Fugaz crónica de la fugaz democracia mexicana.
A mis 38 años, me
tocó ser testigo de grandes cambios sociales. Mi generación, quizá como
ninguna, fue privilegiada al vivir de cerca algunos de los procesos históricos
más trascendentes de los últimos cien años (que es decir mucho en un siglo como
el XX, tan generoso de holocaustos, guerras, bombas atómicas y tecnologías
revolucionarias). Sin embargo, tengo que decir que tal condición no me
satisface. Muy por el contrario, me entristece haber podido constatar que hubo
un pasado que, en realidad, fue más luminoso que el futuro que se avecina.
A
los doce años, por ejemplo, antes de que comprendiera a cabalidad el impacto de
lo que pasó, fui testigo indirecto del
fin del régimen comunista y la caída del muro de Berlín. Por supuesto, Mijaíl Gorbachov
se me apareció múltiples veces en la pantalla chica, junto con Margaret
Tatcher, Ronald Reagan y Juan Pablo II, todos artífices del orden mundial que
hoy vivimos (y padecemos). A mi edad, no eran sino ancianos que hablaban de
asuntos que para mí eran inasibles; sólo después, cuando las lecturas me dieron
los datos suficientes, pude comprender su influencia en el mundo. Como muchos
jóvenes, me ilusioné con los postulados del socialismo justo cuando su
principal baluarte, la U.R.S.S, se abría al capitalismo y tiraba las estatuas
de Lenin y Stalin al basurero de la historia.
Del lado de México me tocó vivir,
por esas mismas épocas, el paulatino ascenso de la (efímera) democracia. En
1988 presencié la creación del Frente Democrático Nacional (FDN) y la
construcción de la esperanza: finalmente, el nefasto PRI, el que sesenta años
había empobrecido al pueblo (según la narrativa dominante en la clase media
urbana), el que había matado a los jóvenes del 68, el que nos había recetado
crisis tras crisis y devaluación tras devaluación; el de la mano extendida, el
no estamos ni bien ni mal sino todo lo contrario, el del orgullo de mi
nepotismo, finalmente parecía desquebrajarse ante el embate de un candidato
que, además de tener un extraño carisma en negativo (el mismo que tienen, por
ejemplo, las cabezas de la Isla de Pascua), era poseedor de un apellido
magnético. Era, pues, hijo de un presidente que tuvo el buen tino de
nacionalizar la industria petrolera y convertirse, así, en uno de los grandes superhéroes nacionales: Cuauhtémoc
Cárdenas, hijo de Tata Lázaro. Además, había otro candidato de gran arrastre,
un empresario sinaloense de nombre Manuel Clouthier, un Santaclós de traje al
que apodaban Maquio.
A la hora de la elección (misma que
me pasó de noche, pues en ese momento era yo un puberto que recién entraba a la
secundaria) ocurrió entonces como sigue ocurriendo ahora. Maquio, el popular
candidato del PAN, y Cuauhtémoc Cárdenas
no se pusieron de acuerdo y atacaron por separado al inefable PRI, quien
gracias a esa división pudo orquestar el fraude que impuso al priista Carlos
Salinas de Gortari (1988-1994) y retrasó doce años el proceso democrático.
Hay que decir que el sexenio de
Salinas se caracterizó por un alto y artificial optimismo: durante él empezó
masivamente la desincorporación de las empresas paraestatales (TELMEX en
primerísimo lugar) al tiempo que se firmó el Tratado de Libre Comercio de
Norteamérica (llamado NAFTA o TLC por sus siglas en inglés y en español,
respectivamente). Fue una época de propaganda positiva, en donde se retrataba a
México como la próxima potencia mundial. Los clasemedieros, al ver que las
fronteras se abrían y ya eran capaces de encontrar chocolates Milky Way en las
tiendas, lloraron de alegría al pensar que estábamos a punto de ser
norteamericanos de facto. Incluso el
luego llamado Innombrable (Carlos Salinas), expropió un lema que había surgido
durante las acciones tomadas por la sociedad civil en respuesta al temblor de
1985, y con él, creo el programa “Solidaridad”. Este no sería sino uno más de
los rostros asistenciales-clientelares del sistema (mismo que después se
volvería secretaría de estado).
Acababa yo de entrar a la
universidad cuando pasó lo inimaginable: el primer minuto de 1994, cuando ya
nos veíamos cubiertos con la bendición de las barras y las estrellas, aparece
en Chiapas el Ejército Zapatista de Liberación Nacional. De repente, ¡Oh,
dioses! Ya no éramos un suburbio de San Antonio, sino un país latinoamericano
con su propia guerrilla selvática. El también llamado Babalucas (otra vez
Salinas), actuó como debía de actuar: envió al Ejército Mexicano a exterminar a
los rebeldes. Sólo la repercusión internacional que tuvo el levantamiento y el
escrutinio de muchos países interesados en el conflicto evitó que aquello terminara
en un nuevo genocidio.
El EZ… cuantas esperanzas trajo al
país; casi tantas como desilusiones brindó después. Antes de volverse la
caricatura que actualmente es, el EZLN representó en sus inicios una opción
fresca de cambio, alejada de lo electoral, con estrategias innovadoras y, sobre
todo, con una causa blindada contra toda crítica: mejorar la situación de los
indígenas del país. Su líder, el carismático subcomandante Marcos de inmediato
se hizo un mass media superstar que
manejaba lo mismo el discurso marxista indigenista que la ironía y el conjunto
de símbolos que formaban la resistencia New Age (que aparecería en todo su
esplendor, años después, en Detroit). Por un tiempo, el EZ mantuvo a la clase
política mexicana a salto de mata, no porque su estrategia bélica fuera
efectiva –nunca lo fue, en realidad- sino porque su estrategia mediática,
basada en el incipiente Internet, fue impecable. Desgraciadamente, su propia soberbia lo
desgajó: luego de la Caravana Zapatista del 2001, que culminó con una mujer
indígena, encapuchada, hablando en el pleno de la cámara de diputados, Marcos
le dio un portazo a todos los sectores que en algún momento apoyaron a su
movimiento y comenzó a dinamitar las opciones electorales que en algún momento
pudieron haber reivindicado y cumplido los Acuerdos de San Andrés.
Ese mismo 1994 fue el cambio
electoral, y el último del primer periodo de gobierno del PRI. Fue también el
año de los grandes asesinatos políticos (Luis Donaldo Colosio, en primer lugar,
pero también Francisco Luis Massieu y el Cardenal Posadas Ocampo), y de la
devaluación que colocaría al Chupacabras (nuevamente, Salinas de Gortari), como
el Lex Luthor de la historia mexicana reciente, el maquiavélico líder de un
clan de corruptos que planeaba perpetuarse en el poder a través de otras
personas y que tuvo que salir por patas
ante el descontento y el caos social que su hacer había causado. “Los demonios
andan sueltos”, declaró Mario Ruiz Massieu, hermano de uno de los asesinados, y
efectivamente, así era el ambiente, azufrado, cargado de tensión e
incertidumbre. Memorables son las
imágenes de Raúl Salinas de Gortari en su celda de Almoloya y el patético
intento de CSG por hacer presión por medio de una huelga de hambre (Babalucas
con chamarrita de borrega, una imagen como para tarjeta navideña). Sólo la firmeza y malamadre de su sucesor
pudieron obligarlo a abandonar el país.
En
honor a la verdad, hay que decir que la presidencia de Ernesto Zedillo
(que corrió de 1994 al 2000), se caracterizó por una paulatina apertura en lo
político y en algunos aspectos de lo social. La oposición comenzó a hacerse de
la gubernatura de varios estados (aunque, para ser precisos, el primer estado
que gobernó la oposición fue durante el sexenio de CSG) y, al final el PRD,
apoyando al eterno candidato Cuauhtémoc Cárdenas, ganó el gobierno de la ciudad
de México, el segundo más importante del país. En ese tiempo ya uno podía
marchar sin miedo a ser reprimido por las calles: la prensa escrita, e incluso
algunos canales de televisión como el 40, comenzaban a ejercer una muy
saludable crítica y los problemas de abuso de la autoridad policiaca, tan
frecuentes en los sexenios anteriores, habían disminuido.
Sin embargo, hubo el otro lado de la
moneda: las matanzas de Acteal y Aguas Blancas no nos permitieron olvidar
quienes eran los priistas, y la aprobación del FOBAPROA en 1998 representó el primero
de muchos desfalcos y robos que sufrirían los ciudadanos (aún no llegaba la
terrible era de los gasolinazos mensuales).
Sin embargo, lo que a Ernesto
Zedillo le ganó un lugar en la historia fue su papel durante la alternancia. En
el año 2000 Vicente Fox, candidato del Partido Acción Nacional (PAN), ganó la presidencia
ante el asombro de toda la nación, y su triunfo fue respetado y ratificado por
un sonriente Ernesto Zedillo.
Fox inició su campaña mucho antes de
lo que oficialmente lo permitían las leyes. Cuando aún era gobernador de
Guanajuato, se fue formando la imagen de ranchero rebelde e intrépido que pelea
contra el sistema. Esta propuesta sedujo a mucha gente, incluyendo a algunos
que jamás hubieran votado por un candidato claramente vinculado a los sectores
más reaccionarios de la sociedad. Vicente Fox, empresario zapatero y productor
de legumbres, representaba para muchos mexicanos al self made man norteamericano, el hombre que se hace a sí mismo y
crea su riqueza a contra corriente. En este caso, los publicistas del panista
ubicaron muy bien a dónde dirigir sus baterías: el PRI, ese anquilosado
partido, era el responsable, con su burocracia y su corrupción, de que personas
trabajadoras e intrépidas como (aparentemente) Vicente Fox no pudieran
prosperar. Muy pronto, con el guanajuatense, la sociedad mexicana se llevó el
chasco de su vida.
He de decir que el discurso que el
PAN enarboló en el 2000, ese del Voto Útil y de sacar al PRI de Los Pinos,
estuvo a punto de seducirme. Por un momento, me vi tentado a tachar el logo de
Acción Nacional cuando voté en esa elección. Por fortuna, mi instinto me hizo
elegir al una vez más candidato Cuauhtémoc Cárdenas. Mi elección, tengo que
decirlo, aún me enorgullece. (O, por lo menos, no me llena de oprobio)
En menos de dos años, las pifias,
los errores, pero sobre todo, la escandalosa corrupción de Fox y sus allegados
(su mujer y sus hijastros en primerísima fila), pronto quitaron la ilusión de
la alternancia. Sin embargo, a pesar de todo, en el país se respiraba un
ambiente de libertad como nunca lo había habido: las marchas multitudinarias en
apoyo al EZLN, al naciente candidato López Obrador, e incluso las que
intentaban ponerle un alto a la violencia jamás representaron un riesgo para
quien asistía a ellas; el ejercicio de la crítica se realizaba sin miedo a ser
encarcelado o levantado por el estado (eso sí, en algunas regiones, el narco no
era tan tolerante), y en general en el país se respiraba la esperanza. Incluso
se hablaba de una reforma migratoria integral que legalizara a los millones de
mexicanos al otro lado de la frontera. Todo eso iba muy bien…hasta el 11 de
Septiembre de 2001
Las torres gemelas. Recuerdo que en
el momento en que eran derribadas yo estaba en mi primer año en Iusacell como
responsable de una central telefónica. Me llamó el director de mi división
directamente y me alertó de que, en cualquier momento, podía haber ataques
terroristas o manifestantes antiamericanos a la puerta. Incluso, asignaron seis
guaridas armados para la protección de las instalaciones. De ese grado era el
ambiente de paranoia que hubo. Por fortuna, en México la rebeldía anti
imperialista no pasó a mayores, pero las consecuencias políticas, económicas y
de seguridad internacional que ocasionaron los atentados aún las seguiremos
sufriendo por décadas. El mundo, casi un paraíso luego de la caída del muro, se
había convertido en un campo minado, un terreno agreste en donde asechaban los
terroristas dispuestos a matar a cualquiera vinculado al gran Satán estadounidense.
En México, la vida social se fue
descomponiendo poco a poco. La inseguridad creció, primero poco a poco, y
después, durante el sexenio de Calderón, exponencialmente. Lo más importante es
que, a partir del 2006, debido a los infaustos hechos que ese año ocurrieron,
la vida comunitaria en el país se pudrió. Durante el sexenio de Fox la figura
del izquierdista Andrés Manuel López Obrador comenzó a imponerse como el seguro
sucesor del empresario venido a político. Oriundo de Tabasco, López Obrador se
había distinguido como luchador social
y, luego, cuando ejercía como alcalde de la ciudad de México, como un
gobernante eficaz. Fue durante su
gestión en que aplicó la pensión universal para ancianos, los planes
asistenciales para grupos vulnerables y la digitalización de los trámites de
tesorería (lo cual los hizo mucho más eficientes). Por otro lado, AMLO creó la
UCM (Universidad de la Ciudad de México, que luego alcanzaría su autonomía) y el sistema de preparatorias del Distrito
Federal. Estas acciones lo hicieron el político más popular del sexenio de Fox.
Asustados con tal fenómeno, los sectores allegados al PAN y al entonces
presidente le declararon la guerra a todos los niveles: primero, con campañas
de desprestigio, luego con un proceso torcido de desafuero que casi lo elimina
de la carrera presidencial, y luego, con una campaña de odio como jamás se
había visto en el país. En el 2006, a
través de una estrategia de marketing como sólo se había visto en la Alemania
nazi o en la España franquista, se vinculó al candidato Obrador con los peores
desastres posibles: ascenso del socialismo, nexos con Hugo Chávez, comunismo,
crisis, violencia… Al final, para curarse en salud, estos mismos sectores
orquestaron un fraude que le dio la victoria por menos de un punto porcentual
en los votos al candidato del PAN, Felipe Calderón.
Si hay un sexenio que pueda llamarse
negro, es el del michoacano. Impuesto a la fuerza, Felipe Calderón decidió
legitimarse en el poder por medio de una guerra contra el narco que lo único
que hizo fue cambiar la correlación de fuerzas entre carteles y expandir la
violencia a niveles no vistos en el país desde la revolución. México pronto se
convirtió en un matadero y las víctimas, cuando no eran policías o soldados,
eran de inmediatos catalogadas como “delincuentes”. Al mismo tiempo, el grupo
allegado al panista hizo de la corrupción un arte mayor: las fortunas de
jóvenes secretarios y subsecretarios se hicieron noticia de todos los días ante
el azoro y la furia del ciudadano común.
No ahondaré en detalles de todos conocidos; sólo diré que el ejercicio
del poder del michoacano fue tan terrible que el elector prefirió regresar a lo
que doce años antes había enviado a la basura eligiendo un gobernante emanado
del Partido Revolucionario Institucional, Enrique Peña Nieto.
Mención especial en el panteón del
oprobio merece el ex mandatario Vicente Fox. Él, quien en el 2000 había
presumido de haber sacado al “PRI de Los Pinos”, doce años después abiertamente
hizo campaña para que el tricolor regresara al poder. El vaquero de las botas, el self made man
mexicano, encontró más cómodo acurrucarse bajo las negras alas de la corrupción.
En este momento, Noviembre del 2013,
estamos a menos de un mes de que el nuevo priato cumpla su primer aniversario,
y las cosas, increíblemente, se pusieron peor que con Felipe Calderón (quien
vive plácidamente en Estados Unidos, rodeado de cincuenta guardaespaldas
pagados por el estado mexicano). Ahora no podemos manifestarnos sin el temor de
que los provocadores –viejos conocidos de hace décadas-, inicien la violencia y
justifiquen la represión policiaca (que ya se hizo sistemática), el crimen
organizado es ya imparable, y el del orden común va en espeluznante aumento.
Cada día que pasa, además, se pasan leyes e iniciativas que tienen como fin
único saquear los pocos bienes de la nación que quedan (es decir, venderlos a
particulares), se justifica un modelo represivo consistente en restar derechos
al ciudadano de calle al tiempo que se blindan los privilegios de las clases
acomodadas. En los estados del norte ya se habla de secesión, y en algunos
estados sureños como Michoacán hay ya un cuadro de abierta rebelión social.
Aquellos que pensaban que el PRI, con su dominio en las más sucias artimañas de
gobierno, controlaría la situación, ahora se mesan los cabellos al ver la
pradera arder. Más grave aún: a todos
los niveles, en todos lados, desde las escuelas hasta las oficinas, y desde el
gobierno hasta la IP, la vida social se ha vuelto terriblemente áspera. Hay
actualmente, por todos lados, una mística del poder por medio de la fuerza y
del odio como motor válido para la conducta. Estamos, parafraseando un clásico,
en la época del “haiga sido como haiga sido”.
Otra vez, luego de ese periodo de
quince años en donde, a pesar de todo, nos tocó vivir un periodo de libertad y
de relativa tranquilidad, se ha ido para siempre. Ahora, estamos nuevamente en
una dictadura disfrazada de democracia. Y lo peor es que quizá, ahora la
dictadura vive dentro de nosotros.
Cute.
Omar Delgado
2013