espíritu, quizá, había intentado apoderarse de su lma. Era tan tímida e indefensa como un niño.
Llegó el hombre con una bujia. Ukon tenía aún demasiado miedo para moverse. Genji colocó un biombo al objeto de ocultar el lecho, y llamó al arquero. Era contrario a la etiqueta que, como príncipe, se le debía; pero el recién llegado vacilaba embarazado, no atreviéndose a cruzar las esteras.
─Venid aquí ─dijo Genji, impacientándose─, haced uso de vuestro buen sentido.
Contra su voluntad, el arquero le entregó la bujia.
Al acercarse al lecho, Genji entrevió por un instante la silueta que se le había aparecido en sueños, todavía al lado de la almohada. Súbitamente desapareció. Había leído antiguos cuentos de aparecidos, conocía así el poder extraordinario de éstos y se alarmó mucho […]1”

Algunos de los más notables y temibles Yokai se enlistan a continuación:

Photobucket

Yuki Onna

Yuki- Onna: La mujer de la nieve. Es un espectro femenino de hermosa apariencia que durante las tormentas de nieve pierde a los viajeros con sus encantos, haciendo que mueran de frío al abrazarla. También acostumbra acosar a los hombres solos que se refugian en sus casasdurante las ventiscas: se les aparece a lo lejos, invitándolos a hacerle compañía en la infernal blancura. En ocasiones la Yuki Onna se torna vengativa: asalta las casas de las familias y abate las ventanas, dejándose sentir en toda su fría magnificencia y matando a los habitantes del recinto. Es de notar sus similitudes tanto con la Xtabay maya como con las Bean-shide irlandesas.


Photobucket

Kappa

Kappa: Seres no- humanos que viven en los lagos y aguas estancadas. Se les representa como tortugas del tamaño de un niño de ocho años, provistos de garras como de mono y con aletas que les permiten nadar a gran velocidad. Su comportamiento en ocasiones es pícaro, pues acostumbran tirarse sonoros pedos y espiar a las muchachas que se bañan en las aguas de los ríos. Sin embargo, que estos detalles no distraigan al viajante, pues los kappas acostumbran robar a los niños pequeños para devorarlos. Su modo de actuar es el siguiente: a cualquier infante al que sus padres hayan descuidado cerca de una laguna, el kappa lo atrae al agua. Una vez que está en la orilla, la criatura lo hunde hasta el fondo y le devora el hígado y otros órganos, y a los desconsolados padres sólo les quedará esperar a que el cadáver del hijo surja, tres días después, sin ojos y sin entrañas.

Por eso, para evitarlo, a las personas que vivan cerca de lagunas y lagos les conviene hacer ofrendas de pepino, único alimento que los Kappas aprecian más que la carne de niño. Esta criatura puede incluso ser un buen aliado, ya que son agradecidos con quien los alimenta y cuida su hábitat. Esto bien lo saben muchos pescadores amigables a quienes les han llenado las redes en gesto de buena voluntad.

Los kroopas, de los juegos de animación Super Mario Bros., están claramente inspirados en este ser. De igual manera, es notable su manera de actuar con el del mesoamericano Ahuizotl.


Photobucket

Taka Onna

Taka Onna: Originalmente es una mujer de gran fealdad, cuya falta de suerte con los hombres la amarga al punto de convertirla en un ser maléfico. Este espíritu tiene el poder de controlar las dimensiones de su cuerpo, siendo capaz de alargarse hasta proporciones inverosímiles. Cuando entra a una casa, asesina a todos sus habitantes.


Photobucket

Oni

Oni: Ogros o demonios de la cultura japonesa. Se les representa con cuernos y aspecto bestial. Poseen fuerza sobrehumana y la mayoría son caníbales. Casi todos traen como arma un garrote de hierro que les sirve para machacar a sus víctimas. La mitología japonesa les concede el honor de ser los verdugos de las almas de los condenados en el infierno japonés.


Photobucket

Ubume

Photobucket

Goryö

Photobucket

Fuayurei

Yurei: Son las almas en pena tan vistas en las películas orientales de los años noventas. y principios de los dosmiles Se les representa como mujeres —casi siempre—, de melena larga y enredada y vestidas con un kimono funerario blanco. Casi todas ellas son acompañadas por dos fuegos fatuos de color púrpura que las flanquean. Vagan por este mundo por varias razones: desde el hecho de que no se les rindió las honras fúnebres adecuadas hasta por el hecho de haber sido martirizadas y ejecutadas con crueldad. Los yurei se dividen a su vez en otras categorías, siendo las más importantes: a) las Ubume, mujeres que murieron en el parto y que regresan para cuidar a su hijo y traerle dulces; b) Goryö: Espíritus furiosos que murieron de manera sanguinaria, siendo ejecutados o torturados a muerte. Regresan para matar a sus verdugos y a sus descendientes. c) Fuayurei: espíritus de marineros que murieron en el mar. Se acercan a nado a una embarcación y solicitan un cucharón al primer marinero que ven. Si el incauto se los da comienzan a llenar de agua el caso del barco hasta que lo hunden. d) Onyrö: Espíritus intranquilos que regresan luego de maldecir a un enemigo o por una promesa incumplida. Un ejemplo clásico es el de la esposa que antes de morir pide al marido nunca volver a casarse. Cuando el viudo incumple su palabra y desposa a otra mujer, el espíritu de la primera esposa regresa del inframundo a decapitar a la rival.

Photobucket

Futa Kuchi Onna

Futa-kuchi-onna: Espíritu de una mujer anómala poseedora de dos bocas, una de ellas asentada en la nuca, la cual emite horribles alaridos cuando no es alimentada. Se dice que son los espíritus de las mujeres, casadas con un viudo, que por procurar a sus propios hijos no alimentan a sus hijastros al punto de dejarlos morir de hambre. Los niños, al fallecer, se asientan en el cuerpo de su torturadora en una relación simbiótica que los une por la eternidad. Aunque otra explicación menos cruenta indica que la Futa-kuchi-onna en realidad es una mujer que, por vanidad, se negaba a comer como debía y que como castigo a su anorexia debe vagar buscando alimento.


Photobucket

Han´yo (Según el manga)

Han´yo: Curiosos seres que nacen como consecuencia del apareamiento entre un Yokai y un ser humano. Estos semidemonios en general tienen apariencia humana, aunque con una característica física —unas prominentes orejas, colmillos, cola prensil—, que los distingue. Son por lo general más inteligentes y ágiles que el humano promedio. Casi todos los héroes del manga moderno pertenencen, o tienen características, de Han´yo.


Aoando

Aoandaon

Aoandaon: El más intrigante y peligroso de los Yokai japoneses, y también el más ligado con el arte del contar historias. Este demonio, de piel azul y diminutos cuerpos, puede ser calificado como el amo de las pesadillas.

Había un juego de salón, surgido en el Japón del siglo XVI, llamado “Los 100 terrores”, y que consistía en que en un recinto, en ciertas noches invernales, se reunía una centena de personas, cada una con una vela encendida, a contar una historia de horror. Cuando algún asistente terminaba su relato, apagaba su respectiva vela, con lo que el salón iba quedándose cada vez más oscuro. Al final, cuando finalizaba la última conseja, y todo quedaba totalmente oscuras, aparecía el Aoandaon y hacia realidad los horrores narrados.

Photobucket

Exorcismo

Conclusión

Hablar de lo sobrenatural en una cultura determinada es más que hablar de un bestiario de seres inverosímiles: es hablar de toda una cosmovisión en donde confluyen creencias, leyes, costumbres y tradiciones. Los terrores nocturnos nipones, como los de cualquier otra cultura, no son sino reflejos de los tabúes y miedos sociales. Los espectros femeninos, por ejemplo, sólo reflejan los temores que siente una cultura tan machista como la nipona ante el poder femenino. Las leyendas de una sociedad son el equivalente a los sueños el individuo. A través de su interpretación se puede saber mucho acerca de su esencia: sólo es cuestión de abrir los ojos.

Omar Delgado

2010

1 MURASAKI shikibu (traducción de Fernando Gutierrez) , Genju Monogatari (Romance de Genji), 2004, Barcelona, Editorial Juventud (Colección El Barquero), p.97

P.S. Les recomiendo asomarse a este magnífico ensayo acerca de la literatura fantástica japonesa.

domingo, junio 13, 2010

AGRAVIADOS


Photobucket

El secuestro de Diego Fernández de Ceballos, político mexicano en el retiro, abogado reconocido y próspero dueño de haciendas, perpetuado el 14 de Mayo de 2010, puso en evidencia dos hechos incuestionables: la indefensión en la que está cualquier ciudadano mexicano, sin importar su posición económica, poder político o trascendencia histórica, está expuesto, y la profunda polarización que vive en el momento actual la sociedad mexicana.

Desde que se supo del probable secuestro del político, en diferentes foros de diarios, grupos de discusión, salas de chat e incluso en programas de los medios masivos de comunicación comenzaron a aparecer mensajes aplaudiendo el incidente y rogando por que el político apareciera hecho cachitos en cualquier carretera. federal Una cantidad variopinta de usuarios de todas las edades y regiones del país se sintieron, y se sienten, sumamente complacidos por la abducción —e hipotético martirio y asesinato—, del también conocido como Jefe Diego.

Y es que, hay que decir, en honor a la verdad, que esto para nada injustificado, pues el político queretano se ha ganado con creces la animadversión que se siente por él: desde sus inicios en la vida política de México, siempre auspiciado por el derechista Partido Acción Nacional, Diego Fernández se ha caracterizado por defender a ultranza las posiciones más conservadoras —la penalización del aborto, la negación de derechos políticos a los indígenas, la limitación de los derechos de las mujeres—, por sus pintorescas y denigrantes expresiones el viejerio, los encalcetinados, los maricones—, y por un descarado tráfico de sus influencias políticas que le ha facilitado ganar demandas millonarias contra el estado, Paraje San Juan— y obtener cuantiosas ganancias personales. Además, hay que tomar cuenta a sus poderosos contactos en el poder y a su posición de actor de primera fila en algunos de los procesos políticos más peliagudos de los últimos 20 años: el fraude de 1988 —y la quema de boletas subsecuente—, el proceso electoral de 1994 —en donde fue acusado de dejar libre el camino a otro candidato a cambio de unos terrenos de lujo en el fraccionamiento Punta Diamante, de Acapulco, Guerrero—, los video escándalos y el proceso de desafuero a Andrés Manuel López Obrador y, por supuesto, el cuestionado arribo al poder de Felipe Calderón en el 2006. En otras palabras, el también llamado Ardilla (Porque siempre se le encontraba en Los Pinos en tiempos de Carlos Salinas de Gortari) es, desde hace décadas, sólo por lo que sabe, un factor real de poder.

La reacción de júbilo de parte de un gran número de mexicanos a raíz del supuesto secuestro del político sólo puede ser explicada a partir del sentimiento de frustración social al que nos ha llevado la situación político-social del país y que se agravó notablemente a partir del traumático —y muy probablemente fraudulento—, proceso electoral del 2006.



Photobucket



El Sentimiento de Agravio Social


No se pueden entender ciertos fenómenos tales como el ensalzamiento del crimen o el surgimiento de figuras como el bandolero social sin entender las causas por las cuales la rebelión, el crímen y la ilegalidad se transmutan en valores. Para que esto ocurra, es indispensable que exista primero un Sentimiento de Agravio Social.

La sociedad surge como un proceso adaptativo por medio del cual el hombre buscó mejorar sus posibilidades a la hora de enfrentarse al entorno. Como ya lo han señalado expertos de la talla de Desmond Morris, el mono desnudo —homo sapiens—, es quizá el animal más indefenso que existe: no cuenta ni con uñas ni colmillos de depredador, ni con el vigor muscular necesario para huir; sus sentidos no son particularmente agudos y no posee mecanismos naturales —tales como exoesqueletos, pelambre espesa o caparazón—, que lo protejan aunque sea un poco de la intemperie. Es por ello que, buscando la supervivencia, los seres humanos conformaron clanes, tribus y demás con el fin de que, por medio del trabajo en equipo, unir fuerzas para poder obtener y aprovechar de manera más eficiente los recursos naturales necesarios para su subsistencia. En palabras de Jean Jaques Rousseau:

“[…] Como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, sino solamente unir y dirigir las que existen, no tienen otro medio de conservación que el de formar por agregación una suma de fuerzas capaz de sobrepujar la resistencia, de ponerlas en juego con un solo fin y de hacerlas obrar unidas y de conformidad.”[1]

El resultado de tal suma de fuerzas son las sociedades humanas. Ahora bien, para que estas permanezcan cohesionadas y funcionales es necesario que se conformen por medio de un contrato entre sus miembros, el cual tiene como fin:

“[…] Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con la fuerza común la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sino a sí mismo y permanezca tan libre como antes.”[2]

Este contrato (también llamado pacto social), es un conjunto de normas, implícitas y explícitas, encaminadas a regular las interacciones entre los miembros de una comunidad. Para que funcione será requisito indispensable:

“[…]La enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a la comunidad entera, porque, primeramente, dándose por completo cada uno de los asociados, la condición es igual para todos; y siempre siendo igual, ninguno tiene interés en hacerla onerosa para los demás. Además, efectuándose la enajenación sin reservas, la unión resulta tan perfecta como puede serlo, sin que ningún asociado tenga nada que reclamar, porque si quedasen algunos derechos a los particulares, no habría ningún superior común que pudiese sentenciar entre ellos y el público, cada cual siendo hasta cierto punto su propio juez, pretendería pronto serlo en todo; consecuencialmente, el estado natural subsistiría y la asociación convertiríase en tiránica e inútil”[3]

Es de notar que las leyes y normas que dan forma al pacto pueden ser, según el filósofo francés, a) políticas (que regulan la relación de los asociados con el aparato de gobierno), b) civiles (que regulan las relaciones entre los asociados), c) penales (que establecen penas y sanciones por faltas al contrato), y d) no escritas (dictadas por los usos y costumbres). La característica esencial de todas ellas es que deben ser aceptadas y acatadas por la mayoría de los asociados para que el pacto social sea viable y se mantenga vigente. Sin embargo, cuando éste se encuentra desgastado o es ya inoperante, ocurre que las leyes dictadas por los usos y costumbres se contraponen a las de los otros tres tipos. Es en esta circunstancia cuando se fermentan sentimientos de agravio y frustración que a la larga ocasionan el surgimiento de la figura del héroe fuera de la ley.



Photobucket


El llamado sentimiento de agravio social surge y crece como consecuencia de un pacto social injusto. Quien mejor lo explica es el sociólogo estadounidense Barrington Moore, quien en su obra, La injusticia: bases sociales de la obediencia y la rebelión, establece que un contrato social efectivo debe regular tres aspectos principales: a) el principio de autoridad, b) la división del trabajo y c) la distribución de los bienes derivados del mismo. La descripción y alcances de los mismos se explican a continuación.

Principio de autoridad: Moore observa que, para que se conformaran las sociedades, un segmento del grupo tuvo que asumirse —o imponerse—, como el administrador del contrato y, por lo mismo, como el dirigente de los demás miembros del grupo. Así pues, el principio de autoridad es el mecanismo ideológico por el cual el grupo dirigente justifica su posición. En general:

“Los humanos utilizan la autoridad para coordinar las actividades de un gran número de personas. Ella penetra en todas las esferas de la vida social y existe en todas las sociedades conocidas, hasta en las primitivas que carecen de jefes formales, aunque sea en un grado menor.”[4]

La autoridad actúa en varias esferas: en el aspecto administrativo; en el de las legislaciones vigentes para el grupo y en el aparato de impartición de justicia. La estructura y alcances de todas ellas deberán estar bien estipulados en el contrato social del grupo.

División del trabajo: Se entiende este concepto como la distribución de las labores necesarias para el mantenimiento y expansión de la comunidad, cuyas reglas estarán especificadas en el contrato social y serán aplicadas por los mecanismos de autoridad. Para ello, se requerirán de estructuras ideológicas, basadas tanto en las leyes como en las costumbres, que faciliten la aceptación de la manera en que las labores son distribuidas entre los integrantes de la comunidad. En base a lo anterior, Moore afirma que, cuando los argumentos que sustentan la asignación de labores son efectivos, incluso aquellos miembros menos favorecidos —los que ejercen los trabajos peor pagados y más degradantes o peligrosos—, estarán conformes con el contrato; en caso contrario, se generará y crecerá el descontento.

Distribución de los bienes. Este punto es quizá el más polémico de los tres, pues se refiere al reparto de los beneficios generados por la organización social. El sociólogo norteamericano apunta que en la distribución de los bienes convergen dos tendencias sociales contradictorias: por un lado, hay un sentimiento general de que el reparto de los bienes debe ser equivalente entre todos los integrantes de la comunidad; por otro lado, la jerarquización del valor para las distintas tareas da como resultado una distribución inequitativa del producto del trabajo. En general, en cualquier sociedad existen labores más apreciadas que otras —por norma, las que implican esfuerzo intelectual o capacidad de organización gozan de más consideraciones que las puramente físicas—, y por lo mismo son mejor retribuidas que los trabajos más rudos y manuales.



Photobucket


Además, existe un hecho ineludible: en todas las sociedades existe la tendencia a que el segmento dirigente, el cual ostenta el principio de autoridad, sea también el más beneficiado por el reparto. Para que este factor no conlleve a la inestabilidad del grupo, es indispensable que en el contrato social se incluyan argumentos lo suficientemente convincentes como para justificar los beneficios de la clase gobernante y que esta cumpla a cabalidad con las obligaciones que le emanan de dicho pacto.

Si el contrato social cumple eficientemente con estas tres condiciones, la mayoría de los integrantes del grupo estarán conformes, e incluso felices, con su situación. Sin embargo, cuando existe una falla en cualquiera de ellos, es probable que un segmento de la sociedad no esté de acuerdo con los acuerdos implícitos y busque modificarlos.

La primera y más frecuente causa de malestar social radica en la relación de sus gobernados con la clase dirigente. El principio de autoridad dota al segmento gobernante de amplios beneficios; sin embargo, también le genera compromisos para con los demás miembros de la comunidad. En ese sentido, se entiende que:

“Hay algunas obligaciones mutuas que unen a los gobernados con los que gobiernan, a aquellos que ejercen su autoridad con los que están sujetos a ella. Estas obligaciones tienen el sentido de que 1)cada una de las partes está sujeta al deber moral de llevar a cabo ciertas tareas como parte del contrato social implícito y 2) El fracaso de cualquiera de las partes para cumplir con esta obligación constituye la base para que la otra parte se oponga a la ejecución de su tarea”[5]

El estrato dirigente tiene obligaciones, explicitas o no, hacia sus gobernados, entre las que se enumeran la de protegerlos contra los enemigos del grupo, la de mantener la paz y el orden al interior del grupo por medio de la impartición de justicia, y la de asegurar la prosperidad del grupo a través de la administración eficiente, tanto de la división del trabajo, como de la distribución de los bienes derivados del mismo. Cuando no se cumple con alguna —o con todas—, de estas condiciones, el principio de autoridad se erosiona y la clase dirigente deja de tener legitimidad.

Esto tiene por lo general consecuencias funestas para el grueso del grupo. La autoridad, debido a la erosión de los argumentos que la dotan de su carácter legítimo, se transforma paulatinamente —o de manera abrupta, en el caso de sucesión violenta de gobierno—, en un medio por el cual una clase social defiende sus privilegios; la estructura de gobierno, pensada en un principio para beneficiar a todos, termina buscando únicamente su supervivencia y los mecanismos de impartición de justicia —tanto las normas legales como los aparatos judiciales—, son modificados para cobijar a la casta dirigente. El opositor se convierte en el enemigo, y por lo tanto, es sujeto de coerción y exterminio. El aumento de la brutalidad en las sanciones y la arbitrariedad en la impartición de las mismas ayudan a que fermente la frustración y el enojo en el grupo hasta extremos insostenibles.

Otras causas que aumentan el sentimiento de agravio tienen que ver con la división del trabajo. Algunos de los mecanismos sociales más importantes están enfocados para que cada individuo dé forma a sus intereses y los modifique de manera que le permitan aceptar con placer su parte en el contrato social, aún cuando las compensaciones materiales sean escasas. Además, los integrantes del grupo deben tener la impresión —ficticia o no—, de que gozaron de cierto grado de libre albedrío a la hora de escoger su parte en la división de labores, pues “Es de suponer que entre mayor sea el grado de obligatoriedad, menos exitoso será el acuerdo y menos genuino será el contrato”[6]

Por último, la repartición de los bienes producidos por la sociedad también abona en ciertas circunstancias el sentimiento de injusticia. Todas las sociedades, como ya se explicó, tienden a aceptar un cierto grado de desigualdad en el reparto, consecuencia principalmente de la legitimidad de la casta gobernante y de la estratificación de las labores considerada el pacto social; por ello, hay consenso en que, por ejemplo, un arquitecto reciba mayor retribución que un albañil, por ejemplo. Es por eso que si la clase dirigente de determinada comunidad goza de prestigio y cumple eficientemente con los compromisos a los que la obliga el contrato social, los demás miembros de la misma aceptaran que disfrute de mayor participación en el reparto; en caso contrario, se considerará que no tiene el derecho a sus privilegios y su actuar será fuente de descontento social.

Por último, hay que señalar que al individuo le indigna el desperdicio de los bienes que con tantos esfuerzos ha contribuido a producir. En especial, cuando se tiene una autoridad ineficaz, la ostentación y la frivolidad en su conducta resultan intolerables; este tipo de dispendio y exhibicionismo es un muy eficaz abono para el sentimiento de agravio que, tarde o temprano, fermentado por la indiferencia y el cinismo, derivará en insurrecciones, puebleadas, levantamientos y, finalmente, en revoluciones sociales. Además, si la autoridad, consciente de la licuefacción de su legitimidad, brutaliza los métodos de control social, crecerá lo que Barrington Moore ha llamado sentimiento de agravio social. Será en este campo de cultivo en donde surgirá, como predecesor a las grandes transformaciones y muchas veces como motor primario de ellas, el héroe que ejerce del lado opuesto de la ley.

Photobucket


Conclusiones

La reacción social que ocasionó el secuestro del llamado Jefe Diego debería de llamar profundamente la atención — y la preocupación—, de la clase dirigente en México. Es evidente que el hartazgo y el agravio están llegando a una masa crítica en el país y que, si no comienzan a cambiar las condiciones que los ocasiones—especialmente la desigualdad social y la impunidad aberrante que estamos padeciendo—, el país comenzará a desgranarse —si no es que en eso está—. De la guerra contra el narcotráfico pasaremos a la narcoguerrilla, a los municipios y regiones narco autónomos y, de ahí, a un baño de sangre al que no se le verá fondo en décadas.

Además, incluso desde el punto de vista del rebelde, podemos afirmar que estamos en una situación muy comprometida: por desgracia si en algo ha sido eficaz el gobierno actual es en pulverizar, atomizar y dividir cualquier atisbo de oposición legal y partidista, lo cual ha ocasionado un vacío en las propuestas ideológicas alternativas. Tal situación puede ocasionar que se den rebeliones sin sentido, caracterizadas por el caos y la sed de revancha social: puebleadas, amotinamientos, caracazos, mismas que serían reprimidas sanguinariamente por los —esos sí—, organizados y aceitados mecanismos de represión del sistema. Para que una situación como la que vive el país derive en un verdadero cambio social —y no sólo en un intento que sirva para inhibir una transformación auténtica—, es necesaria una columna vertebral ideológica que legitime el movimiento y que plante las semillas del nuevo régimen. Así como en 1810 las ideas de la ilustración inspiraron a los insurgentes, las doctrinas liberales y masónicas a los juaristas y las reivindicaciones campesinas, obreras y antireelecionistas al movimiento revolucionario, hay que construir una auténtica revolución de las ideas en la que se pueda asentar el cambio que viene.

Antes, por supuesto, de que la historia nos cabalgue encima.


Omar Delgado

2010




[1]ROUSSEAU, Juan Jacobo, El Contrato Social, México, Editorial Porrua, Colección Sepan Cuantos…, 2006,

p. 11

[2] Ídem

[3] Ídem

[4] MOORE, Barrington. La injusticia: bases sociales de la obediencia y la rebelión, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2007, p. 28

[5] Ibídem. p.32

[6] Ibídem, p.43