miércoles, noviembre 08, 2006

DOWNTOWN DOGS

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Este texto fue finalista en el concurso de crónica, cuento y poesía "Musas en la Alameda", organizado por la Universidad Autónoma de la ciudad de México, el 26 de octubre de 2006. Fue leído en voz alta ese día en el templo de Corpus Christi, en la capital del país.

Canelo
En la ciudad de México es raro que un automovilista atropelle a un perro intencionalmente. Cuando algún ladrador se atraviesa la calle enfrente de un auto el conductor, si tiene opción, lo esquiva o de plano se frena. Esta conducta, equivalente a la de los hindúes de no comerse a la vaca que vaga en la calle, se atribuye a cierto tabú muy bien incrustado en los cromosomas chilangos, el cual nos dicta que ese animalillo puede ser, a la hora de la muerte, el que nos ayude a pasar al otro lado.
Este hecho, en ocasiones, hace temerarios a los perros. Sobre Balderas, a la altura del metro Hidalgo, vive una jauría comandada por el Canelo. Cuando un automóvil pasa, los lagañosos lo persiguen arriesgándose a ser aplastados por las ruedas. Incluso, en el colmo de la indecencia, el Canelo acostumbra dormir, panza arriba, en medio de la avenida. Según los ambulantes de la zona, ni él ni alguno de su tropa ha sufrido accidentes.

Pelusa
A cualquier teporocho del centro histórico lo acompaña siempre una cauda de perros. Ellos son los que lo acompañan, los que en las noches invernales se le acurrucan para protegerlo del frío, con los que comparte las magras raciones. Hace algunos años un viejo rondaba cerca de la Plaza de la Solidaridad junto con un grupo de chuchos dirigidos por la Pelusa, quien parecía un mechudo sin mango. El hombre, que pernoctaba en las calles, se mantenía de recolectar periódicos mientras una tosecilla pertinaz se le convertía en enfisema. El día que amaneció muerto, la Pelusa y su clan no lo abandonaron. Cuando llegaron los peritos forenses a retirar el cuerpo, la canina coronela los mantuvo a raya un buen rato a fuerza de gruñidos y dentelladas. Fue hasta que llegó una camioneta del antirrábico que la perruna guardia de honor se dispersó. Todavía de vez en cuando la ya muy anciana Pelusa ronda por el sitio esperando que su viejo papelero aparezca.

Trino
Un buen consejo dicta que nunca hay que comer en un puesto de tacos que no ronden los perros, pues es seguro que la carne que se utiliza ahí es canina. Pero, como se dijo antes, los perros son temerarios.
En Artículo 123 y Dolores vivía un perro muy valiente, pues a solo media cuadra tenía su negocio un taquero canófago. Sin embargo, el Trino no dejaba su puesto de vigilancia, ubicado junto a la puerta de una cantina. Cuando algún borrachín salía del local, acostumbraba ladrarle amistosamente a manera de despedida, lo que se consideraba de buena suerte. Trino era querido por todos, e incluso el dueño del bebedero, al terminar el día, le regalaba las sobras de la botana.
Un día el Trino amaneció muerto. Envenenado, muy probablemente, por el taquero quien –según la versión del cantinero-, se sentía descubierto con la sola presencia del can y lo culpaba de su mala situación financiera. Pensaba el taquero que los transeúntes, al ver al Trino, se preguntaban la razón por la cual el animal no se acercaba al puesto de tacos, y preferían seguir su camino. De todos modos, el presunto homicida tuvo que cerrar la cortina permanentemente poco después del sepelio del can.
Trino descansa en una jardinera cercana a la cantina. Sus amigos borrachines lo enterraron ahí a escondidas. En su tumba crecen unos arbustos y ninguno de los parroquianos de la cantina, por muy borracho que salga del local, se atreve a orinar en ellos.
Omar Delgado
2006

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