miércoles, mayo 04, 2005

EL OFICIO DE ESCRIBIR: EL ESPEJO Y LA PLUMA





EL ESPEJO Y LA PLUMA


Reflexiones acerca de la primera persona.

Canónicamente, se dice que un escritor tiene tres voces narrativas con las cuales elaborar su obra; estas son, en general la primera persona (el Yo), la segunda (el tú) y la tercera (el o ella; ellos o ellas.) Cada una de ellas da un efecto distinto en el escrito, independiente de la obra en sí.

Tercera persona: “Mientras observaba cómo llegaban los asistentes a la reunión, Salomé prendía un cigarrillo con una boquilla de nácar. “Es raro”, pensó la mujer, acomodándose el cabello sobre el hombro “, todos llevan ese mismo fistol en la solapa”.

La tercera persona, la más usada, es la que narra los hechos de la historia desde un punto ajeno a sus protagonistas. Actúa como un elemento externo, como un ojo divino que da cuenta de los acontecimientos que se suscitan en la obra, por tanto, es omnisciente y omnipresente, más no omnipotente: no puede afectar o modificar los hechos narrados. No es un personaje, en el sentido estricto, y por tanto, no tiene injerencia más allá de mostrarnos la historia. Este narrador es el más utilizado en la literatura porque, al tener un punto de vista ilimitado, puede decirnos tanto lo que pasa en el universo narrativo que rodea a los personajes como lo que pasa dentro de estos, lo mismo puede dar fe de hechos que pasen simultáneamente en lugares separados a miles de kilómetros que contarnos escenas que pasan en tiempos y épocas distintas; también puede, siempre y cuando no afecte la tensión narrativa del relato, diseccionar el cerebro y el corazón de los personajes para mostrarnos sus motivaciones, sus sueños, sus miedos.
Este narrador, amen de todas sus cualidades, tiene un defecto principal: es demasiado lejano a los hechos y a los personajes narrados. Lo que gana en penetración y alcance, lo pierde en involucrar al lector dentro de la historia. Un narrador en tercera persona tiene que ser muy sobrio, muy limpio; el escritor debe de abstenerse de verter sus propias reflexiones y manías en él, pues si no, resulta ofensivo para el que lee debido a que se siente inducido a pensar como el autor. Un buen narrador en tercera persona es imperceptible y desapasionado, y por tanto, alejado de lo narrado (objetivo, se diría usualmente.) Esto hace que para el lector no sea tan fácil “entrar en la obra” a menos que los hechos narrados sean lo suficientemente atrayentes.

Segunda persona: “Mientras observabas cómo llegaban los asistentes a la reunión, Salomé, prendías un cigarrillo con una boquilla de nácar. “Es raro”, pensaste al tiempo acomodabas tu cabello sobre tu hombro “, todos llevan ese mismo fistol en la solapa”.

El narrador en segunda persona es raro en la literatura. Solo algunos géneros, como el epistolar, o algunas novelas que emulan cartas enviadas entre personajes (tal es el caso del Drácula de Bram Stoker), lo manejan. En lengua española, el ejemplo típico es “Aura”, de Carlos Fuentes. Este narrador, dentro de la obra, le está hablando a un personaje en particular, lo cual lo une a él, y dará cuenta de sus actos, de sus pensar y sentir más íntimos. Bien utilizado, es poderoso, pues crea un efecto acusativo, como si fuera la “Conciencia” del personaje al que se dirige, una presencia invisible que le celebra o le recrimina sus actos. Sin embargo, el personaje al cual se está dirigiendo tiene que ser lo suficientemente interesante y bien logrado como para que el lector se identifique con esa presencia narrativa; de no ser así, se corre el riesgo de una obra floja y anodina. Además, al centrarse en una sola persona dentro de la narración, le resta peso a las demás. Es, por tanto, una herramienta a usarse con mesura.

Primera persona: “Mientras observaba cómo llegaban los asistentes a la reunión, prendí un cigarrillo con una boquilla de nácar. Pensé, al tiempo que me acomodaba el cabello sobre el hombro, que era rato que todos llevaban ese mismo fistol en la solapa”.

El narrador en primera persona es el más íntimo de los tres. Quien nos cuenta los hechos es un personaje, que bien puede ser el principal o bien un testigo presencial. Tiene la enorme ventaja de que involucra al lector de inmediato, y lo introduce fácilmente al universo que el autor plasma. Como desventaja principal, está lo limitado de su visión, pues solo puede saber —y por tanto narrar— hechos que estén aconteciendo ante sus ojos, o bien recuerdos propios —un recurso para ampliar esta visión es utilizar al narrador de primera persona como un oyente de otro personaje—, además de que no puede introducirse mucho dentro de las otras entidades que viven dentro de la historia. Es el más utilizado por los escritores noveles debido a lo fácil de su uso.

La hoja en blanco que refleja

Todos los que comenzamos en el camino de las letras conocemos al narrador en primera persona, pues es él —parecería perogrullo, más no lo es— primero que utilizamos. La materia prima de nuestros primeros relatos son nuestras propias vivencias o memorias, lo las de alguien conocido y cercano, y la manera más fiel de escribirlas es a partir del “yo”; al final, todos narramos a partir de nuestra propia circunstancia, para así, poco a poco, alcanzar lo universal. Aunque después adquiramos nuestras mañas literarias, utilicemos otros narradores-personajes aparte de nosotros mismos o que incluso, hagamos hablar en primera persona a un personaje absolutamente ficticio, sin relación —aparente— con nosotros, siempre regresaremos a ese abrevadero en donde iniciamos, algunas veces para refrescarnos, algunas otras para tomar fuerzas.
Hagamos una diferencia antes de continuar entre “el que escribe”, y “el que narra”, que son dos entidades al mismo tiempo distintas y emparentadas. El que escribe es el autor, es el ser humano, con todas sus cualidades, defectos, manías, ideologías y fobias, que un buen día se enfrenta a una hoja en blanco y comienza a escribir una historia; por otro lado, el que narra está dentro de la ficción que el que escribe elabora. Es un personaje, y por tanto, no es real, por muchos elementos propios que el que escribe vierta en él. Es él —el que narra—, el que puede hablar en primera, segunda o tercera persona, dependiendo de las intenciones del que escribe.
Indudablemente, la primera persona es el narrador más íntimamente ligado al autor (el que escribe), porque la fuente de la que el segundo nutre al primero es su propia persona. Al final, el que narra siempre será un alter ego del que escribe. Por lo mismo, la primera persona es excelente para los relatos auto reflexivos, o testimoniales, en donde hay mucho de realidad en la ficción narrada, aunque no está limitado solo a ellos.
El riesgo más grande con el que me he topado al narrar en primera persona es la autocomplacencia. Y ese riesgo proviene de nuestra misma condición humana: la diferencia entre “Quien somos”, y “Quien creemos que somos”. Casi todos nos creemos más listos, más guapos, más buenos, de lo que somos, y tendemos a ignorar nuestros defectos, el cuan cobardes, ridículos y viles nos comportamos a veces. En sí, tenemos una imagen idealizada de nosotros mismos. Hay un chiste viejo, pero efectivo, que resume este tópico: “¿Cuál es el mejor negocio del mundo?: Comprar a un argentino (Póngase aquí el grupo étnico, clase social o elemento humano de sus muy personales antipatías) por lo que vale y venderlo por lo que cree que vale”.
Este desfase entre nuestra imagen idealizada y la realidad es el mayor riesgo para el que escribe en primera persona, pues el narrador será muy cercano al autor, y por lo tanto, será muy similar a la imagen idealizada que el autor tiene de sí mismo. Entre más se acerque el narrador de nuestra obra a nuestra imagen ideal más autocomplaciente será nuestra narración, más altanero, más antipático. Como personajes de nuestros propios relatos, tendemos a ensalzarnos, a querer reflejar el yo que “queremos ser” en detrimento del que “somos” y esto puede tener un efecto desagradable para nuestro lector. A nadie le gusta escuchar al amigo fanfarrón, por tanto, ¿A quien le gusta, en realidad, leer a un autor que dedica cien o doscientas páginas a decirnos que tan chingón es? ¿Valdría la pena la autobiografía de algún Gordolfo Gelatino[1] de academia o de Paco Stanley[2] con pretensiones intelectuales? La verdad, considero que no.
También, por supuesto, existe riesgo en el otro extremo: el de plasmar una imagen idealizada, pero negativa. Esto lleva, como consecuencia, una obra que apela a la lástima del lector, un “Lamento del looser” en donde el autor se autocastiga y se flagela. Lo cierto es que este tipo de obras, más que conmover, mueven a la burla.
La vacuna para este mal, tan extendido en muchos escritores —sobre todo el primero, pues un escritor que se respete debe tener un ego del tamaño del Taj-Mahal— , es la autocrítica. Una visión sincera de nosotros mismos, con nuestras cualidades y defectos, dará como resultado un narrador sincero, en el cual el lector se pueda sentir identificado. La obra será así la de un hombre o mujer normales que tratan de vivir y sobrevivir en el mundo, tal y como lo es el propio lector. Será un narrador falible, cálido, con sueños y miedos, tal y como nosotros mismos lo somos.

Omar Delgado.
Mayo de 2004
[1] Personaje, famoso por sus gags que se basaban en su vanidad —siendo él bastante feo—, creado por los cómicos “Los Polivoces”, famosos en los años 70´s en México.
[2] Cómico mexicano muerto en 1997. Su personificación era la de un gordo arrogante y burlón.

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