
Irma Grese
Como seres humanos, tenemos una costumbre que a veces nos resulta devastadora: considerar a la belleza física como sinónimo de belleza del alma. Este impulso proviene de nuestro núcleo más instintivo, por lo que poco es lo que podemos hacer por evitarlo. Incluso los bebés reaccionan más favorablemente ante unas facciones proporcionadas que ante una faz imperfecta. La hermosura, finalmente, es un indício de buena carga genética, y como animales que somos siempre buscamos, inconscientemente, ese otro par que mejore nuestra mezcla de genes en la próxima generación. Incluso las personas que abiertamente declaran no querer tener hijos, no dejan de buscar individuos e individuas lo más estéticos posibles. Así de fuerte es la biología.
por lo mismo, creemos (o tendemos a creer), que bonito es igual a bueno. Pero... ¿Qué pasa cuando no es así? ¿Qué pasa cuando un alma sanguinaria es arrendataria de un cuerpo hermoso? ¿Cuando un rostro bonito no es sino la careta de la muerte? Es entonces cuando surgen esos extraños seres que forman parte de la leyenda más negra de la humanidad, hombres y mujeres tales como
Erzebeth Bathory,
Ted Bundy, la pequeña
Mary Bell o
Joseph Mengele, que nos causan repulsión y atracción a la vez. Son esos oximorones cósmicos los que pueblan los imaginarios colectivos durante el turno de la noche.
Y, por supuesto, entre ellos también se encuentra la damita de la foto al inicio del artículo, la candorosa Irma Grese.
Vayámonos hacia una mañana fría, en el campo de concentración de Auschwitz, en la Polonia ocupada por los nazis. Al lado de las barracas de madera, un centenar de mujeres hacen fila. Sus harápos apenas si pueden cubrirles del helado viento. Tiemblan. A unos metros, un grupo de oficiales con sendos dobermann y fusiles las vigila. Los animales, entrenados para desgarrar la carne de los prisioneros con sus dientes, ladran furiosos hacia el grupo de prisioneras indefensas. De entre la bruma, sale una mujer, apenas de una veintena de años, haciendo sonar sus botas militares. Sus ropas están impecablemente planchadas y almidonadas; su cabello, finamente recogido sobre la cabeza. su mentón, siempre en tensión, parece tallado en mármol; sus ojos, azulados como glaciales, hacen que todos, tanto prisioneras como guardias, se estremezcan. Esta wagneriana belleza camina observando a las mujeres de la fila, resalta sus pechos con la postura, como queriendo diferenciarse de ellas. Encuentra a una de su agrado, joven, de cabello negro, de una hermosura tal que aún las penurias no han podido menguar. La elige. La prisionera llora, pues sabe muy bien que la teutona le destrozará el rostro y los pechos a latigazos, que hará que le operen las heridas sin anestesia y que luego, si tiene tantita suerte, le pegará un tiro en la frente. Si no, la encerrará en un calabozo, con el cuerpo destrozado, para esperar a que muera desangrada o consumida por las infecciones. Camina paciente entre dos guardias, esperando que algún dios o diablo misericordioso la fulmine y le permita escapar de las manos de Irma Grese.

Irma Grese en uniforme de faena
Irma, que durante los últimos años de la guerra se distinguió por su férreo control en la sección femenil del campo de concentración, era sólo una muchachita nacida en 1923 en un pequeño pueblo de Alemania, hija de un lechero. Irma nunca fue una lumbrera en la escuela, por lo que dejó los estudios durante su adolescencia y se inmiscuyó en la Bund Deutscher Mädel (Liga de la juventud femenina alemana), a pesar de la oposición de su padre. Ya metida de lleno en la mecánica del nazismo, trató de graduarse como enfermera sin lograrlo, trabajó en un sanatorio de la SS, fue voluntaria para entrenamiento en el campo de Ravensbruck, y finalmente, custodia de la sección femenina del campo de concentración de Auschwitz.
La joven, con apenas 19 años, demostró un talento natural para "cuidar" a las internas del campo. Fue rápidamente ascendida a supervisora, puesto que ocupó hasta el fin de la guerra. Las sobrevivientes del holocausto que la conocieron aún la recuerdan con terror, pues Irma era, por mucho, la custodio más sádica de todo el campo. Tenía como hobbies martirizar a las prisioneras que consideraba más bonitas que ella, desgarrándolas ella misma a latigazos o arrojándolas a los perros. Acostumbraba admirar con placer las operaciones que efectuaban los médicos, todas sin anestesia. No dudaba en matar a tiros a niñas y ancianas , e incluso se cuenta que le gustaba despellejar los cadáveres de los ejecutados. Dice la leyenda negra que cuando los aliados capturaron el campo, en sus aposentos encontraron abajures hechos de piel humana que ella misma había recolectado.

Prisioneros del campo de concentración
Quizá esto último no es sino una sinrazón. Está documentado que, para justificar sus propias faltas, los vencedores exageraban la crueldad de los nazis, pero aún así, Irma Gleese encontró en su trabajo como custodia la ocasión perfecta de dar rienda suelta a sus impulsos más sanguinarios. Tal fue su fama, que la amable señorita fue una de las estrellas de los juicios de Nuremberg, en donde se le condenó a morir en la horca a los veintidos años.
Irma Grese fue a su cita con el verdugo el 13 de diciembre de 1945. En ningún momento demostró temor o arrepentimiento. Incluso sus últimas palabras dan fe de su eficiencia teutona. Al ver que el encapuchado se tardaba en accionar la trampa a sus pies, Irma Grese le ordenó apurarse. "Schnell!" (Rápido!), fue su última palabra.
Y, bastante rápido, la soga le rompió el cuello.
Irma es uno de los casos más inquietantes del santoral de lo infame, pues en ningún punto en su biografía se puede rastrear algún motivo evidente que desatara una patología de esa magnitud. Su infancia fue relativamente feliz, sin penurias graves. En apariencia, fue una hija querida por sus padres. Tal vez el suicidio de su madre, que sucedió cuando ella era aún una niña, pudiera explicar el dragón anidado en su pecho. Es posible que Irma Grese tuviera una predisposición a las enfermedades de la mente, o tal vez, le ocurrió lo que le ocurre a las personas que se encuentran, de repente, en una posición que les permite disponer absolutamente de la vida de otros en completa impunidad: se percató de lo banal que el mal puede ser.
Omar Delgado
2008